lunes, 25 de noviembre de 2024
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La astucia de los hijos de la luz y el amor a Dios

San Ignacio fue un mundano; pero luego fue uno de los más astutos de toda la historia.

R134 EVA Nosso Senhor ensinando aos Apostolos

Redacción (19/09/2022 15:27, Gaudium Press) “Cueste lo que cueste, no quiero estar deforme o enfermo. Tome sus medidas; en cuanto a mí, estoy listo”.

Santo Inacio de Loyola 700x394 1Fue una voz firme y decisiva la que lo dijo. Sin embargo, si el lector viera el estado de la persona que las pronunció, se asombraría, porque no era más que un pobre hombre enfermo, con una pierna rota, acostado en su cama.

Luchaba por el rey Carlos V contra los ejércitos de Navarra que, comandados por André de Foix, rodeaban el castillo de Pamplona, ​​cuando un cañonazo le alcanzó en la pierna derecha.

Este soldado, de familia noble, se encuentra ahora, recluido en el castillo de su hermano, D. Martín García, en Loyola, no lejos de Pamplona. Después de que los médicos le hicieran una dolorosa operación en la pierna –recordando que, en aquel siglo XVI, todavía no existían las formas de anestesia actuales…–, nuestro pobre hidalgo nota que ya no podía vivir como antes: las partes del hueso rotas formaban una protuberancia, haciendo que la pierna fracturada sea más pequeña que la otra. Temeroso de la opinión de la corte, no duda en hacerse cortar nuevamente la pierna…

Mientras se recupera, entra en contacto –muy a regañadientes– con dos libros: la “Vida de Nuestro Señor Jesucristo”, del P. Ludolfo, y la “Flor de los Santos”. Más que el cañonazo que logró romperle la pierna, estos son los libros que le cambian la vida. Habiéndolos leído, dice: “Haré lo que hicieron los Santos” [1].

Comenzaba el largo y arduo camino de uno de los hombres más grandes de la historia: San Ignacio de Loyola.

¿Qué relación tendrá este hecho con la liturgia ayer, domingo 25º domingo del Tiempo Ordinario?

Un llamamiento divino al brío de los hijos de la luz

El capítulo 16 del Evangelio de San Lucas recoge una importante enseñanza de Jesús:

Los hijos de este mundo son más listos en sus cosas que los hijos de la luz” (Lc 16,8).

Es difícil encontrar un católico que no se sienta tocado por su orgullo cuando escucha tales palabras. Es vergonzoso, pero es la realidad.

Sin embargo, ¿quiénes son los “hijos de este mundo” y los “hijos de la luz”? ¿Y qué “negocios” son estos?

La división es clara, simple e indudable: los primeros son aquellos que consciente y deliberadamente dan la espalda a Dios y hacen de este mundo y de sí mismos el fin último de sus vidas. Los hijos de la luz son aquellos que dedican su existencia a la mayor gloria de Dios.

Como decía San Agustín, sólo hay dos amores: o amamos a Dios hasta olvidarnos de nosotros mismos o nos amamos a nosotros mismos hasta olvidar a Dios [2], no hay término medio entre los hijos de la luz y los hijos de este mundo. En efecto, el mismo Jesús nos lo dice en el Evangelio: “Nadie puede servir a dos señores, porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y menospreciará al otro” (Lc 16,13).

Los dichos “negocios” de los hijos de este mundo son, pues, todas sus empresas por causa del error, de la fruición de los placeres y el pecado; y cuán profundamente se prestan a ello. Los hijos de la luz, sin embargo, son a menudo lentos, ingenuos y hasta tristemente tontos… Ya que no hay absolutamente ningún “negocio” más sublime que aquel al que se han dedicado: la gloria de Dios.

¿Cuántas personas hoy en día no temen pasar por graves riesgos de salud para tener unos breves momentos de goce ilícito y pecaminoso? Antes de su conversión, nuestro San Ignacio llevó su vanidad hasta el punto de preferir serrar su pierna sin el uso de anestesia que ser mal visto por la corte; ¿No le horrorizaría ver que el mundo de hoy se entrega a graves pecados con una voluntad y una malicia nunca antes vistas?

¡Ojalá el bien sirviera a Dios y a la Iglesia con tanto empeño! No dudamos en dudar: ¡dentro de pocos meses – o días! – el mundo sería diferente. Pero, desafortunadamente, ese no es el caso.

La época triste de hoy, de degradación sin precedentes, exige de nosotros una dedicación sin precedentes. Sin embargo, ¿cuántas veces no sólo somos negligentes en el servicio del bien, sino que incluso nos aplicamos con mayor fervor a las cosas pasajeras, a veces malas y pecaminosas, nosotros que nos proponemos hacer el bien?

Si estamos en tal situación, lo más importante es no deprimirse: el mismo San Ignacio y muchos otros santos pasaron por esto. Sin embargo, si es cierto que, antes de su conversión, estaban asombrosamente ocupados en las cosas de este mundo, mucho más cierto es que, una vez convertidos, se convirtieron en verdaderos campeones de la causa de Dios.

Hagamos lo mismo: ¡Que los hijos de este mundo no sean más inteligentes que los hijos de la luz!

Por Lucas Rezende

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[1] DAURIGNAC, J.M.S. San Ignacio de Loyola. Oporto: Apostolado de la Prensa, 1958, p. 12-30.

[2] Cfr. SAN AGUSTÍN. de Civitate Dei. L.XIV, c.27. En: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVI-XVII, pág. 984.

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