Dios una vez hizo llover pan del cielo; estos signos finalmente se hicieron realidad cuando se proclamó el “Pan de la Vida”.
Redacción (29/07/2024, Gaudium Press) Impresiona constatar cómo la Divina Providencia dispuso los hechos de tal manera que se le diera el máximo énfasis al milagro de la multiplicación de los panes, narrado en el Evangelio de ayer, XVII Domingo del Tiempo Ordinario.
Por un lado, la multitud era realmente inmensa. El Evangelio de San Juan dice que eran unos cinco mil hombres. Sin embargo, cabe señalar que en aquella época no era costumbre contar a mujeres ni a niños. Así, los estudiosos calculan un número aproximado de treinta mil personas. El hecho de que San Juan mencione la proximidad de la fiesta de Pascua refuerza aún más la numerosa audiencia, ya que la ocasión atrajo a judíos del norte a Cafarnaúm, lugar cercano a donde estaba Jesús, como punto de parada antes de llegar a Jerusalén.
Por otra parte, los demás evangelistas registraron detalles que demuestran el dramatismo de la situación: era tarde, el sol estaba a punto de ponerse y el lugar estaba desierto. Por tanto, considerando que la vida social prácticamente había terminado tras el itinerario solar, la comida de la tarde se veía comprometida.
Además, cuando Felipe responde que ni siquiera doscientos denarios bastarían para dar a cada uno un trozo de pan, podemos conjeturar que la provisión de alimentos también estaba fuera del alcance de los discípulos.
Para todos quedó claro que no había una solución humana.
“Uno de los discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo: ‘Aquí hay un niño con cinco panes de cebada y dos peces. ¿Pero qué es esto para tanta gente?’” (Jn 6, 8-9)
Lo más probable es que San Andrés fuera consciente del milagro realizado siglos antes por el profeta Eliseo cuando multiplicó veinte panes para cien personas, como recoge la primera lectura de esa liturgia dominical. Y los discípulos ya habían probado el poder de Nuestro Señor sobre la naturaleza cuando, por ejemplo, transformó el agua en vino en las bodas de Caná.
“Jesús dijo: ‘Haced sentar al pueblo’” (Jn 6, 10)
Salta a los ojos el aprecio que Jesús dedica al orden. Inclinados por el instinto natural a asegurar el sustento de ellos mismos y de sus más cercanos, no sería difícil que en el momento siguiente al milagro desembocara en una caótica disputa por el respectivo trozo de pan.
Haciendo sentarse a la multitud, Nuestro Señor insinuó una jerarquía de valores en la que el orden no excluye la satisfacción de las necesidades naturales, sino que la precede.
De esta forma, transmitía un estado de ánimo de calma y paz. Esta paz, como enseña San Agustín [1], consiste en la tranquilidad del orden. El Salvador prefiguró con esto la ordenación del alma para recibir el Pan de la Vida.
“Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió entre los que estaban sentados, cuanto quisieron. Y lo mismo hizo con los peces” (Jn 6, 11)
Los grandes acontecimientos deben prepararse con signos y prefiguraciones con mayor antecedencia y grandeza cuanto más importantes sean.
Dios una vez hizo llover pan del cielo. En ese momento, el Verbo Encarnado los multiplicó en generosas cantidades. Finalmente había llegado la hora de la realización de tales señales. La continuación del capítulo 6 del Evangelio de San Juan revela uno de los deseos más ardientes del Hijo de Dios, el de ser Pan de Vida, [2] para llevar vida eterna a quienes lo consumen.
Nuestra obligación
Ante tan gran manifestación de la bondad y condescendencia de Dios al hacerse alimento para nuestra salvación, surge una pregunta: ¿cuál es nuestro deber?
La respuesta nos la da el Apóstol en su epístola a los Efesios, leída en la segunda lectura de esta liturgia. Debemos llevar una vida digna de la vocación a la que estamos llamados. Ahora, invitados a participar del sagrado banquete de la Eucaristía, no hay nada más santo y digno que vivir con Dios al recibir la sagrada comunión.
Así como sería una ofensa recibir una visita importante en nuestro hogar sin que esté debidamente ordenada, es mucho peor recibir al mismo Dios con el alma en estado de pecado.
Lo afirma san Pablo cuando escribe a los Corintios: “Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor” [3].
Roguemos, pues, humildemente a Nuestra Señora, la Virgen, que nunca nos permita incurrir en el sacrilegio de recibir el Santísimo Cuerpo del Señor con el alma manchada por el pecado. Que Ella nos conduzca nuevamente a la amistad con Dios cada vez que, por alguna desgracia, lo ofendamos, y nos llene de un santo deseo de recibir el Pan de Vida con la mayor frecuencia posible, hasta el momento en que cerremos los ojos a este mundo y los abramos a la vida verdadera, la vida eterna.
Por Rodrigo Siqueira
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[1] Cf. AGUSTÍN DE HIPONA, San. A Cidade de Deus. XIX, 13, 1. Edição digital. Petrópolis: Vozes, 2017, p. 573.
[2] Jn 6,35.
[3] 1 Cor 11, 27.
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