“Recuerdo cuando terminé mis estudios de psicología, y tras profundizar con lecturas de terapias avaladas por la mejor ciencia …”
Redacción (31/03/2023 11:49, Gaudium Press) Recuerdo cuando terminé mis estudios de psicología, y tras profundizar en lecturas de terapias avaladas por la mejor ciencia, me dispuse a ayudar a las personas que requirieran mis servicios.
Los manuales –del enfoque cognitivo-conductual, que considero el mejor– me parecían muy claros y precisos en los diagnósticos, y también concretos en las posibles terapéuticas, en sus pasos y sus objetivos.
Pero como creo que ocurre con casi todos los que inician ilusionados este camino de las consultas, me fui dando cuenta que la realidad presentaba muchas complejidades imprevistas, que en algunos casos consistían en verdaderos choques con mis previsiones.
Lo primero pues fue darse cuenta de esta complejidad del ser humano, que no tiene la simpleza de una máquina, ni siquiera de la de un manual, sino que presenta sus singularidades, sus cimas y sus abismos, sus meandros, sus misterios, que a veces tiene entusiasmos inesperados, y otras desánimos profundos, a veces súbitos. Que a veces se muestra solícito a seguir los buenos consejos, y en otras se aferra a permanecer encerrado en las murallas de sus esquemas, de sus hábitos y sus pensamientos.
Por tanto, la terapia no resultó en aplicar simplemente la “receta” de los buenos manuales, y emprender junto con el interesado el camino hacia la recuperación, sino que se debía peregrinar con delicadeza, prudencia, decisión, sabiduría y consulta con la realidad en el entramado de la psicología de los hombres, comenzando por buscar conocer las particularidades de cada uno.
Entonces, mi primer buen y dulce “fracaso” fue darme cuenta de que mis esquemas eran un tanto ‘simploides’.
Pero aún así, tuve la ilusión entonces de que la solución, la nueva “receta”, era adecuar lo que decían los manuales a esa complejidad descubierta, y buscar posiblemente recetas más adecuadas, más complejas, más acordes a cada realidad, más adaptadas a cada situación concreta. Y que el hallazgo de esas nuevas recetas, conduciría al éxito.
No obstante, esta era también una concepción destinada al fracaso, porque por más que se tuviera la buena disposición, la estudiosidad, y se realizase el mejor de los esfuerzos, habían procesos que terminaban en fracaso, que no alcanzaban la recuperación. Esta era la realidad.
Sin embargo, había un nuevo descubrimiento por realizar, que representaría un nuevo, dulce y feliz fracaso.
Aunque ya más o menos tenía una estructura teológica bien formada, una cosa es que ella esté establecida en la cabeza y otra que esté radicada en el corazón.
La teología nos enseña como uno de sus principios básicos que la principal vida del hombre no es su vida natural, ni siquiera la intelectiva, sino la vida de la gracia que es una participación de la vida divina en nosotros, y que nos eleva incluso por encima de la mera naturaleza angélica. Eso fue lo máximo que Cristo nos regaló, desde el momento en que de su costado lancetado salieron las últimas gotas de su sangre purísima en la Cruz.
Esto ya lo sabía de cabeza, pero el corazón todavía permanecía en buena medida naturalista, y no consideraba en la práctica que el ser humano no fue creado solo para vivir su vida natural sino la vida de la gracia, y que por tanto cualquier proceso curativo en profundidad debía también considerar el papel esencial de esa ‘sangre divina’ que ilumina la inteligencia, fortalece la voluntad y tiempla la sensibilidad.
Dios no nos creó para que solo viviéramos de nuestra inteligencia, voluntad y facultades sensibles, sino que nos creó para vivir su propia vida divina.
Entre tanto, fui notando –esto es algo en que me ayudaron mucho mis pacientes, por lo que les agradezco– que aquellos que eran religiosos, y sobre todo los que tenían una piedad sincera, presentaban comúnmente más posibilidades de recuperación que quienes no. Y esto me ayudó a hacer vivas esas nociones ya adquiridas en mi mente por la buena teología. Después leí varios estudios, que confirmaban esas nociones.
El reconocimiento de esa verdad no debe poner celosos a los psicólogos cristianos, porque si son cristianos es justamente porque hacen de Cristo y de la savia cristiana el centro de sus vidas. No los debe poner celosos porque Cristo no quiere tampoco ‘disputar’ la parte que corresponde a su ciencia, que es la del conocimiento natural de los procesos internos del hombre. Pero también es cierto que Cristo reclama su lugar, y la vida de la gracia igual, sea que lo queramos o no, un lugar que es primordial.
Hoy en día hay una debilidad manifiesta en la naturaleza humana, fruto de años y años de evitar el esfuerzo que forma el carácter y tiempla la voluntad. Para esa debilidad Dios tiene el recurso invaluable de la gracia, que hay que pedir y pedir, y que Dios sigue ofreciendo de forma solícita.
Prevenidos también deben estar esos canales privilegiados de la gracia que son los ministros de Dios, que a veces pueden tener la tentación –por el naturalismo reinante en este mundo– de transformarse en meros ‘psicólogos’, doctores de buenos consejos.
De hecho no hay mejor consejo que decirle a alguien “confiésese”, “junte sus manos para rezar”, y “adore a Cristo en el sagrario y en el altar”.
Es claro, esto no quiere decir que los psicólogos cristianos ahora se deban volver curas. Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.
Por Saúl Castiblanco
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