En la convivencia santa, noble y elevada con los demás, o en la relación tranquila, silenciosa y serena con Dios, se encuentra la mayor felicidad en esta Tierra.
Redacción (21/07/2024, Gaudium Press) La mayor felicidad en esta Tierra se encuentra en la convivencia, cuando es respetuosa, noble y elevada. En el Cielo, ella alcanzará la perfección en el pleno disfrute de la visión beatífica. Por eso, a primera vista no es fácil comprender el elogio que los santos hacen a la soledad. Sin embargo, el aislamiento puede ser una bendición, ya que constituye un medio ideal para una excelente relación con Dios. Puede suceder que en la sana renuncia al instinto de sociabilidad, por razones sobrenaturales, se nos conceda –por una gracia y llamado especial de Dios– una relación inefable con Él. Estos dos tipos de convivencia con Dios constituyen precisamente la esencia de los primeros versículos del Evangelio del XVI Domingo del Tiempo Ordinario.
La convivencia
Los Apóstoles habían sido enviados en misión por Nuestro Señor, de dos en dos, a diferentes lugares (cf. Mc 6,7). No hay información histórica sobre cuánto duró esta separación entre ellos, ni sobre los lugares recorridos. Es fácil imaginar las energías físicas y emocionales que utilizaron en esta primera aventura apostólica. Pasar de la actividad de pescadores a la de exorcistas, taumaturgos y predicadores, sin un largo curso preparatorio en alguna academia, debió causar no poco desgaste a cada uno, por no hablar de la indescriptible y creciente nostalgia que los asaltaba. ¿Habrían fijado una fecha para el reencuentro? Tampoco se sabe nada sobre este particular. Puede que incluso haya ocurrido por casualidad, pero lo cierto es que todos coincidieron en el momento de regresar a Jesús.
“En aquel tiempo, los Apóstoles se encontraron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado” (Mc 6,30).
Fue la primera gran separación. Después de tanto tiempo e innumerables aventuras, regresar con el Maestro debe haber sido un evento memorable en la vida de cada uno de ellos. Aunque Cristo Jesús vivió bajo los velos de una naturaleza humana sufriente y mortal, cualquier acto de admiración y buena voluntad hacia Él era, en el fondo, un culto directo a Dios. Ahí estaba el mismo Jesús que luego sería el de la Resurrección y Ascensión, actuando dentro de sus elegidos con toda la penetración de su divinidad. ¿Qué convivencia en este mundo podría ser más excelente que ésta? El Maestro era Dios mismo, actuando por la gracia en sus almas y, al mismo tiempo, haciendo uso de su voz y de sus palabras para instruirlas. Todos los términos que utilizó fueron los más perfectos e insubstituibles, en un lenguaje elevado, noble y bíblico, siempre acompañados de un cariño que jamás podría ser descrito ni superado. En ninguna ocasión el Mesías dejó de atraerlos y conducirlos al deseo de las cosas celestiales.
El clima de cordialidad, amor fraternal y alegría creado por Jesús debió ser paradisíaco. Todos se sintieron libres de contar “todo lo que habían hecho y enseñado”. Y no hay evidencia, ninguna, de la presencia entre ellos del maldito vicio de la vanidad. Al principio, habían aprendido la lección: “Sin mí nada podéis hacer” (Juan 15, 5). Debió haber una gran manifestación de humildad de su parte, reconociendo en Cristo la fuente de todos los triunfos obtenidos en ese principio de evangelización.
Crece la unidad entre quienes tienen que afrontar, en común, un obstáculo. Sentir disgusto en las relaciones con los de su antigua escuela fortaleció su deseo de encontrar a sus verdaderos hermanos y, sobre todo, a su Maestro. Cuanto más amaban los discípulos a Jesús, más se distanciaban de sus antiguos compañeros, y viceversa.
De esta manera se creó entre los Apóstoles una comunidad ideal y fraterna, en la que todo se transformó en perdón, amor y benevolencia. Esta fue una verdadera amistad. En tal ambiente, disfrutamos de una felicidad insuperable aquí en la Tierra, preámbulo de la felicidad eterna en el Cielo, ya que en ambos tenemos a Dios como centro de nuestra existencia.
La soledad
“Él les dijo: ‘Vengan ustedes solos a un lugar desierto y descansen un poco’. De hecho, había tanta gente yendo y viniendo que no tenían tiempo ni para comer” (Mc 6,31).
Aquí está la otra cara de la “moneda” de vivir con Dios: silencio, aislamiento, descanso.
El mismo Jesús, en su santísima humanidad, sintió la necesidad de ello para gozar de la máxima intimidad con el Padre, a pesar de estar hipostáticamente unido a Él. Como si los treinta años de su existencia en Nazaret no hubieran sido suficientes, se había retirado a un aislamiento total de cuarenta días, en el desierto, en silencio, ante la perspectiva de su vida pública. E incluso durante la época de su actividad entre el pueblo, era costumbre refugiarse en el silencio de las montañas. Finalmente, antes de la Pasión, abrazó el doloroso abandono de tres horas en Huerto de los Olivos.
Es en este sentido que San Juan de la Cruz nos advierte: “El Padre pronunció una Palabra, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en silencio eterno, y en el silencio debe ser escuchada por el alma” [1].
¡Qué misterioso y fundamental es el silencio! Dios nos visita más en el recogimiento que en las actividades externas. En general, nuestra vida sobrenatural da pasos más firmes y decisivos en el silencio que en medio de las acciones. Los Sacramentos también producen gracia en nuestras almas bajo el manto del silencio. Este nos enseña a hablar, como decía Séneca: “El que no sabe callar, no sabe hablar” [2].
Igualmente importantes son la serenidad y la calma en las relaciones humanas o en la contemplación. Jesús, en el Evangelio, nunca da la impresión de estar asfixiado por las prisas. A veces incluso “pierde el tiempo”: todos lo buscan y Él no se deja encontrar, tan absorto está en la oración. En el pasaje del Evangelio de hoy invita a sus discípulos a “perder el tiempo” con Él: “Venid solos a un lugar desierto y descansad un poco”. A menudo recomienda no agitarse. ¡Cuántos beneficios de la “lentitud” recibe nuestra salud!
A este respecto, el Predicador de la Casa Pontificia, padre [Cardenal] Raniero Cantalamessa, observa con razón: “Si la lentitud tiene connotaciones evangélicas, es importante valorar las ocasiones de descanso o de retraso que se distribuyen a lo largo de la sucesión de los días. Los domingos y las fiestas, bien utilizados, brindan la oportunidad de romper el ritmo demasiado apasionante de la vida y establecer una relación más armoniosa con las cosas, con las personas y, sobre todo, con uno mismo y con Dios” [3].
Pidamos así a Dios que nos obtenga la gracia de encontrar la verdadera felicidad en esta Tierra, viviendo en santa, noble y elevada convivencia con los demás, o en una relación tranquila, silenciosa y serena con Dios.
Extraído, con adaptaciones de:
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2014, v. 4, p. 240-250.
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[1] SAN JUAN DE LA CRUZ. Dichos de Luz y Amor, n. 99. In: Vida y Obras. 5 ed. Madrid: BAC, 1964, p. 966.
[2] SENECA. De moribus. L. I, n. 145.
[3] CANTALAMESSA, Raniero. Echad las redes. Reflexiones sobre los Evangelios. Ciclo B. Valencia: Edicep, 2003, p. 259.
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