¡Feliz pesebre que tuviste el honor de recibir en ti al Señor del Cielo! ¡Benditas pajas, que servisteis de cama a quien descansa en alas de Serafines! Un Dios que quiere comenzar su infancia en un establo, ¡confunde nuestro orgullo!
Redacción (19/12/2022 08:43, Gaudium Press) Belén de Efratá, tan pequeña y despreciable “entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien me señorará en Israel”, según profetizara Miqueas (5, 1), se convirtió en la sede de la magnanimidad de Dios.
“El nombre de la ciudad natal del Santo Patriarca San José suena hoy con encanto a nuestros oídos – comenta Monseñor João Scognamiglio Clá Días, fundador de los Heraldos del Evangelio -, porque allí tuvo lugar una de las escenas más hermosas de la Historia, en que la candidez de la inocencia se alió a la grandeza fulgurante del rayo: el nacimiento del Verbo Encarnado” (¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres, Tomo II, p. 284).
San José que, ejerciendo el trabajo de carpintero en Nazaret, no dejaba de ser príncipe de la estirpe de David, fue obligado, en razón del decreto del emperador César Augusto, a empadronarse a su ciudad de origen, Belén. Emprendiendo el itinerario, lo hizo acompañado de su virginal Esposa la Santísima Virgen María, montada en un burrito, en tiempo de espera. A su lado caminaba, como era común en aquellos tiempos, el glorioso, sublime y castísimo Patriarca. Apenas llevaban pan, frutas y algunos peces, su acostumbrada alimentación.
El viaje implicaba un largo recorrido de unos cinco días que a raíz del censo era muy transitado. Ninguno los consideraba, eran mirados como pobres y humildes peregrinos. Por ser tiempo de invierno, en el descanso de las noches se retiraban a los abrigos del ganado, pues, esa aglomeración de caminantes era un incómodo para el recato y la modestia de la Virgen Madre y su Esposo.
Mientras avanzaban, tanto San José como la Santísima Virgen, no dejaban de elevar oraciones al Padre Eterno para encontrar un lugar apropiado para el nacimiento del Divino Redentor.
Llegaron a Belén en la proximidad de la noche. Golpean las puertas en búsqueda de posada en casas de conocidos y parientes próximos, ninguno los recibió. Algunos hasta los despidieron groseramente y desprecio.
La aflicción de San José
Después de sufrir los rechazos, se hizo noche. El fidelísimo José, lleno de amargura y extremo dolor, le dice a María Santísima que no puede acomodarla como ella merecía y su afecto deseaba. Recordando que, fuera de los muros de la ciudad, existía una bendecida gruta, albergue de pastores y su ganado, de los tiempos de niñez y juventud, le propone ir hasta allí. Era un lugar tan despreciable que nadie se dirigió a procurarlo y abrigarse en él.
Encontrándose frente a ella, “la vista de su interior los llenó de pena: humedad, abandono y desorden. Su único adorno era un pesebre con algo de paja allí puesta para alimentar a los animales. San José se puso a iluminar el lugar, a limpiarlo y organizarlo. Nuestra Señora se quedó fuera, sentada en una piedra, absorta en serias y sublimes meditaciones”. (Tomo II, p. 293).
Sería “aquel refugio que se iba a convertir en el primer palacio del Rey de reyes y Señor de los señores”. Un burro y un buey calentaban la agreste, inhóspita y aislada gruta. Un pesebre como cuna, unas pajas como colchón, la Gruta de Belén nos da una lección de humildad y de pobreza.
“El glorioso Patriarca se acercó a su Esposa. Al verla toda inmersa en Dios sintió un gran temor. Arrodillándose ante Ella le dijo: Señora mía, la gruta está preparada. Cuando quieras, puedes entrar” (Tomo II, p. 293).
San José se retiró a un lado para rezar. “Muchos Ángeles se hicieron ver y oír con cánticos de exultación. ¡Eran las primeras músicas navideñas!” (Tomo II, p. 294). Se aproximaba el feliz nacimiento. Era medianoche. Fue así que, “de forma milagrosa salió el Niño del vientre purísimo de su Madre, sin herir en nada su virginidad; al contrario, ¡Ella fue confirmada y ennoblecida aún más! María ‘dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre’ (Lc 2, 7). San José, transido de admiración y de temor de Dios, fue testigo de su triple virginidad: ¡antes, durante y después del parto!” (Tomo II, p. 295).
Así nació el Sol de Justicia, el Hijo del Eterno Padre, atravesando el virginal claustro, como los rayos del sol, que sin quebrar los vitrales penetran y los dejan más luminosos.
“¡Bendita la noche y benditas las estrellas que presenciaron tan augusto acontecimiento, escondido a los ojos de los soberbios, pero manifestado a los pequeños”! (Tomo II, p. 302).
Especial comentario hace Monseñor João S. Clá Días sobre “la elección de una gruta pobre, consecuencia del rechazo de los habitantes de Belén, sonaba al Corazón purísimo de María como una inmensa bendición, leve y luminosa, propia de su inocencia primaveral a la manera de un revolar de alas de Ángeles”, “la sublime atmósfera de la sagrada gruta, incomparablemente superior al ambiente de las casas en las cuales les había sido negada la hospitalidad” (Tomo II, p. 305), y del palacio de Herodes, lleno de las fastuosidades paganas de esos tiempos: lujo y opulencia, que a pocos kilómetros quedaba.
El Rey de los reyes, prefirió nacer en una gruta. San Alfonso María de Ligorio comenta la afortunada gruta con bellas expresiones: “¡Feliz pesebre que tuviste el honor de recibir en ti al Señor del Cielo! ¡Benditas pajas, que servisteis de cama a quien descansa en alas de Serafines! Un Dios que quiere comenzar su infancia en un establo, ¡confunde nuestro orgullo!”.
Es el misterio de la Navidad, fiesta de todas las alegrías. “El Niño Jesús había nacido, frágil y tierno, bajo el maternal y solícito cuidado de María, pero la sombra de la Cruz ya estaba presente. Él venía a salvar a los hombres, y estos lo rechazaban. La Navidad significó para la Virgen el comienzo de la lucha de Jesucristo y el inicio de su calvario en esta tierra de exilio, cuyo desenlace sería la inmensa, extraordinaria e irreversible victoria de la Resurrección” (Tomo II, p. 307).
Volvamos nuestras miradas a Aquel que: “Vino para los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11), y por la intercesión de María y José agradezcamos los incontables beneficios recibidos a lo largo de este año, implorando la gracia de la santidad, para que, libres del pecado, caminemos rumbo a una eternidad feliz.
(Publicado originalmente en La Prensa Gráfica de El Salvador, 18 de diciembre de 2022).
Por el P. Fernando Gioia, EP
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