La bella realidad está más en el alma del poeta que en la realidad real. Tras las huellas de un sacerdote poeta.
Redacción (04/10/2021 22:49, Gaudium Press) En estos días de coronavirus, de velocidades infinitas y de Pandora Papers, descansemos un tanto del tanto desasosiego y hablemos de las poesías y los poetas.
El tema no será frívolo, ni baladí, ni mucho menos; lo prometemos.
Ocurrió que recorriendo las amenas páginas de una antología de poesía hispanoamericana (1) tuvimos la alegría de depararnos con un jesuita poeta del S. XVII, que en nuestra ignorancia literaria y jactanciosa de milennial, palmariamente desconocíamos: el P. Hernando Domínguez Camargo, bogotano, jesuita primero, sacerdote secular después.
Esta antología recoge un fácil y trascendente de sus poemas, donde compara un espumoso arroyo con un bello y brioso potro, versos esos titulados “A un salto por donde se despeña el arroyo de Chillo”.
Tras degustarlo con emoción, y para confirmar una que ya no era una intuición – de que el 90% de la belleza del arroyo de Chillo se hallaba en el alma del poeta, y el 10% en el arroyo – nos dispusimos a hacer una rápida y ‘exhaustiva’ investigación en Google: “arroyo chillo” (click), ‘Imágenes’ (click)… pero después de tan agobiante esfuerzo, nada… las dos primeras fotos del sabiondo Google Images Search fueron dibujos que ya se introducían en las metáforas del poema, la primera figurando un brioso corcel rodeado de aguas turbulentas. Luego otro dibujo parecido, y luego, cualquier cosa, pero ninguna foto del bendito arroyo de Chillo.
No obstante no cejamos, insistimos, en verdad queríamos conocer como era el arroyo del Chillo.
Llegamos luego en nuestra ‘investigación’ hasta un examen literario de ese romance – parece que sí éramos bien ignorantes, pues Domínguez Camargo es bastante conocido, nos lo dijo también el sabiondo Google Search – análisis realizado esta vez por una especialista. Y ya en la introducción nos enteramos que el Chillo era o es un arroyo ecuatoriano, y páginas más adelante que era el arroyo de una hacienda, la finca de Chillo, ubicada en la religiosa y señorial Quito.
Aunque no habíamos logrado llegar a la foto que reclamaba nuestra pertenencia a la ‘generación de la imagen’, sí pudimos hacernos una representación mental que creemos bastante real de un riachuelo de esos muchos que surcan saltarines las fértiles planicies andinas, riachuelo que en un momento encontraba una caída tanto o más pronunciada, que en la mente del sacerdote-poeta se transformaba en gran despeñadero, por donde se desbocaban sin remisión ni consuelo las agitadas aguas del límpido caudal.
Para quien ha vivido en los altiplanos de los Andes, esas corrientes de agua son más que comunes, muchas veces las hemos visto, tal vez hasta pescado en ellas; pero después de leer el poema, se impuso lapidaria la dura constatación, con sabor a problema de conciencia: “Cuantas veces usted ha visto esos arroyos y ríos más bellos que el de Chillo, pero en el fondo tiene un alma tan materializada, tan embadurnada por la grasa de los criterios mecánicos de este fin de época, que no pudo y supo contemplar la belleza ahí, presente, trasparente y subyacente, que por el favor de la Virgen un feliz día un clérigo poeta de hace cuatro siglos, bien le develó y su alma purificó”.
“Corre arrogante un arroyo / por entre peñas y riscos / que, enjaezado de perlas / es un potro cristalino”, comienza el poeta. “Es el pelo de su cuerpo / de aljófar (perlas irregulares y pequeñas), tan claro y limpio/ que por cogerle los pelos / le almohazan verdes mirtos”, continúa.
– De hecho, los arroyos con fuertes corrientes y piedras, pueden ser arrogantes, son briosos. Y los rayos del sol descubren en el arroyo perlas vivas que brillan cual estrellas. Y el verde de las ramas de las orillas, sí tendría deseo de abrazar esas estrellas, como mirtos que envuelven afectuosos una blanca y frondosa crin cabellera, nos dijimos.
– Pero no, el señor ha pasado 10.000 veces por esos arroyos, en ellos se ha salpicado, jugado y alimentado, y lo máximo que atina a decir es algo fofo e insulso tal como ‘agua fresca y clara para calmar la sed, o buscar una trucha’.
“Cíñele el pecho un pretal (correa) / de cascabeles tan ricos / que si no son cisnes de oro / son ruiseñores de vidrio”… y así sigue el poeta.
Qué rica, qué encantadora, qué trascendente, qué hondamente placentera es incluso la sencilla realidad, cuando se la mira con ojos de buen poeta (no romántico, sino de trascendencia). Qué triste se vuelve hasta el Taj Mahal, cuando quien lo contempla, tiene en los ojos hollín, de ese que sale del motor de levas…
Que la Virgen nos restaure, en la cristalina inocencia, Ella que en el cielo es, también, la Reina de los Poetas.
Por Saúl Castiblanco
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1 Jaime García Maffla (Compilador). Antología de poesía colombiana e hispanoamericana. 5ta. Reimpresión. Ed. Panamericana. Bogotá. 2003.
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