En el mundo actual, hemos sido testigos de una verdadera masacre de inocentes, pero también, y quizás aún peor, de una masacre de la inocencia, principalmente a través de la corrupción generalizada de las costumbres.
Redacción (19/12/2023, Gaudium Press) La Encarnación del Verbo es uno de los mayores misterios de nuestra Fe, más aún si se considera a la luz de la Navidad. De hecho, ¿cómo puede circunscribirse la infinidad divina dentro de un cuerpo infantil?
Hay, sin embargo, un profundo simbolismo en el hecho de que Dios se convierta en niño. En primer lugar, porque los pequeños, para el Salvador, son modelos a seguir: “Dejad que estos niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 19, 14). Son un ejemplo de franqueza, inocencia y pureza.
Sin embargo, aun cumpliendo todas las antiguas profecías y volviéndose tan accesible a los hombres, el Niño Dios fue rechazado por sus propios coterráneos. Cuando estaba a punto de nacer, las casas de Belén le cerraron las puertas (cf. Lc 2,7). Y no pasó mucho tiempo antes de que la Inocencia Encarnada fuera perseguida por el déspota Herodes, supuestamente “el Grande”, aunque tan pusilánime. Grande, en verdad, fue su crueldad. Desconociendo el paradero real del Divino Infante, entonces exiliado en Egipto y sin hogar, el tirano ordenó el asesinato de todos los niños menores de dos años. Si es preferible morir que escandalizar incluso a uno solo de los pequeños (cf. Lc 17,2), ¿qué podemos decir de esta terrible masacre de inocentes?
Se podría objetar: ¿no fueron ellos los protomártires de Cristo? Sí, y la Iglesia los considera santos. Sin embargo, si estos niños no hubieran sido arrancados de sus hogares y asesinados a filo de espada, ¿no se habrían convertido algunos de ellos en discípulos o apóstoles del Señor? ¿Qué destino les habría confiado la Providencia? Finalmente, ¿cuántas vocaciones fueron cortadas por la voluntad del líder infanticida?
Si la muerte del inocente exige la intervención divina contra su malhechor (cf. Gn 4,10), con mayor razón se puede conjeturar, con las debidas proporciones, sobre la suerte de quienes escandalizan o desvían a los pequeños del buen camino, porque, como proclamó el Señor, se debe temer más a quienes matan el alma que a quienes matan el cuerpo (cf. Mt 10,28).
En ocasiones, estas persecuciones a inocentes fueron llevadas a cabo por las propias familias, como en el caso de los jóvenes Tomás de Aquino, Francisco de Asís y Luis Gonzaga. En cuanto al Estado, es elocuente el ejemplo de los tres niños pastores de Fátima, encarcelados simplemente por haber contemplado a la Virgen Inocente. Finalmente, la Historia es implacable al testimoniar que incluso los eclesiásticos perseguían a los más pequeños, como los que asistían a los oratorios de San Felipe Neri y de San Juan Bosco.
En el mundo actual, hemos sido testigos de una verdadera masacre de inocentes, pero también, y quizás aún peor, de una masacre de la inocencia, principalmente a través de la corrupción generalizada de las costumbres, favorecida por la influencia de los medios de comunicación, el deterioro de la educación, la falta de de una sólida catequesis para niños y jóvenes.
Así, en esta Navidad sólo nos queda esperar que prevalezca la paz entre los hombres de buena voluntad (cf. Lc 2,14), para que la Suprema Inocencia pueda llegar a todos, especialmente a los más pequeños, impidiendo contra ellos todo tipo de masacres.
(Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelho n. 252, diciembre de 2022. Editorial.)
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