viernes, 22 de noviembre de 2024
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El arte bajo el prisma de la fe

Dios concede al hombre la facultad de completar muchos aspectos de su obra divina, al ser manipulados por sus manos.

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Redacción (14/03/2022 17:50, Gaudium Press) Al considerar la obra creadora de Dios, el espíritu puede llegar hasta extremos magníficos de admiración, pues contempla extasiado las armonías, el orden, la sabiduría y la belleza que en todo ello manifestó su Autor, como reflejo de sus perfecciones divinas. Sin embargo, muchas de esas obras grandiosas han quedado inacabadas de propósito, permitiendo al hombre usar de su inteligencia y su talento para perfeccionarlas y embellecerlas, más allá del mero aspecto natural que recibieron en su origen: Dios concede entonces al hombre la facultad de completar muchos aspectos de su obra divina, al ser manipulados por sus manos.

El oro al ser extraído de la mina se encuentra en materia bruta y unido a otros minerales y escorias que no son de su quilate… Al tomarlo en sus manos, el hombre lo purifica en el crisol, y después de someterlo a un largo proceso muestra su belleza y brillo auténtico en obras elaboradas por su arte. Lo mismo puede ser observado con las piedras preciosas que son transformadas en verdaderas joyas al lapidar sus aristas con mano delicada.

Dante Alighieri afirma que todas las criaturas que el hombre perfecciona pueden ser llamadas “nietas de Dios”, pues constituyen como una segunda “creación”, que surge de la materia cuyo origen fueron las manos del Creador. El arte es, por lo tanto, la “nieta de Dios”. Él dice respecto a la belleza, al orden y a la armonía que en su esencia es el propio Dios. De esta forma, cuando el hombre ama a su Creador, se esfuerza por construir un mundo y una civilización enteramente conformes a los criterios de Él emanados.

El Medioevo se caracterizó por ser una era marcada fundamentalmente por la fe, en torno de la cual todo era construido y sacralizado, dando belleza y nobleza a cada una de sus obras, que así, poco a poco, iban dejando las asperezas y rudezas propias de la barbarie de la cual procedían. Siendo así, su arte era inocente y vuelto enteramente a lo sobrenatural; y aun cuando fuese realizada una artesanía de lo cotidiano, una silla para el uso familiar, su trabajo era hecho de tal forma a darle la utilidad propia para la cual era concebida: ser cómoda para las personas que en ella descansarían. Sin embargo, más que la búsqueda de la mera utilidad del objeto, se quería que él fuese bello. De ahí el lema de la Edad Media: “Ut in ómnibus glorificetur Deus” – “Que todas las cosas den la mayor gloria a Dios”. De allí también el esfuerzo por embellecer todo, aún lo más simple. La raíz estaba por lo tanto en el espíritu de fe.

Espíritu de fe y espíritu sobrenatural, relacionamiento intenso de la sociedad humana con el cielo, con los ángeles, los bienaventurados y el propio Dios. Su arte era enteramente moldeado por estos criterios y sin ellos no era comprensible obra ninguna.

Entre tanto, los tiempos fueron mudando, y aquel espíritu de fe fue dando lugar al naturalismo y al humanismo de la nueva era que nacía, el Renacimiento, en que primaban las formas y proporciones, aún muy bellas, pero meramente humanas, un arte exclusivamente anatómico y ausente de espiritualidad y trascendencia…

Fue en estas circunstancias que Dios suscitó a un hombre, Guido di Pietro, que en religión -al hacerse Fraile Dominico- fue conocido como Giovani da Fiesole, o como pasó a ser reconocido en el mundo del arte: Fra Angélico.

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Fra Angélico fue una síntesis perfecta entre el espíritu medieval agonizante y el mundo nuevo que se esbozaba (en los aspectos que este mundo no entraba en colisión con la fe cristiana). Él materializó de modo eximio aquello que venía siendo proscrito del mundo antiguo, de manera quintaesenciada, uniéndolo al verdadero progreso que en las formas presentaba el Renacimiento, despojándolo de todos los aspectos profanos y paganos del neoclasicismo del siglo que nacía.

Tomando todo el aspecto místico, sobrenatural, contemplativo, rebosante de fe, supo imponer a toda su obra pictórica una nota particular de gloria y de alegría, de esperanza en los bienes y realidades futuras, de confianza, en fin, en el Dios supremo Artífice del universo, Causa eficiente de todo cuanto existe y ejemplaridad de todo lo que pueda ser concebido en materia de belleza…

El áureo color que ha sabido imprimir con genialidad única en sus obras, muestra con transparencia el regocijo y la satisfacción de los hijos de Dios, delante de los contextos incluso antagónicos como son el juicio final con toda su gravedad y ornato y la gloria del cielo que se nos ofrece.

Los juegos de luces y sombras, en los que reluce la victoria de la luz sobre las tinieblas, realzando y centralizando el papel santificador y salvífico de Dios y de su Madre Santísima y la participación en el plan divino de todos los hombres de fe, en batalla perpetua contra los hijos de las tinieblas: “inimicitias ponam inter te et mulierem et semen tuum et semen illius. ipsa conteret caput tuum et tu insidiaberis calcaneo eius (Gen. 3:15) – Enemistades pondré entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo. Ella aplastará tu cabeza y tú le herirás el calcañar.

De esta forma consiguió el Beato Angélico, con su fe íntegra y santidad de vida, asestar una lanzada mortal en la cabeza de la hidra maldita de la Revolución1, que infame y solapadamente comenzaba a dar sus pasos en la Europa cristiana. Su arte seguirá siendo modelo de perfección y de belleza, de admiración y encanto, aun en medio de la bazofia del “arte” contemporáneo.

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Las tinieblas solo se entienden como siendo la negación de la luz

Un epílogo. ¿Puede ser dado el nombre de arte a aquél que, huyendo de todas las formas de belleza, de orden y simetría, plasma ante nuestros ojos sorprendidos trazas grotescas y vulgares, infames, burlescas y hediondas? – Un no rotundo sale de nuestro espíritu en respuesta categórica a esa pregunta, pues es la negación absoluta de todo espíritu de fe, de igual manera que las tinieblas sólo se entienden en cuanto negación de la luz.

Por Esteban Escobar

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Notas

1 Por Revolución el Dr. Plinio entendía el movimiento que desde hace cinco siglos viene demoliendo a la cristiandad y cuyos momentos de apogeo fueron las grandes cuatro crisis del Occidente cristiano: el protestantismo, la Revolución francesa, el comunismo y la rebelión anarquista de la Sorbona en 1968. Sus agentes impulsores son el orgullo y la sensualidad. De la exacerbación de esas dos pasiones resulta la tendencia a abolir toda legítima desigualdad y todo freno moral. A su vez, denominaba a la reacción contraria a ese movimiento de subversión como Contra-Revolución. Estas tesis están expuestas en su ensayo Revolución y Contra-Revolución (cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução).

(Publicado originalmente en Caballerosdelavirgen.org)

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