“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”.
Redacción (19/02/2023 08:36, Gaudium Press) El evangelista San Juan nos relata el primer encuentro de Jesús con Simón cuando, llevado por su hermano Andrés, “fijando su mirada en él, le dijo: tú eres Simón, el hijo de Jonás; tú te llamarás Cefas, (que se traduce: piedra)” (Jn 1, 42).
En el Antiguo Testamento vemos, generalmente, que el cambio de nombre implicaba un mandato. Al decirle: “te llamarás Cefas”, este galileo, de corazón recto y temperamento impetuoso pero magnánimo, pescador del lago de Genesaret, llegará a ser el Príncipe de los Apóstoles, la Roca sobre la cual Nuestro Señor Jesucristo cimentó Su Iglesia, sede infalible de la Verdad.
Posteriormente, en un día no determinado, estando Jesús predicando en las orillas del lago, rodeado por una multitud que lo apretujaba, viendo dos barcas en la ribera, pide consentimiento para subir a una de ellas; justamente era la barca de Simón, que estaba lavando las redes. Instándolo a alejarla un poco de la tierra queda formado ante él un auditorio ávido de escucharlo, en la costa del lago. Fue allí que, la barca de Pedro se transformó en una cátedra para enseñar a la muchedumbre, por así decir, en la Cátedra de Jesús (Lc 5, 3-4).
Simón, el hijo de Jonás, el que siempre se lo nombra primero entre sus apóstoles, es quien marca con su presencia los momentos auge de la vida terrena del Divino Redentor: la Transfiguración y la Agonía en el Huerto de los Olivos. Además de ser el primero a quién Jesús lava los pies en la Última Cena y le dice que reza por él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar a sus hermanos (Lc 22, 31-32), es decir, no dejar que la fe enmudezca nunca ante las contradicciones del mundo.
En el recorrido de su vida, es preciso destacar la crucial circunstancia cuando hace la profesión de fe, en nombre de los Doce, en Cesarea de Filipo, cuando Jesús les pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, responde con firmeza: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 15-16).
Pedro está para la confirmación en la fe
Ante esta confesión, que no la dijo por ser hijo de Jonás pues, “no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre que está en los cielos”, recibe la solemne declaración de su ministerio: «Ahora Yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 17-19).
Analogías expresaba, en su sabiduría teológica, Benedicto XVI, sobre su especial significado: “Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro” (Audiencia del 7-6-2006). Quedando así puntualizado el “primado de jurisdicción”.
Era preciso un custodio y un guía de la comunión con Cristo, cuidando “que la red no se rompa a fin de que perdure la comunión universal” (Ídem, 7-6-2006). Pues, llegaría el momento del envío de sus Apóstoles: “Id pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 19-20).
El primado de Pedro continuaría, con sus sucesores, “hasta el final de los tiempos”, con su jurisdicción universal y plena. Por esa razón afirmaba San Ambrosio: “Donde está Pedro, ahí está la Iglesia”.
Fue así que, para enfrentar las tergiversaciones que surgirían, a lo largo de los siglos, se instituyó el Magisterio infalible de la Iglesia.
Un 8 de diciembre del año 1869 se inaugura el Concilio Vaticano I, reuniendo en la Basílica de San Pedro a 764 Prelados de todo el mundo. En su última sección es aprobada la Constitución Dogmática Pastor Aeternus, fundamentada en la Sagrada Biblia y en los Padres de la Iglesia, destacando la perpetuidad del Primado de San Pedro en los Romanos Pontífices y definiendo el Dogma de la Infalibilidad Pontificia: “proclamamos y definimos que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cuando ejerce su oficio supremo de Pastor y Doctor de todos los cristianos, y en virtud de su suprema potestad apostólica define una doctrina sobre la fe y las costumbres, obliga a toda la Iglesia, por la asistencia divina que le ha sido prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad con que el divino Redentor quiso que su Iglesia fuera acompañada en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres”.
Y es precisamente lo que la Iglesia celebra, desde el siglo IV, todos los 22 de febrero -este año coincidente con el Miércoles de Cenizas- como la Fiesta de la Cátedra de Pedro, dando gracias a Dios por la misión encomendada al Apóstol San Pedro y sus sucesores, recordando a quien fuera elegido por Cristo para ser la “roca” sobre la cual edificó la Iglesia (Mt 16, 18). Desde la Iglesia naciente, pasando por Antioquía, su primer centro evangelizador, hasta que la Providencia llevó a Pedro a Roma, quedó esta sede como la de los sucesores y “cátedra” de su obispo, representando al apóstol que Cristo encomendó apacentar su rebaño (Jn 21, 15-19). Cátedra que “representa no solo su servicio a la comunidad romana sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios” (Benedicto XVI, Audiencia 22-2-2006). La podemos ver reflejada, en el ábside de la Basílica de San Pedro en monumento del artista Bernini: un gran trono de bronce, sostenido por imágenes de dos grandes doctores de Occidente: San Agustín y San Ambrosio, y de dos de Oriente: San Juan Crisóstomo y San Atanasio.
“La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy. En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado. Siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse. Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre, Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo” (Ídem, 29-6-2006).
Recemos por todos los que sufren las confusiones de este tiempo, confiando en la promesa a la Iglesia edificada sobre Pedro: “el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16, 18).
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 19-2-2023).
Por el P. Fernando Gioia, EP
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