La envidia es la más baja, la más odiosa, la más vituperada de todas las pasiones, dice Bossuet.
Redacción (17/02/2024 09:44, Gaudium Press) Dice Bossuet —el gran orador del tiempo de Luis XIV— que la envidia está tan extendida en el género humano como la sangre en las venas de los hijos de Adán:
“La envidia es la más baja, la más odiosa, la más vituperada de todas las pasiones, dice Bossuet; pero tal vez la más común y aquella de quien pocas almas se hallan enteramente puras”, recuerda el gran Cornelio a Lápide. (1) Pone de presente por lo demás el sabio Cornelio, que uno de los vicios que más caracterizaron a los grandes enemigos de Jesucristo, los fariseos, era la envidia.
Que es como el óxido que consume el hierro del que ha salido; que la envidia es el verdugo del hombre envidioso, dice el Crisóstomo, que atormenta el espíritu, que crucifica el alma, que corrompe el corazón; que ese tormento por la felicidad de otros se constituye en un suplicio sin término, todo eso nos recuerda el docto sacerdote jesuita Cornelio a Lapide, quien también sentencia que “el envidioso tiene los ojos enfermos; todo lo que es brillante y hermoso, le ofende y daña; está agitado, atormentado por la gloria y la virtud de los demás”.
La envidia es como si uno viviera en el Paraíso y estuviera ciego a las maravillas que ahí se encuentran, desde el Árbol de la Vida hasta al propio Dios que allí bajaba en las tardes para conversar: el envidioso es ciego a la manifestación de Dios en el Orden de la Creación, y en eso está su mayor falta, porque es como Dios diciendo ‘glorifícame en mis obras’ y el hombre volteando sus espaldas con rabia, en el fondo rabia a Dios. Se ve por ahí como la envidia participa de la soberbia, y de la soberbia de Lucifer.
Pero aquí queremos hablar sobre todo de la actitud contraria a la envidia, que es la admiración.
La envidia: como se origina
Antes, contemos un poco del proceso psicológico de la envidia, para poderla bien atacar.
Explicaba un día Mons. João Clá, fundador de los Heraldos del Evangelio, que ante un objeto o persona con una cualidad especial o eminente, el primer movimiento del alma —un alma que no esté completamente consumida y carcomida por la envidia— no es la envidia sino la admiración: ad miramos, miramos hacia esa cualidad y en el alma se produce un placer, pues hemos hallado un bien, y nuestra voluntad esta ‘fabricada’ para amar el bien. Pero de forma casi automática, con frecuencia de manera subconsciente, viene la comparación: ‘¿yo poseo ese ser que me causó admiración? ¿tengo esa cualidad que tanto me llamó la atención?’
La respuesta a las anteriores preguntas puede ser un ‘sí’ o un ‘no’, aunque con frecuencia es un no, pues normalmente el ser o cualidad admirable es superior a lo que poseemos y por eso nos llamó la atención: ‘no, no poseo esa cualidad’. Y ahí viene el problema.
Porque el no poseer un bien —yo que por estructura psicológica soy deseoso del bien total— es algo que me causa un displacer, y ese displacer se puede transformar en odio a ese bien o al poseedor de ese bien.
La cura del inmundo vicio de la envidia
Entonces ¿cuál es la cura de la envidia?
Es ‘simple’, pero como para todas las cosas de la vida espiritual, lo primero es invocar la gracia de Dios —mejor si es por medio de la Virgen— para que nos ayude, porque sin la gracia no hay nada:
Cuando sintamos ese displacer por no poseer el bien que estamos contemplando, debemos decirnos a nosotros mismos que ese sentimiento debe ser corregido, que no debe ser así, que es el propio Dios quien está presente en esa superioridad, en esa perfección, y que debemos amar a Dios en ella, generosamente, aunque no nos pertenezca.
Debemos recordar que en esta vida no estamos llamados a poseer todos los bienes que se nos antoje, pero que cuando contemplamos una cualidad con generosidad y sin egoísmo, ahí sí se opera eso de misterioso-real, y es que de alguna manera por medio de la admiración esta cualidad viene a nosotros.
Debemos incentivar el placer que esa cualidad superior o ser nos causó al inicio, porque ese es el mejor movimiento del alma, el más puro e inocente, el que verdaderamente se enmarca en el amor de Dios. Y detenernos ahí, evitando la comparación, luchando contra la comparación, incluso aunque esta sea subconsciente, pues la comparación es la autopista que nos lleva a la destructora envidia.
Si alguna vez nos es permitida una comparación, es con aquello de virtuoso que deberíamos ser y no somos, decía el prof. Plinio Côrrea de Oliveira.
Y para más incentivarnos a recorrer los luminosos senderos de la admiración, veamos algunos de los beneficios que de ahí se siguen:
-Toda cualidad, y más si es eminente, es una participación de la perfección de Dios. Admirándola y amándola amamos a Dios, y con eso atraemos más bendiciones de Dios, que se ve honrado por nosotros de esa manera.
-La admiración nos hace amables a las personas, pues los demás, viéndose bien considerados por nosotros, querrán nuestra compañía. La envidia por el contrario, tiende a aislarnos en la cárcel de la soledad y de la amargura.
-Cuando adquirimos el hábito de la admiración, hemos encontrado un verdadero tesoro de felicidad, pues aunque esta vida está llena de decepciones, también está plena de manifestaciones de Dios en las perfecciones de sus seres, y en su admiración habremos encontrado un abundantísimo manantial de sano gozo.
Así, al ver un lindo palacio, seremos felices aunque no sea nuestro. Al contemplar un orador eminente, un genio, o una persona elegante, seremos felices y no atormentados, pues estaremos contemplando a Dios, que es quien nuestra alma reclama con todas sus ansias.
Por Carlos Castro
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(1) Tesoros de Cornelio a Lapide, 2 – Extracto de los comentarios de este célebre autor sobre la Sagrada Escritura, por el Abate Barbier. Traducción al español de la segunda edición francesa. Tomo primero. Librerías de don Miguel Olamendi, de don Eusebio Aguado, de don Leocadio López, y de don Francisco Lizcano. Madrid. 1866. p. 123.
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