“Debido al amor infinito que tributaba a su Santísima Madre, Nuestro Señor no quiso privarla de la participación en aquellos momentos memorables de la Pasión”.
Redacción (28/03/2024, Gaudium Press) Debido al amor infinito que tributaba a su Santísima Madre, Nuestro Señor no quiso privarla de la participación en aquellos momentos memorables [de la Pasión], y la invitó a pasar la Pascua con Él en Jerusalén.
¡Cómo era oscura aquella noche! Cuando todos los Apóstoles se reunieron en el Cenáculo para la Cena, a pesar de que era noche de luna llena, no se podía percibir su luz, ni contemplar las estrellas que iluminaban la bóveda celeste, pues un pesado manto de nubes negras cubría el firmamento. El Evangelio acentúa que «era de noche» (Jn 13, 30), sugiriendo un imponderable trágico en el ambiente, lo que impresionó incluso a los espíritus más escépticos entre los discípulos. En efecto, parecía que la creación guardaba ya luto por lo que iba a suceder (…)
María estaba en una sala anexa con algunas de las Santas Mujeres, acompañando en su Inmaculado Corazón todo lo que iba ocurriendo en el recinto principal con su Hijo. Como deseaba reparar tal falta en el cumplimiento del designio de Dios sobre los elegidos, y la infidelidad que lo causaba, prestó una adoración perfecta a aquel acto de vasallaje divino y humano de Jesús y, uniéndose a él, restituyó con su virtud y correspondencia la gloria que debían haberle dado los discípulos. Por otra parte, vanas resultaron las tentativas del demonio para impedir que Ella ofreciera al Padre aquella satisfacción. La Santísima Virgen restauraba así, de inmediato, el plan divino y las misiones de aquellas almas especialmente llamadas a seguir a Nuestro Señor.
La Virgen anhelaba recibir la Eucaristía
El auge de la conmemoración, que despertaba un deseo ardiente en Nuestra Señora análogo al de Jesús (Cf. Lc 22, 15), sería la institución de la Sagrada Eucaristía, misterio que su Hijo les había revelado a Ella y a San José durante los coloquios de los años de su infancia. Desde entonces, María anhelaba recibir aquel Sacramento, para el que se había ido preparando mediante innumerables Comuniones espirituales. ¡Pero no imaginaba Ella que el día tan esperado llegaría en aquel terrible contexto!
Qué gozo experimentó, empero, cuando Nuestro Señor, después de haber comulgado su propio Cuerpo y Sangre, se dirigió a la sala desde la cual Ella acompañaba discretamente el transcurso sublime de aquellos momentos, y le dio una fracción de aquel Pan transubstanciado en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad… En la Última Cena, ¡María fue la primera en comulgar de las manos de Jesús! Aquellas pequeñas deferencias del Salvador con su Madre iban preparando a los Apóstoles y discípulos para saber a quién recurrir en la ausencia del Hombre-Dios.
Unas Especies que no se consumieron
Un inefable consuelo la dejó conmovida cuando sintió nuevamente en sí la presencia real del Verbo Encarnado, a semejanza de aquellos meses inolvidables durante los cuales lo llevó en su seno virginal. A partir de aquel instante, las Sagradas Especies nunca se consumieron en su interior, permitiendo que Ella participase, de manera mística y muy particular, de la Pasión de su Divino Hijo.
¿Cómo fue su acción de gracias? Ella rezó empeñadamente por los Apóstoles, que la siguieron en el Divino Banquete, y así obtuvo que se multiplicasen en sus almas los frutos de aquella Comunión. Gracias a aquellas oraciones, ellos lograrían no desfallecer completamente en la hora de la prueba y, a pesar de haber huido, obtendrían ánimo para buscarla y pedirle perdón.
Bien se puede comprender el dolor que acometió a María cuando, a cierta alturade la Cena, Judas se levantó para consumarla traición con la que iba a entregar a su Divino Hijo al Sanedrín. Jesús lo fue acompañando con la mirada hasta que aquel infame salió del recinto, y entonces dejó trasparecer en su semblante la tristeza, anticipando de alguna manera la angustia que tendría en Getsemaní. La Virgen Santísima rezó para que aquel infeliz se arrepintiese del mal que iba a practicar, pero él no correspondió a la voz de la gracia y prefirió sumergirse en las tinieblas que dominaban Jerusalén.
(Extraído de: ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres, de Mons. João S. Clá Dias; Tomo II, Cap. 12 Págs. 453-458)
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