“Un día en las calles de su natal San Pablo el Dr. Plinio vio un caballito de esos que arrastran carretas, por lo general zurrados…”
Redacción (28/02/2024, Gaudium Press) Varias veces el prof. Plinio Corrêa de Oliveira en encuentros coloquiales o en reuniones, expresaba a discípulos o contertulios que él, a ejemplo de su virtuosa madre doña Lucilia, se contentaba con poco, es decir, que lo poco de bueno que la vida le ofrecía y Dios le daba, a él causaba una felicidad profunda que lo satisfacía y le ayudaba a soportar las duras cargas que pesaban sobre sus hombros.
Lo anterior es una razón para que nosotros –hijos de este mundo de locos que corren detrás de los grandes placeres, de las gigantes promociones y de las incandescentes explosiones de las redes sociales– nos sumerjamos en las profundidades de su fecunda alma y descubramos cómo en medio de los sacrificios y las luchas, él hacía que morase allí la felicidad y la paz. Lo que el Dr. Plinio estaba diciendo es que con ‘poco’ él vivía feliz y en paz, en la medida en que eso es posible en este valle de lágrimas.
Es claro, lo principal es que él era un hombre que buscaba y practicaba la virtud, y nada descansa más, como almohada de fina pluma, que una conciencia tranquila. Pero también es importante saber cómo este “poco” en su alma contemplativa se transformaba en mucho: he aquí el secreto de la cosa.
Un día en las calles de su natal San Pablo el Dr. Plinio vio un caballito de esos que arrastran carretas, por lo general zurrados, con frecuencia no bien alimentados, pero que siguen tirando de su carga con decisión, sin rebeldía, con resignación y constancia, y se dijo a sí mismo y luego a sus circundantes que él se parecía a ese caballito, que se contentaba con lo poco que le daban y luego cumplía sus deberes sin revuelta, sin rumiar amargado en lo tanto que sufría.
La visión del caballito lo distrajo, lo encantó, lo sustentó en su posición, fue como que una revelación confirmatoria y sonriente de Dios, de cuánto lo alegraba tener un hijo así en esta Tierra.
Contaba también el Dr. Plinio cómo su madre, la dulce doña Lucilia, manifestaba siempre la mayor gratitud por la menor atención que se le hiciese –un ramo de flores, unos pastelitos con los que fuera obsequiada– y cómo esa gratitud iluminaba de claridad su día, luz que ella hacía extensiva a todo el convivio familiar. Si le regalaban unas flores, ella repetiría la descripción de cómo eran, su particular belleza y la alegría que le habían producido. Ella también, se contentaba con poco y se alegraba mucho con ese poco.
Hemos traído este tema a colación, porque cada vez más se difunde la noción de que si no tenemos un viaje programado en este año a Dubai, o adonde sea, pues no podemos ser felices. De que si no tenemos una actividad hiper excitante o especial cada semana, casi a diario, nos debería invadir la tristeza existencial, premonitoria de la depresión. (Lo cierto es que algunos van a Dubai, y poco tiempo después están más tristes…)
No estamos hablando en contra de un viaje de descanso al exterior, o a cualquier villarejo cercano a nuestra ciudad; estamos hablando de donde y cómo procuramos felicidad.
Y sí, como dice el refrán secular, el asunto no está tanto en la cosa cuanto en los ojos que miran la cosa, en el alma de la persona que la vive.
El Dr. Plinio, doña Lucilia y las almas con grandeza transforman eso poco en mucho, en muchísimo, pues de la observación de un caballito extraen lo mejor, sacan una enseñanza moral, disfrutan de un consuelo, hacen analogías, y pueden subir y subir y llegar hasta la Divinidad, pues si mal no recuerdo, el Dr. Plinio a partir de ese caballito peregrinó hasta a la comparación con Nuestro Señor Jesucristo, que sí, se encantaba con la insigne rectitud de San Bartolomé, admiraba gigantes como Juan el Bautista, pero también se deleitaba y extraía lo mejor de las cosas pequeñas como un lirio del campo, o la forma como la gallina cuida a sus pollitos.
Pero es que las almas grandes hacen grandes las cosas pequeñas.
Sin negar que hay una clara jerarquía en los seres, y que algunos tienen cualidades eminentes y otros no tanto, es del caso decir que toda la Creación bien vista –desde la hormiguita, la oruga, a veces el pedregullo– puede servirnos de escalera para subir al infinito. Pero la escalera es más el alma de quien contempla y no la cosa contemplada. El asunto no es tanto conseguir dinero para viajar a Europa, sino conseguir un alma habilitada para viajar desde la Creación hasta el Cielo Empireo.
Se admira uno, y con razón, de ciertos animales especialmente bellos, como un cisne o un pavo real que despliega en momentos felices su cola de fuegos de artificio, casi encandilando nuestra capacidad de visión y de belleza. Pero mucho más admirable que un pavo real es cualquier sencillo hombre, que es capaz de transformar sus sensaciones en ideas inmateriales, eternas, que es posibilidad de amar a Dios al punto de alcanzar la santidad y con ella cambiar la Historia.
Pero ocurre que para encontrar la belleza de ciertos seres debemos contemplar, debemos pensar, debemos escudriñar, mientras que en otros su belleza es claramente perceptible por nuestra sensibilidad, sin uso de la inteligencia o la voluntad.
Entre tanto, las más profundas felicidades vienen no solo de la percepción sensible, sino cuando a esta se le suma la observación atenta y la reflexión, algo que es más propio del uso del alma que del mero objeto observado. Por ejemplo, del análisis del porqué tuve una especial alegría cuando escuché esa aria y no otra en la voz de tal artista y no de tal otra. El mero placer sensible de esa música sería como un perfume que se evapora fácilmente al calor del sol, si no reflexionamos en profundidad qué dice esa aria, cuál es el mensaje propio no solo de la letra sino de la música, qué matiz o luz particular le dio la voz y la personalidad de tal artista. Por qué me gusta para ciertas cosas más Plácido Domingo, para otras Carreras y para otras Pavarotti, o cuál es el matiz propio y especial de Rolando Villazón o Anna Netrebko que le da una belleza propia y particular a lo que canta, una belleza que termina siendo una participación divina.
Pues, al final, todos los seres, inertes o con vida, racionales o no, traen un ‘mensaje de Dios’. Pero ese mensaje, que a veces viene recubierto en dorado papel regalo, está sobre todo en el interior, es un tesoro que hay que buscar con la pala de la razón iluminada por la fe, si queremos realmente conocerlo y valorarlo.
Pidamos para ello la gracia de Dios, que también nos auxilia en este encontrar el sereno y profundo consuelo que nos pueden aportar las grandes o pequeñas maravillas de la Creación.
Por Saúl Castiblanco
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