Cada uno de nosotros ha recibido de Dios una enorme cantidad de dones, tanto sobrenaturales como naturales, concedidos con vistas al cumplimiento de nuestra vocación específica. Según el uso que hagamos de ellos seremos buenos y fieles servidores o… malos y perezosos siervos.
Redacción (19/11/2023 09:09, Gaudium Press) Las enseñanzas de Jesús son de una riqueza inagotable, y pueden contemplarse a través de una infinidad de prismas. Así, la parábola de los talentos que la liturgia de este domingo nos invita a considerar, aunque ya conocida y comentada, siempre puede analizarse desde algún aspecto nuevo. Hoy, pues, estamos invitados a meditar sobre un punto capital de la vida cristiana: nuestra obligación de utilizar los dones que Dios nos ha dado para su gloria y para la salvación de las almas.
Somos siervos de Dios
“En aquel tiempo, Jesús contó a sus discípulos esta parábola: “Un hombre iba a viajar al extranjero. Llamó a sus siervos y les entregó sus bienes” (Mt 25,14).
Con estas palabras la parábola deja muy claro que los bienes que repartió antes del viaje pertenecen al señor. Los siervos representan a cada cristiano y resaltan nuestra dependencia del Creador. Somos siervos de Dios, e incluso la más alta de las criaturas, María Santísima, pudo decir apropiadamente: “He aquí la sierva del Señor” (Lucas 1,38). San Alfonso de Ligorio comenta al respecto: “De todos los bienes que recibimos de Dios, tanto los de la naturaleza como los de la fortuna o de la gracia, ninguno nos pertenece como propiedad, para que podamos disponer de ellos a nuestro gusto, ya que solo somos sus administradores. Por lo tanto, tenemos la obligación de emplearlos todos según la voluntad de Dios, el Señor soberano de todas las cosas. Por tanto, el día de la muerte tendremos que dar estrictas cuentas al Juez, Jesucristo»[1]. El Evangelio continúa:
“A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y al tercero uno; a cada uno según su capacidad. Luego viajó” (Mt 25,15).
El talento (τάλαντον) era una medida de peso utilizada en la Antigüedad. Originaria de Babilonia y muy extendida en Oriente Próximo, en los tres siglos anteriores a Nuestro Señor, correspondía a la cantidad de agua necesaria para llenar un ánfora. Sin embargo, su valor variaba mucho según la época y el lugar, desde los casi 60 kg del talento pesado babilónico hasta los 26 kg del talento ático. Este último constituía también una unidad monetaria equivalente a seis mil dracmas de plata. A partir de estos datos, aunque no se puede determinar exactamente la cantidad entregada a cada siervo, pero podemos estimar que recibieron respectivamente 130, 52 y 26 kg de plata para administrar. Esto es una cantidad no pequeña y pretende representar el alto valor de los dones y cualidades concedidos a cada uno de nosotros, para ser utilizados adecuadamente durante toda la vida.
La hora de prestar cuentas
“Después de mucho tiempo, el patrón volvió y fue a ajustar cuentas a sus empleados” (Mt 25,19).
El primero de los siervos que se presenta ante el amo le presenta un rendimiento máximo, porque trabajó diligentemente para aumentar el capital recibido, haciendo todo lo que estaba a su alcance para lograrlo. He aquí que escuchó del Señor las siguientes palabras:
“¡Bien hecho, buen y fiel siervo! Como fuiste fiel en administrar tan poco, te confiaré mucho más. ¡Ven y participa de mi alegría!” (Mt 25,21).
Lo mismo ocurre con el siervo que tenía igual empeño en relación con los bienes —aunque fuesen más pequeños— que le fueron confiados para administrar, porque Dios recompensa a cada uno según el uso que hizo de los dones recibidos.
En cuanto al tercer siervo, ¡su situación es terrible! Cuando llega el momento de rendir cuentas, percibe que se había dejado llevar por el egoísmo y la falta de celo. En lugar de utilizar los dones para la gloria de Dios y la salvación de las almas, pensó sólo en su propia conveniencia. De hecho, había cavado un hoyo y allí había almacenado los talentos que había recibido. Como consecuencia, sólo devolvió lo que había recibido y, tratando de disculparse, aún intentó echarle la culpa al Señor:
“Señor, sé que eres un hombre severo, porque recoges donde no plantaste y cosechas donde no sembraste. Entonces me asusté y escondí tu talento bajo tierra. Aquí tenéis lo que os pertenece” (Mt 25,24-25).
Ahora bien, cuando Dios nos concede ciertas cualidades, quiere que sean utilizadas en beneficio de los demás, como advierte san Pedro: “Como buenos dispensadores de las diversas gracias de Dios, cada uno de vosotros ponga a disposición de los demás los dones que ha recibido”. (1P 4, 10). Después de todo, ¿no se resume la Ley en amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo? Como el bien es eminentemente difuso, el siervo negligente debería haber exclamado con san Pablo: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1Cor 9,16).
Sobre la necesidad de proceder así, un moralista contemporáneo explica: “El cristiano deja de ser fiel, no sólo en la medida en que niega su fe, sino también en la medida en que no se esfuerza por hacerla fructificar”[2]. En resumen, afirma san Agustín: “El único pecado de aquel siervo réprobo y tan duramente condenado fue el de no querer dar. Conservó intacto lo que había recibido, pero el Señor buscó los beneficios obtenidos. Dios es avaro cuando se trata de nuestra salvación.” [3]
¿Y qué recompensa recibió entonces este siervo malvado? El castigo que sus acciones le hicieron merecer:
“En cuanto a este siervo inútil, échenlo a las tinieblas. ¡Entonces será el llanto y el crujir de dientes! (Mt 25,30).
Es la última y triste consecuencia del pecado: privado de su talento, el “siervo inútil” es condenado al infierno, donde no servirá a su amo, sino, desgraciadamente, a satanás. ¿Semejante castigo sólo por no utilizar los talentos recibidos? Sí, porque “los pecados de omisión, que acompañan a menudo a una vida moralmente ‘honrosa’, contradicen directamente el plan bíblico sobre el hombre, ya que Dios le ha confiado la perfección de su obra: continuarla y completarla” [4]. El objetivo de la parábola es precisamente mostrar de manera vívida y atractiva nuestra obligación de utilizar los dones que Dios nos ha dado para su gloria y para la salvación de las almas, así como el castigo destinado a quienes no lo hacen. Por eso, san Gregorio Magno advierte: «Quien no tiene esta caridad, pierde todo el bien que posee, es privado del talento que había recibido y, según las palabras de Dios mismo, es arrojado a las tinieblas exteriores». [5]
Progresar siempre
De esta manera, la Liturgia de este domingo nos recuerda una verdad esencial: el progreso en la vida espiritual no es una opción, sino una obligación; tenemos que devolver a Dios mucho más de lo que Él nos ha confiado. Tanto más cuanto que Él nos asiste en cada paso con su gracia, ayudándonos a cumplir esta misión.
Nuestra gratitud debe ser proporcionada; por tanto, es necesario que sea mayor en relación a los dones sobrenaturales, ¡porque lo que recibimos de la gracia es incalculable! Todos tenemos capacidades y dones, de donde surge la obligación de desarrollarlos en favor de los demás, de realizar apostolado con nuestros semejantes, para que ellos también puedan participar de estos beneficios que recibimos gratuitamente de Dios. De lo contrario, tomaremos el triste camino del tercer siervo.
En realidad, el verdadero Señor – que nos cobrará en el día del Juicio – no ha viajado, sino que está siempre entre nosotros, y nos acompaña en cada paso hacia la eternidad, ayudándonos en todas nuestras necesidades.
Sin embargo, si nuestra conciencia nos acusa de algo al meditar este pasaje del Evangelio, recordemos que en la parábola falta una figura: la Madre del Señor. Ella está siempre a nuestro lado, acompañándonos y abogando por nuestra causa ante su Divino Hijo. Pidamos, pues, que esta Madre afectuosa nos obtenga, en cualquier situación en la que nos encontremos, un flujo irresistible de gracias, para que podamos aprovechar al máximo los talentos que hemos recibido.
(Extraído, con adaptaciones, de: CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os evangelhos. Città del Vaticano: LEV, 2013, v. 2, p. 454-485.)
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[1] ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. Sermones abreviados para todas las dominicas del año. P.I, S. III, serm. 22. In: Obras Ascéticas. Madrid: BAC, 1954, t. II, p. 642.
[2] FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Moral. Burgos: Aldecoa, 1992, v. 1, p. 249.
[3] AGUSTÍN DE HIPONA. Sermo XCIV. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v. 10, p. 622.
[4] FERNÁNDEZ, Aurelio. Op. cit., p. 250.
[5] SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L.I, hom.9, n.1. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p.569.
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