“Dios añadió: ‘Este será el signo de la alianza que establezco con ustedes y con todos los seres vivientes que les rodean, para todos los tiempos futuros. Yo pongo mi arco en las nubes, como un signo de mi alianza con la tierra’” (Gn 9, 12-13).
Redacción (06/12/2024 10:39, Gaudium Press) Había un rey muy poderoso y los dominios de su reino se extendían a toda la tierra que alcanzaban los ojos, y un poco más allá. Lo que más se destacaba era su palacio, que se podía ver desde lejos y era admirado por todos.
El reino pasó por muchas pruebas, enfrentó guerras y revueltas, traiciones y motines, fue gobernado por reyes buenos y reyes malos, pero sobrevivió al tiempo y a todas las tormentas.
Existía la creencia de que aquel era un reino indestructible, creencia que se mostraba verdadera, porque, incluso cuando tuvo reyes pésimos, el reino no se deshizo.
Este reino tenía muchos súbditos y, para mantener el control sobre esta inmensidad de personas, era necesario contar con la ayuda de hombres nobles, quienes, en un principio, permanecían en perfecta armonía con el soberano, lo que garantizaba que todos vivieran en perfecta paz.
Un cuerpo en armonía
De vez en cuando, uno o algunos de estos nobles no fueron tan dedicados como se esperaba. Sus actitudes u omisiones amenazaban partes del reino, ya fuera por actos de revuelta, descuido o por querer obtener ventajas personales indebidas.
La larga supervivencia de este reino se debió a que existía un acuerdo: todos los que vivieran bajo su dominio verían reconocida su importancia, ejerciendo de la mejor manera el don que les fue otorgado al nacer.
Se podría decir que toda esa inmensidad de personas formaba un verdadero cuerpo, cada uno con su propia función, como en un cuerpo humano están la pierna, el brazo, el estómago, el hígado, el pie.
Para que el orden perfecto fuese mantenido debía haber, ante todo, una genuina admiración por el papel que cada uno desempeñaba, manteniendo así la interdependencia entre todos. Cada uno reconocía su lugar exacto y se sometía voluntariamente a la subordinación jerárquica.
Un rayo, señal del cielo
De tiempo en tiempo, la vida de un rey se apagaba, pero en cuanto adormecía era sustituido por un sucesor, y todos los que portaban la noble corona de la realeza sabían que el papel fundamental de su reinado era vivir un amor genuino por su pueblo y mantenerlo unido y firme en su propósito: la supervivencia, el progreso, la seguridad del reino y sobre todo el bien espiritual de todos.
Por encima de este reino, había un reino más grande, que cubría toda la Tierra, con sus valles, montañas, bosques, mares y ríos, y el reino más pequeño le debía vasallaje.
Una vez, un rey de muchos conocimientos, que encontraba en sus estudios su fuente de alegría, habiendo estado mucho tiempo en el trono, comenzó a sentirse cansado e incómodo con el comportamiento de algunos de los encargados de ayudarlo.
Incluso hubo quienes hablaron de la existencia de una conspiración secreta que comprometía la autoridad del rey, pero es posible que se tratara simplemente de falacias que circulaban por los pasillos reales.
Lo cierto es que el anciano rey se sentía cada vez más cansado y desanimado, hasta el día en que llamó a sus subordinados y les advirtió que ya no reinaría.
Por un lado, conmoción; por el otro, sorpresa. No hubo otro asunto de un lado al otro del reino, y el caso fue tan sorprendente que, incluso en otros reinos y culturas lejanas, se difundió la triste noticia.
Fue así, en una noche oscura de la historia, cuando el tiempo parecía suspendido y los súbditos intentaban comprender qué estaba pasando, el cielo se iluminó con un rayo que parecía apuntar al centro de la cúpula del castillo. Muy rápido, pero aterrador.
Llegada de un nuevo rey
El nuevo rey se instaló. En poco tiempo se hizo popular entre muchos y el rey anterior, recluido en su silencio, era cada vez menos recordado.
Se produjeron algunos cambios, se sellaron algunos acuerdos de paz con reinos lejanos y la vida continuó.
Había, sin embargo, un súbdito cuya presencia parecía molestar al rey. No ocupaba una posición de destaque, pero tenía una cualidad muy especial: amaba ese reino casi más que a su vida misma, y por eso enseñó a sus hijos a amarlo también, sirviéndolo y dando la vida, si fuera necesario.
Era un ejemplo de amor y celo tan grande que inspiró a muchas personas a amar también así.
Esta enorme dedicación fue notada por la Reina, quien, sin desmerecer a su majestad, siempre que podía, favorecía a su fiel súbdito con uno u otro favor.
La función de aquel buen hombre era mantener limpias las ventanas del castillo, pero lo hacía con tanta dedicación que, en ocasiones, los cristales ni siquiera eran visibles de lo limpios que estaban, dejando entrar la luz sin ningún obstáculo.
Un siervo que incomodaba…
Sin embargo, cuanto más él y sus dedicados hijos se esmeraban por mantener las ventanas relucientes, más el rey se incomodaba y comenzó a nutrir desconfianzas hacia el dedicado y fiel sirviente.
Pidió a sus capataces que se mantuvieran alerta, porque con una postura tan recta y tanta preocupación por mantener limpias las ventanas, aquel hombre y sus virtuosos hijos podían estar tramando algo, empeñándose en hacer visible lo que sucedía al interior del castillo.
Un consejero sugirió colocar cortinas en las ventanas y así, en las habitaciones más utilizadas por el rey, se empezaron a instalar pesadas cortinas oscuras.
Esta actitud disgustó a mucha gente, ya que a todos les gustaba mirar a través de las ventanas que dejaban entrever la belleza y los encantos del palacio, con toda su riqueza milenaria. Pero detrás de las gruesas cortinas, todo eso comenzó a desaparecer.
Pasó el tiempo y, al no encontrar nada que desprestigiara a aquella familia de trabajadores, y no teniendo por tanto como alejarlos del reino, el rey fue instalando cada vez más cortinas, ahora también en las luminosas y coloridas ventanas, para que el arduo trabajo de mantenerlas limpias ya dejase de ser visto y admirado y, de esta manera, la luz fue siendo cada vez más impedida de entrar en ese recinto otrora tan iluminado.
Adiós al limpiador de vidrios
Llegó el día en que el buen limpiador de vidrios dejó esta vida. Personas de todas partes del reino acudieron a su casa, situada lejos del palacio, para despedirse. Hubo muchos homenajes y mucho revuelo. Sin embargo, el rey hizo como si nada hubiera pasado, aunque sabía bien que los buenos son recompensados en la eternidad y que Dios nunca deja de castigar a los que actúan mal en la Tierra.
De hecho, surgió una señal tan refulgente en el Cielo que el dolor de la despedida de este santo varón dio paso a sonrisas de alegría: alzando la vista se podía ver, en varias partes del reino, un majestuoso arco iris, que tocaba y envolvía la casa del celoso limpiador.
Muchos recordaron así la señal de la alianza eterna hecha entre Dios y los hombres, a través de su siervo Noé, quien “por la fe fue advertido de acontecimientos imprevisibles; lleno de santo temor, construyó el arca para salvar a su familia. Por la fe él condenó al mundo y fue hecho heredero de la justificación por la fe” (Hb 11, 7).
Entonces, reconfortados y serenos, todos regresaron a sus casas; nostálgicos, pero llenos de esperanza de que, en el momento oportuno, la Reina soberana descorra las cortinas y deje entrar de nuevo la luz del sol.
Por Alfonso Pessoa
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