viernes, 25 de abril de 2025
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El decreto de muerte de la Revolución Tendencial (VI): Moisés y la restauración de la ‘Clave Benedictina’

El abandono de esta ‘clave’ comportó en el inicio del proceso revolucionario, según lo esboza Revolución y Contra Revolución.

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Redacción (24/04/2025, Gaudium Press) Concluyendo con esta entrega la serie que nos propusimos sobre la Revolución en las Tendencias, siempre tras las huellas del pensamiento del prof. Plinio Corrêa de Oliveira, trataremos de un importante asunto abordado por el Dr. Plinio en unas reuniones con sus discípulos, temática que él tituló como la “Clave Benedictina”. El abandono de esta ‘clave’ comportó en el inicio del proceso revolucionario, tal como él lo delineó en su magistral ensayo “Revolución y Contra Revolución”.

Entremos en materia.

La Grandeza en el Antiguo Testamento: se percibía en el aire

Ponía de presente en tales reuniones el Dr. Plinio, ese aroma de grandeza que se respira cuando se recorre en las Escrituras escenas como la del sacrificio de Abrahán con Isaac, o las sacrales epopeyas de Moisés, a quien el Dr. Plinio llamó una vez el Carlomagno del Antiguo Testamento, y al que un reputado converso como André Frossard tildaba de “tal vez el hombre más grande que haya existido, ¡porque Jesucristo es Dios!”. Moisés, aquel que casi solo arrodilló a uno de los imperios más grandes de toda la Historia…

Pero ¿fue Moisés quien aplastó el reino perseguidor de los faraones, con sus plagas, con el ángel exterminador, con las aguas del Mar Rojo? Rápidamente se ve que fue el gran Dios. Sin embargo, a esto hay que ponerle todo un escenario, en el que figura de manera central el gran profeta rescatado un día de las aguas.

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¿Cuál era la distancia entre el cautivo pueblo hebreo y la potencia egipcia? Enorme, una distancia tan grande, que había servido para mantener esclavizados a los hijos de Jacob por más de 400 años, casi tanto tiempo como el que han vivido las naciones de América. Entretanto, ese pueblo subyugado era el pueblo elegido, la nación a quien Dios especialmente amaba y con la que había hecho una particular alianza, y un día a esos hijos Dios les dio un líder luminoso, con especial audiencia ante Él, alguien con quien conversaría cara a cara, y que tenía un poder peculiar para mover su corazón y su potencia.

La distancia que había entre el pueblo hebreo esclavo y los súbditos del Faraón era minúscula comparada con los años luz que median entre el hombre y Dios. No obstante, la oración y la fidelidad de Moisés atrajo la grandeza Dios, y Dios hizo justicia a su pueblo. En todas las escenas de esta epopeya, aromas de GRANDEZA:

Grandeza de Dios que actúa enormemente, casi aniquilando un imperio ya milenar, por amor a sus amados sojuzgados y perseguidos; grandeza de su enviado, el hombre gigante capaz de hablar con Dios ‘de tú a tú’, al que Dios recibe en suelo sagrado, y a quien Dios entrega la Ley que vigorará por los siglos de los siglos hasta que el mundo sea mundo. Y así con Job, Elías, con Esther, Judith, los Macabeos… Verdaderamente, en todo el Antiguo Testamento se palpa el sello de la grandeza de Dios, la sombra de la omnipotencia de un Dios que sí, es Gigante.

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Esta monumentalidad divina, tenía la ventaja de que facilitaba el reportarse a Dios y el reconocer su presencia, pues el Señor era en esos contextos omni-visible, casi imposible de no ver, no contemplar, no considerar. En esa línea, podría dividirse la historia de los hijos de Abrahán en dos: los momentos en que fijaron sus ojos en la monumentalidad de Dios, y fueron fieles, y los momentos en que no, y se acercaron a los adoradores de Baal, a Sodoma, y fueron castigados. Los momentos en que el pueblo de Israel, como Moisés en la lucha contra los amalecitas, levantaba sus brazos y espíritu hacia Dios y Dios lo engrandecía, y cuando los bajaban, y eran vencidos.

Era pues más o menos fácil, para el hebreo fiel, reconocer y agradecer al Dios de las cosechas, al Dios de la lluvia, al Dios de la columna de fuego, del maná y la tierra prometida; era relativamente fácil vivir en función del Dios que les daba los dátiles y los rebaños, que los hacía regresar de Babilonia y les restituía la propiedad de Canaán, pues era ese un Gigante casi imposible no ver. Era más o menos fácil —para el que tuviera buen espíritu— hacer el ejercicio que hacía el Adán primigenio, de volar hasta Dios a partir de la belleza y la propia grandeza de la Creación. Los fieles se encantaban en ese ejercicio adánico, de ver las huellas de Dios en el Orden de la Creación, a través del prisma de la grandeza del Dios Rey universal.

Leer también: Revolución Tendencial soterrada (IV) o lo que no pudo destruir en las almas de los nuevos Adán

Llega la grandeza tierna del Salvador

Entretanto, es llegada la Plenitud de los Tiempos, cuando el Hijo del Hombre coronaría la Creación con su presencia, además porque el humano descarriado requería una efusión potente de gracia, que vendría a través de la Iglesia nacida de su costado. Érase llegada la hora de un Dios también gigante, pero con sangre humana, más cercano, más ‘pequeño’. Gigante y pequeño, nacido como un frágil niño. Además un Dios que traía una Madre, gigante también, pero caritativa y tierna, también Madre de la gracia para todos los mortales.

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Era pues la misma grandeza vetero-testamentaria que ingresaba al nuevo mundo de la nueva alianza, recubierta de los pañales del Niño nacido en la cuna de Belén, tierno, muy próximo a los hijos de Eva. El Señor, que gusta de formar conjuntos con contrarios armónicos, unía la grandeza a un pequeño tamaño, en una síntesis magnífica, que se hace música en el villancico Noche de Paz, el cual canta sublime esa noche de amor cuando brilló una estrella de paz, anunciando a la tierra la llegada del Señor, Dominus dominantium, pero un rey que dormitaba en la piel del Niño Jesús.

Esa grandeza tomó cuenta de doce pequeños hombres, los transforma rápido en miles con la ayuda de Pentecostés, y acaba por conquistar el mayor imperio existido hasta entonces, el Imperio de los Césares. Pero este reino traía enquistados los gérmenes de su corrupción, y después de haber conocido la grandeza de Cristo y su Iglesia sucumbe aprisionado por las cadenas pequeñas del pecado.

El pecado original no combatido, hace tender al hombre al egoísmo, a lo pequeño, va reduciendo al hombre al límite minúsculo de su reducido tamaño. Dios y la gracia, por el contrario, buscan elevarlo al tamaño de los ángeles, todos gigantes. Aunque grite mucho (lo vemos hoy), no hay nada más pequeño que la soberbia igualitaria y la sensualidad desbocada, verdaderas fábricas de pigmeos, hálitos fétidos que nos alejan del Dios-Grande. La soberbia es tan rebajante, que fue capaz de transformar al más grande ser creado hasta entonces por Dios, en carencia, maldad y oscuridad; así su correlata, la sensualidad.

Con la caída del Imperio, parecía, por lo menos era la ilusión del demonio, que acababa la época de la grandeza cristiana, y los tiempos de toda grandeza.

San Benito, la embajada de la grandeza

Pero entonces, Dios vuelve a suscitar a un grande, un nuevo Moisés, San Benito de Nursia, que devolvería la grandeza al mundo.

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En las auroras del S. VI, del alma contemplativa y grande de San Benito surge Montecasino, casa que se convertiría en modelo de la vida monástica de Occidente. Los monasterios hijos de Montecasino, hijos de San Benito, se esparcen por las ruinas del imperio, y de los bárbaros que amenazaban con destruir la huella cristiana surgen otros hijos de Abrahán, hijos de Cristo.

La regla de San Benito, que termina civilizando a los bárbaros, regula la vida monacal de manera tal que los monjes empiezan a vivir en un reino a medio camino entre el tiempo y la eternidad. Las horas canónicas rezadas en comunidad, eran algo como un canto permanente, extático, y perenne de la Creación al Dios que la creó; canto no agitado, tendiente a un éxtasis contemplativo, que iba participando del tiempo de los ángeles. En los monasterios benedictinos el tiempo como que pasaba más lento, haciendo que la acción del hombre viador se transformase en contemplación y perennidad.

Las acciones de esos hombres, su alabanza y su labora, tenían un eco que traspasaba las fronteras de esta vida y tocaban en el más allá, en la eternidad. Y la eternidad es grandeza, una grandeza que bañó toda la Edad Media, sin apagar la nota de ternura y cercanía que había traído el Niño Dios y María Santísima. Pero la cercanía del Cristo Humano no disminuía la percepción de su inmensidad. La Orden Benedictina era la fuente que mantenía esa presencia gigante de Dios, tan perceptible en el Antiguo Testamento, porque si la Edad Media era colorida, era también la Edad Media de Carlomagno, una especie de San Benito del orden temporal. Era la Edad Media los laúdes y los sombreros cónicos de las damas, pero también la Edad Media del Deus vult y de Godofredo de Buillon y la conquista del sepulcro de Jerusalén.

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Una Edad Media que hizo también a la belleza pequeña y hasta mimosa, de un San Luis delicado, pero grande con dos cruzadas crucificadas a sus espaldas; de un San Odilón que en lo menudo reportaba a la grandeza de cielo; de una Sainte Chapelle, delicado relicario pero embajada del gran cielo. La Edad Media era la síntesis de todo, era más que el espíritu de grandeza del Antiguo Testamento, era el espíritu de la Iglesia Católica, Apóstólica y Romana, síntesis de todo, resumen de todo, unidad en la variedad, variedad que podía llegar hasta los contrarios armónicos, desde la delicadeza de un vitral en filigrana, hasta la grandeza de Notre-Dame.

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Pero un día, también la Edad Media comenzó a cansarse de la grandeza… No es fácil mantenerse en la punta de los pies, admirando la grandeza de Dios.

Nuevos Moisés, nuevos Benitos

El resumen perfecto de lo que ocurrió, lo hizo Plinio Corrêa de Oliveira en su ensayo Revolución y Contra-Revolucion:

En el siglo XIV comienza a observarse, en la Europa cristiana, una transformación de mentalidad que a lo largo del siglo XV crece cada vez más en nitidez. El apetito de los placeres terrenos se va transformando en ansia. Las diversiones se van volviendo más frecuentes y suntuosas. (…) En los trajes, en las maneras, en el lenguaje, en la literatura y en el arte el anhelo creciente por una vida llena de deleites de la fantasía y de los sentidos va produciendo progresivas manifestaciones de sensualidad y molicie. Hay una paulatina mengua de la seriedad y de la austeridad de los antiguos tiempos”. La admiración a la cruz redentora va siendo olvidada, el amor al sacrificio por lo grande es minus valorado; la Caballería que había inspirado las mayores y desinteresadas gestas, se transforma en romántica y sentimental, pequeñaHasta en la propia orden benedictina, la embajadora de la grandeza, Dios tuvo que suscitar la reforma del císter y al gran San Bernardo, que predicasen contra la esclavitud de comportaba una vida regalada de mero deleite de los sentidos.

Era la maldita hiedra de la Revolución Tendencial, orgullosa y sensual, generadora del nivelador comunismo y de la pus del reino del amor libre, que iniciaba a enredar con sus ramas parásitas el árbol bendito de la grandeza medieval, rumbo a la utopía anárquica y sensual.

El mundo abandonaba la grandeza, la sacralidad, la humildad, la pureza, y las comenzaba a cambiar por el lodo del igualitarismo y las pasiones desbocadas.

Y ahora henos aquí, al final del proceso, en los estertores del cuerpo de lo que fue un día la magnífica civilización cristiana. ¿Estará todo acabado?, ¿habrá llegado el fin de los tiempos?

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Foto: Héctor Bermúdez / Unplash

La respuesta la dio la gran María, en 1917, a unos pequeños pastorcillos, en un mensaje que debía resonar en la grandeza de los cuatro rincones del mundo : “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”.

Algo va a pasar, algo está pasando. En medio de esta decadencia terrible, mayor que la del imperio de Roma, la Virgen hará que vuelva a triunfar su grandeza, la grandeza de su Inmaculado Corazón, uno solo con el de su Hijo. Y es casi forzoso que esto lo haga por medio de nuevos Moisés, de nuevos Benitos, que restauren esa ‘clave Benedictina’, a medio camino entre la tierra y la eternidad, ‘clave’ que esparcida por el mundo, haga de este mundo el pedazo grande de cielo que debe ser.

Nuevos Montecasinos, esparcidos por el orbe, al menos por el orbe que Dios quiera preservar de la estrepitosa ruina de un imperio.

Veni, Domine, veni, Domina, noli tardare

Por Saúl Castiblanco

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