¿La conversión de un alma se debe a su propio mérito o a la intervención de Dios?
Redacción (12/09/2022 12:14, Gaudium Press) En el transcurso de nuestro paso transitorio por esta vida, algo que la sabiduría humana jamás podrá comprender es el inmenso deseo que tiene Dios de salvar las almas.
Cuando se lee la biografía de la conversión de un alma que cargó con años de pecado, de una existencia transcurrida en el completo olvido de su Creador, a menudo se puede tener la impresión de que fue iniciativa suya reconocer las propias faltas, arrepentirse de ellas, y por lo tanto que ella tienen el mérito de su propia conversión.
¿Es esta la realidad?
El Evangelio de este 24º domingo del Tiempo Ordinario recoge algunas parábolas en las que el Divino Maestro transmite una enseñanza principal, hasta ahora desconocida para el pueblo elegido. Quería hacerle comprender que la justicia divina no es igual a la de un legislador intransigente que, enfurecido, castiga de inmediato la más mínima violación de la ley.
La mentalidad de la nación judía del Antiguo Testamento tendía a considerar el brazo justo de Dios mucho más – de hecho, en una visión equivocada – que su infinita Misericordia. Por eso, Jesús insiste en el amor de Dios por aquellas criaturas que, tristemente, están hundidas en el pecado, porque anhela más que ellas su conversión.
Dios se encuentra con el pecador
Rebosante de belleza es la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) tejida por Nuestro Señor, en la que cuenta la historia de un hijo que, habiendo dilapidado sus bienes en una vida desenfrenada, finalmente vuelve a la casa de su padre, arrepentido de ver su terrible estado, al punto de haber disputado a los cerdos las bellotas que les pertenecían. Tal hijo recibe – sin ningún mérito – el perdón y la acogida del padre, que además le prepara un banquete, matando un ternero cebado.
Sin duda, es una de las parábolas más hermosas de Jesús, pues refleja el amor y el deseo divino de perdonar al pecador, dándole a cambio una recompensa inconmensurable: su gracia y su reino celestial.
Pero hay un aspecto del amor de Dios que se encuentra también en las otras dos parábolas que recoge el Evangelio de ayer: una es la historia de aquella mujer que, habiendo encontrado su moneda perdida, invita a sus amigos a compartir su alegría. Otro, sin duda más significativo, es el del pastor que tiene cien ovejas, pero habiendo perdido una, vaga por montes y peñascos en busca de ella. Habiéndola recuperado, siente más alegría al verla y tenerla entre sus brazos que con todas las noventa y nueve que posee. Acerca de esta parábola, Jesús dirá:
“Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Lc 15, 7).
De aquí extraemos un principio: es Dios quien primero va al encuentro del pecador con su gracia, de lo contrario nunca nos arrepentiríamos.
Aún más, tal es su amor por los hombres que, incluso cuando nos busca y lo rechazamos, no se da por vencido con nosotros, ni disminuye su amor, como dice san Gregorio Magno: “Nosotros nos separamos de él, pero él no se separa de nosotros… […] Hemos dado nuestra espalda a nuestro Creador, y sin embargo Él nos tolera; estamos alejados de él con orgullo, pero él nos llama con gran bondad y, pudiendo castigarnos, también nos promete recompensas para que regresemos” [1].
En este sentido, un ejemplo: El Dr. Sam Alkinson, canadiense, gran orador racionalista y organizador socialista en el Canadá del siglo pasado.
Habiendo leído libros pseudocientíficos sobre el socialismo, describe haber llegado a una concepción histórica puramente materialista, considerando a Dios solo como una idea. Sin embargo, poco a poco confiesa cómo fue llevado a creer en la existencia de Dios y conducido al seno de la Santa Iglesia.
Su conversión tuvo lugar definitivamente cuando, un día, al ver con satisfacción y alegría las nuevas plantas de su jardín, preparadas con tanto esmero por él y su esposa durante varios días, se vieron expuestas a una terrible tormenta. Los vientos aullaban, la lluvia caía a cántaros, y ya estaba bastante seguro de que las nuevas plantas serían totalmente destruidas, pero cuál es su sorpresa, cuando después de la tormenta, encuentra el jardín y las plantas intactas.
Describe que en ese momento entendió que allí había un “milagro”, y que debía haber un legislador que está detrás de todo el universo; ¡y sólo puede ser Dios!
Sobre este hecho, aparentemente sencillo, pero que cambió su vida, él mismo dirá: “Sí, este es el mayor de todos los milagros. No fui yo quien mereció su amor. ¡Lo he ofendido tantas veces, he pecado contra Él tantas veces! Muchas otras lo traicioné. ¡Nunca lo habría encontrado si él no me hubiera buscado!” [2]
Entonces, ¿cuál debería ser nuestra actitud de alma pecadora? Dejarse cargar en las manos de Dios y no impedir estar en sus brazos. Así, en consonancia con el Dr. Sam Alkinson, podemos decir:
“Al verme cobijado en los brazos de la Iglesia, todos mis deseos quedaron satisfechos. Encontré en ella lo que necesitaba. ¿La paz? Sí, pero más aún, la verdad. ¿La felicidad? Sí, pero más aún, la verdadera vida. ¿La Libertad? Sí, pero más aún, el espíritu de renuncia, que da mayor valor a la libertad de los demás. ¿La satisfacción? Sí, pero a través del sacrificio. En la Iglesia católica me di cuenta de lo pequeño que soy y de lo grande que es nuestro Redentor” [3].
Por Guillermo Motta
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[1] SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L. II, hom. 14, n. 17. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p. 722.
[2] LAMPING, Severin. Homens que regressam à Igreja. Critério: São Paulo, 1952, p. 250.
[3] Idem, p. 251
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