Hay una grandísima afinidad, más aún, una equivalencia, entre lo acontecido en los días jueves y viernes que llamamos “santos”, víspera y consumación de la santa Pasión de Nuestro Señor.
Redacción (30/03/2022 15:48, Gaudium Press) Hoy en día, la atención de todos está puesta en ciertos asuntos inmediatos graves y preocupantes. Entretanto, se descuidan cosas trascendentales y de valor permanente que no agreden como una pandemia o una guerra, sino que son portadoras de vida. Tratemos de una de ellas, propia al tiempo cuaresmal.
Hay una grandísima afinidad, más aún, una equivalencia, entre lo acontecido en los días jueves y viernes que llamamos “santos”, víspera y consumación de la santa Pasión de Nuestro Señor. Lo que sucedió en el Cenáculo y en el Gólgota es un mismo y maravilloso misterio.
Esta verdad, al identificar dos acontecimientos ápices de los postreros días del Salvador en la tierra, concurre para poner en valor a la Eucaristía. Y si es cierto que la Cruz es el símbolo por antonomasia del cristianismo, no es del todo impropio que un emblema eucarístico – por ejemplo, un cáliz sobre el cual fulgure una hostia – pueda ser también, a justo título, un ícono de nuestra Fe.
Discurramos sobre algunas analogías habidas entre los dos magnos acontecimientos del don de Cristo, uno sin efusión de sangre en la Última Cena; el otro al día siguiente, bárbaramente cruento, cuando el Señor padeció y murió en la Cruz.
Veamos una rápida relación no exhaustiva:
– En el Calvario, a Jesús le quitan las vestimentas para ser crucificado. Antes de la Cena, Él se despoja de ellas y se ciñe una toalla para el lava pies.
– En el Cenáculo, el Salvador se humilla arrodillándose ante sus Apóstoles para lavarles los pies, oficio que era reservado a los esclavos. En la Cruz, su anonadamiento llegará al extremo inmolándose por todos.
– En la Cena, San Juan conoce los secretos del Sagrado Corazón al recostarse en su pecho. Al pie de la Cruz, se le revelan al recibir el precioso legado de María como Madre.
– En el Cenáculo, Jesús instituye la Eucaristía dándose en alimento. En la Cruz, de su costado traspasado por la lanza, brota sangre y agua, signos de los sacramentos que nutren la vida el alma.
– En la Cena, al consagrar el pan y el vino, Jesús se refiere a su Cuerpo “entregado” y a su Sangre “derramada”, por separado, significando la muerte violenta que se dio en la Cruz, quedando su Cuerpo totalmente exangüe.
– En el Cenáculo, dio su Cuerpo como alimento de camino hacia el Cielo. En el Gólgota, lo sacrificó para darnos vida eterna.
– En la Cena, junto a los amigos del Señor estaba presente el traidor. En el Calvario, encontramos la inocencia y la penitencia – María su Madre y la Magdalena – y al ladrón impenitente.
– En el Cenáculo, la mesa es un altar donde son transustanciadas las especies de pan y vino. En el Calvario, la Cruz es el ara sobre la cual Cristo inmoló su Cuerpo derramando toda su Sangre.
– La prueba fue atroz en la Cruz: “Padre mío ¿por qué me abandonaste?” La turbación se da también en la Cena: “Uno de vosotros me va a entregar”.
– Junto a la Cruz, vemos a su Madre y otras santas y heroicas mujeres. En la sala contigua del Cenáculo estaba también María y otras mujeres fieles.
– En el Gólgota se cumplió lo que había dicho Jesús, “Cuando sea levantado atraeré a todos hacia Mi”. En la cena, el Mesías reza en su Oración Sacerdotal: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del Hombre”.
– En la Cruz se ostenta el INRI, “Jesús Nazareno Rey de los judíos”. En el Cenáculo, el Maestro explica su realeza: “los reyes de la tierra son dominadores, no así vosotros; el que manda sea como el que sirve”.
– En la Cruz se dirige al buen ladrón “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. En el Cenáculo, señala a sus discípulos: “A donde yo voy no podréis venir ahora, pero vendréis después”.
– En la Cruz declara: “Tengo sed”. Al entrar en el Cenáculo dice lo propio, en otros términos: “¡Con cuanto anhelo he deseado celebrar esta Pascua!”.
– En el Cenáculo, expresa: “Ruego por ellos y por lo que han de creer”: En la Cruz se dirige al Padre: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
– En el Cenáculo, por la fuerza de sus palabras, su cuerpo queda como cautivo a las especies consagradas. En el Calvario, ese mismo cuerpo permaneció preso del madero por tres despiadados clavos.
– En la Última Cena, levanta los ojos al cielo antes de instituir la Eucaristía, y en la Cruz los eleva para dirigirse al Padre: “Eli, Eli…”
– En el Cenáculo Cristo sentencia: “Ha llegado la Hora”. En la Cruz exclama triunfante: “Todo está consumado”.
Además de la equivalencia Cenáculo-Calvario, hay otra consideración que nos habla de cómo también se integran y se reclaman mutuamente entre sí el sacrificio incruento y la muerte de la Víctima: Jesús sufrió y murió en la Cruz por todos los hombres, siendo que la participación de estos en esa oblación fue meramente pasiva. Para que el sacrificio de la Cruz fuese activo, personal y eficaz en los redimidos, Él instituyó previamente la Eucaristía cuyo objeto es realizar la meta de la obra redentora que es transformar al fiel en otro Cristo.
Téngase en cuenta algo importante: los sufrimientos morales son más agudos que los físicos y, en el caso que nos ocupa, más meritorios. Una aproximación superficial de lo que venimos tratando supone que la Cena fue tan solo un festejo fraterno en el marco ritual de la Pascua; y que el dolor solo se padeció en la flagelación, en la vía sacra y en el madero. Pero no es así. Ya en el Huerto de los Olivos, antes de ser arrestado, Jesús padeció una agonía atroz.
Transcurridos dos milenios del “primer Triduo Pascual” de la historia, los católicos profesamos invariablemente que el banquete sagrado que llamamos Misa o Eucaristía, es memorial y actualización del sacrificio del Calvario.
Concluyamos esta reflexión con broche de oro citando al Catecismo de la Iglesia Católica que en su numeral 1336 dice: El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, así como el anuncio de la Pasión los escandalizó “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?” (Jn, 6, 60). La Eucaristía y la Cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio que no cesa de ser ocasión de división “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). Esta pregunta del Señor resuena a través de los siglos como convite de su amor a descubrir que solo Él tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68) e que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acoger a Él mismo.
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
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