¿Cómo habrá sido el ambiente sobrenatural que envolvió el acontecimiento más importante de la Historia?
Redacción (24/12/2024 15:07, Gaudium Press) Con relación al nacimiento de Jesús podemos decir que la escena más hermosa que podamos imaginar siempre será inferior a lo que de hecho ocurrió, porque nuestra mente jamás alcanzará la plenitud infinita de la inteligencia divina que lo planeó todo de la forma más perfecta. Sería una blasfemia pensar que Dios Padre, habiendo proyectado desde toda la eternidad la venida de su Hijo al mundo, hubiera sido descuidado.
Cabe aquí otra pregunta: ¿Por qué eligió entonces una gruta? Dios quiso dejar muy claro, para beneficio de la humanidad y gloria de su Unigénito, el contraste entre los aspectos humanos y los divinos de la Navidad, con la finalidad de evitar que prestásemos más atención en aquellos que en éstos. Nuestra naturaleza se volvió tan ruda después del pecado original que si el Niño Jesús hubiera nacido en un palacio suntuoso mucha gente se detendría a admirar el edificio, relegando al Salvador a un segundo plano. La gruta, el buey y la mula, e incluso la ausencia de testigos, aparte de María y José, fueron elementos providenciales para hacer brillar de modo especial la divinidad de Cristo.
María y José en la expectativa de la llegada del Niño Dios
Como no existe una descripción más detallada de la escena, nos es permitido componerla sirviéndonos de nuestra imaginación. Meditemos sobre San José, un varón asistido por gracias especialísimas, inherentes a su elevada misión y, tal vez, también por el discernimiento de los espíritus. En cierto momento percibe que María está entrando en contemplación y que, poco a poco, se va desprendiendo de la sensibilidad terrena. En este extraordinario recogimiento, se abstrae de todas las cosas de su alrededor: lo mismo podía ser una gruta como un palacio, una cuna de oro o un pesebre. Lo importante era, eso sí, la divinidad del Niño que estaba en su seno purísimo y en contacto con Ella, diciéndole, casi lamentándose, que en breve abandonaría tan amado tabernáculo para reposar en sus brazos virginales. Claro está, Él nunca cesará después de favorecerla y de tener un altísimo relacionamiento con Ella.
Así, envuelta cada vez más en el misterio de la Encarnación y nacimiento del Verbo Eterno —uno de los principales misterios de nuestra fe—, la Santísima Virgen está ansiosa por ver la fisionomía de Dios hecho hombre, e iba a ser la única criatura sobre la faz de la tierra que podrá llamarlo Hijo y, al mismo tiempo, adorarlo con todas las fuerzas de su alma. También es la única Madre que puede hacer esto con relación a su propio Hijo sin caer en la idolatría, y hasta, por el contrario, como acto de perfección. Dice San Lorenzo de Brindis, que «Dios exaltó a María no sólo por encima de todas las criaturas terrenas y celestes, sobre los ángeles y los hombres; sino que, incluso si Él hubiese de crear un número indefinido de otros espíritus sublimes, superiores incluso a los querubines y serafines, en esta misma hipótesis, María Virgen, por el hecho de ser Esposa de Dios y Madre de Cristo, todavía continuaría siendo superior con mucho a todos ellos».7 En vista de esto, la adoración tributada por la Virgen al Niño Jesús en el primer instante en que su mirada posó sobre Él, fue mayor que la suma de todos los actos de adoración prestados por el conjunto de los ángeles y de los bienaventurados y por los hombres en el curso de la Historia, hasta el final de los tiempos.
Cabe conjeturar que todo eso habría creado un clima tan elevado dentro de la gruta, que las lámparas materiales dispuestas para iluminar el ambiente se habrían vuelto inútiles… De la Virgen Santísima debía emanar una luz indescriptible.
San José contempla, lleno de júbilo, aquella luz que, tenue al principio, aumentaba de intensidad. Entiende perfectamente, en virtud de su incomparable fe, que el Creador del sol y de las estrellas no podía nacer en las tinieblas. Cristo es la Luz que viene al mundo, y aun en el claustro materno de María, ilumina la gruta como si allí brillase el sol del mediodía. Por cierto, tal vez sea ésa una de las razones por las que la gruta fue un elemento indispensable… para contener algo de ese fulgor, porque de lo contrario causaría asombro en todo el orbe. Y San José se queda tan encantado y entusiasmado, tan arrebatado por gracias eficaces, que, a semejanza de su esposa santísima, ya no se preocupa con las circunstancias precarias que lo circundan.
Y si los ángeles cantaron a los pastores, ¿por qué no lo harían también con San José cuando nació el Niño Jesús? ¡Es evidente que así habría sido! Y si Jesús le prometió a Natanael: «Veréis el Cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1, 51), ¿por qué San José no habría de ver los coros angélicos uniendo la gruta con el Cielo?
Podríamos extendernos a través de infinitas páginas elaborando consideraciones sobre la vigilia de aquella primera Navidad, cuando María Santísima y San José se preparaban para acoger al Niño Dios. Para concluir nuestra meditación, reflexionemos en los efectos producidos por ese acontecimiento inigualable.
Él nos trajo la salvación
Muy significativo es el pensamiento que nos sugiere el Apóstol en la Epístola a Tito (Tit 2, 11-14): «Pues se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (2, 11). Si, por un lado, es difícil que nos hagamos una idea acertada de la situación de la humanidad antes de la Encarnación del Verbo, por otro, basta tener la experiencia de la acción de la gracia para concebir que, por el simple hecho de nacer, Cristo otorgó al mundo un beneficio incalculable. Al analizar la Historia comprobamos cuán eficaz es la influencia de un santo en la sociedad. Ahora bien, qué habrá significado el nacimiento del Santo con «S» mayúscula, Santo por esencia, Dios, Creador y Redentor nuestro. Si Jesús ofreciese al Padre una sonrisa, un movimiento del brazo, un pestañear o un acto de voluntad en reparación de nuestros pecados, sería suficiente para operar la Redención. Por eso, la llegada del Salvador, en sí, rasgó la obra de Satanás, que dominaba la Antigüedad, y reprimió la proyección que el mal tenía sobre la tierra hasta ese momento, como bien observa San Andrés de Creta: «El que, por su naturaleza, es misericordioso determinó justamente que su Hijo unigénito se manifestara con nuestra propia naturaleza, para condenar a nuestro adversario».
Jesús nos fortalece para que cambiemos de vida
San Pablo subraya el papel de la gracia que Jesús ha traído: «enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2, 12-13). En el original griego, el verbo enseñar posee una connotación que va más allá del concepto de la mera transmisión de una doctrina, e incluye también la noción de dar fuerza, de infundir la capacidad de practicar lo que se aprendió, a la manera del águila cuando entrena a sus crías para el vuelo. La enseñanza que da la gracia penetra con vigor en lo más profundo del alma y, al hacernos amar lo que entendemos, nos vuelve aptos para practicarlo. Por lo tanto, nuestra inteligencia no puede abarcar esa mudanza que Jesús introdujo en la faz de la tierra. Necesitaríamos ojos divinos para contemplar todo el proceso histórico después del pecado original, desde Adán y Eva hasta el nacimiento del Redentor, y, a partir de aquí, la irradiación de la gracia, enseñando e infundiendo fortaleza a las personas para cambiar de mentalidad. No es diferente lo que el Apóstol resalta: «El cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras» (Tit 2, 14).
La victoria comprada por el Niño Jesús al nacer en Belén
En este siglo XXI, en donde el mal se muestra con ostentación en la cúspide del mundo y prolifera con un dinamismo y delirio avasallador, Jesús continúa realizando su misión, pues a su obra no se le aplican las leyes de la botánica, en las que, plantada la semilla, el vegetal crece, da frutos y, completado su desarrollo, comienza a mustiarse. En el árbol divino plantado por el Salvador, o sea, la Iglesia, siempre brotarán nuevas maravillas, y cada vez más potentes. La terrible decadencia que hoy constatamos en la humanidad es para nosotros un signo de que habrá en nuestros días una gran manifestación del poder de Dios, sin precedentes en la Historia. La Redención obrada en el Calvario producirá ahora frutos más excelentes y numerosos que en la época en que fue consumada.
Ésta es la impostación de alma con la que debemos considerar la Navidad: mucha esperanza —y, por qué no decirlo, ¡certeza!— de que el Niño Jesús quiere concedernos a cada uno de nosotros la fuerza para abrazar el bien. Por consiguiente, no nos preocupemos con nuestra flaqueza, porque cuanto mayor sea, mayor será su acción sobre nosotros. Somos un campo donde Jesucristo va a demostrar su poder. Cuando observamos al Divino Infante representado en los belenes, vemos por un lado la debilidad de la naturaleza humana y, por otro, su omnipotencia. Lo mismo nosotros: somos un receptáculo del poder de Dios que se manifiesta, sobre todo, en nuestra miseria y en nuestro nada. Llenémonos, entonces, de júbilo y confiemos en la voz del ángel que proclama: «Os anuncio una buena noticia».
(Texto extraído, con adaptaciones, de Revista Heraldos del Evangelio n. 240, diciembre de 2021. Por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP.)
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