El alma materialista y pragmática considera los acontecimientos históricos como una mera coincidencia de hechos, y no ve en ellos la acción divina. Este domingo 33 del Tiempo Ordinario nos presenta una grandiosa expectativa de la intervención de Dios en el mundo.
Redacción (14/11/2022 17:00, Gaudium Press) La Santa Iglesia recoge, para las dos últimas semanas antes del final del ciclo litúrgico, lecturas que invitan a los fieles a meditar sobre la perspectiva del fin del mundo y el Juicio Final, enfatizando la Justicia divina que condenará a los malos con oprobio eterno, y salvará a los buenos por su Misericordia y Bondad, otorgándoles la morada celestial como herencia.
El Evangelio elegido para este 33º Domingo del Tiempo Ordinario saca a la luz esta verdad.
La sentencia divina
Describe el evangelista San Lucas que, en aquella época, mucha gente alababa la belleza del Templo, estupefactos de admiración ante sus bellos ornamentos y sus magníficas piedras. Cuando Jesús escuchó estos comentarios, dijo a los que lo rodeaban:
“¿Admiras estas cosas? Llegarán días en los que no quedará piedra sobre piedra. Todo será destruido” (Lc 21,6)
Sin duda, estas palabras causaron gran asombro en los oyentes. Porque es necesario comprender que el Templo representaba para los judíos de entonces el lugar sagrado por excelencia, donde se ofrecían sacrificios y cultos al Creador.
De hecho, judíos de todas partes acudían allí todos los años para celebrar con alegría las fiestas prescritas por la ley mosaica. Ahora bien, para la mentalidad judía, considerar la destrucción de aquel edificio sagrado, símbolo de la morada de Dios entre los hombres, representaba la señal de los últimos tiempos, ya que “para un judío, la ruina de la ciudad [de Jerusalén] y del templo equivale a la ruina del mundo.”[1]
Sin embargo, nuestro Señor no oculta nada sobre el futuro del Templo. Es claro y enfático: “Todo será destruido”.
Entonces, asombrados, le preguntan a Jesús:
“¿Y cuál será la señal de que estas cosas están por suceder?” (Lc 21, 7)
Después de advertirles sobre quienes intentarán engañarlos, responde:
“Un pueblo se levantará contra otro pueblo, un país atacará a otro país. Habrá grandes terremotos, hambres y pestilencias en muchos lugares; cosas terribles sucederán y grandes señales se verán en el cielo” (Lc 21, 10-11)
De hecho, en el año 70 de nuestra era, después de cuarenta años de la cruel muerte que sufrió Jesús, el ejército romano embistió contra la Ciudad Santa.
El renombrado historiador francés Daniel Rops [2] narra que cuatro legiones, con auxiliares númidas y sirios, en un total de sesenta mil hombres, caminaron al encuentro de Jerusalén, comandadas por Tito, hijo del distinguido general Vespasiano. Los cristianos que allí vivían reconocieron en los grandes prodigios celestiales y terremotos -ocurridos tiempo antes en Jerusalén- la profecía que Jesús había anunciado sobre su destrucción, y por eso se refugiaron en Pella, en Transjordania. Sin embargo, los judíos que allí quedaron fueron objeto de terribles desgracias y matanzas infligidas por los romanos.
La ciudad de Jerusalén -rodeada por tres murallas y guarnecida con noventa torres, además de estar defendida por diez mil soldados y cinco mil mercenarios- parecía garantizar a los habitantes una fuerza inexpugnable.
Sin embargo, el asedio romano, prolongado durante cien días, provocó una terrible hambruna. Las mujeres que en vano intentaron huir, volvieron a la ciudad con las manos cortadas, y los hombres, crucificados a la vista. Tal era la situación que unos soldados romanos, frente a una casa donde se podía sentir el aroma de la carne asada, se encontraron ante el horror inhumano: un niño diminuto que la madre había matado y cocinado al fuego, para curar su hambre. ..
No pudiendo esperar más, el ejército romano entró en la ciudad, segando a todos, jóvenes y viejos; invadió el Templo, mató a los sacerdotes; arrojaron el edificio sagrado a las llamas que, a su vez, consumieron incluso las paredes por el calor.
Es justo que, después de esta victoria, el victorioso romano exclamara: “Esta gente se encontraba de tal modo bajo el castigo divino que sería pecado perdonarles la vida o perdonarlos” [3].
¡Sí! El mismo Señor Jesús, derramando lágrimas, había exclamado ante la ciudad santa:
“Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus pollitos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí, tu casa quedará desierta” (Mt 23, 37-38).
La mancha de tantos pecados practicados por aquel pueblo había sido causa de la sentencia divina de su propia ruina, porque además de practicar actos infames, mataron a los enviados del Altísimo, flagelaron y crucificaron a su mismo Señor, en lo alto de una cruz.
¿Intervención divina?
Ahora bien, para un alma pragmática y materialista, estos hechos parecerían dar la impresión de que todo fue una coincidencia, y no una acción divina. Ante los gravísimos hechos que ocurren en el mundo, se nos hace creer que tales hechos no son más que episodios de la vida normal, sin mayores consecuencias.
Sin embargo, no vivimos días normales y pacíficos. Vemos desastres climáticos, guerras de todo tipo, pandemias, caos político, etc. que llenan las páginas de noticias todos los días. Además de todo esto, hay escándalos que ciertamente no son menores que los de la ciudad de Jerusalén. ¿Son estos hechos presagios de la intervención divina? ¿Actuará Dios sobre la humanidad como lo hizo una vez sobre Jerusalén?
Pidamos a Dios, por medio de las oraciones de María Santísima, que nos dé una santidad de vida, siendo fieles a sus mandamientos, para que en medio de este mundo que ha vuelto la espalda a su divino Hijo, la divina promesa sobrevuele sobre sobre nosotros:
“No perderás un solo cabello en tu cabeza. Manteniéndote firme ganarás la vida” (Lc 21,19)
Por Guillermo Motta
[1] GOMÁ Y TOMAS, Isidro. El Evangelio explicado. Pasión y Muerte. Resurrección y vida gloriosa de Jesús. Barcelona: Rafael Casulleras, 1930, v. IV, p. 110.
[2] Cf. ROPS, Daniel. Jesus no seu tempo. Porto: Livraria Tavares Martins, 1950, p. 490-495.
[3] ROPS, Daniel. Op. cit., p. 495.
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