El gran amor de Jesús por aquella familia de Betania hacía incomprensible su aparente indiferencia ante la enfermedad de Lázaro. Pero cuando Dios tarda en intervenir es por razones superiores y porque ciertamente nos dará en sobreabundancia.
Redacción (27/03/2023 09:10, Gaudium Press) San Juan escribió sus veintiún capítulos con la preocupación de demostrar, a través de los hechos, tanto el origen divino de la doctrina de Jesús cuanto la omnipotencia de su Persona.
Además de encontrar elevados aspectos sobrenaturales a través de los cuales conocemos mejor al Salvador en sus dos naturalezas, esta narración de San Juan confirma su veta literaria. Es hermoso, atractivo y conmovedor, lo que lo hace único en su género.
En ella se consagran históricamente los detalles preciosos de uno de los milagros más importantes de Jesús, que le confirió gran gloria —induciendo a creer a un buen número de judíos— y, al mismo tiempo, produjo el máximo grado de odio en sus enemigos, al punto de apresurarlos en sus intentos de deicidio. Este episodio, tan impregnado de pureza divina y humana, será la causa inmediata del furor del Sanedrín y la consiguiente determinación de la muerte de Jesús.
Jesús se encuentra con Marta y María
“Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas»” (Jn 11, 19-22).
El luto era observado durante siete días, los tres primeros reservados para el duelo y los otros cuatro para recibir visitas de condolencia. Los visitantes no pronunciaron una sola palabra, ya que esta iniciativa solo pertenecía a los familiares de los fallecidos. La convivencia, en estas circunstancias, era silenciosa.
María se quedó así porque no tenía idea de la llegada de Jesús al pueblo, mientras que Marta fue a su encuentro para contarle todo lo sucedido.
Marta era más dada a la administración, las relaciones sociales, etc., y María más al fervor amoroso. Por eso, Marta no avisa a su hermana, ya que sería imposible mantenerla con los visitantes mientras se desarrolla su diálogo con el Maestro. De hecho, este diálogo no podría haber tenido lugar con mayor ternura y delicadeza. No hay el más mínimo atisbo de queja por parte de Marta cuando dice: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”, al contrario, es la manifestación de un sentimiento doloroso hecho de confianza en el poder de Jesús. María, por su parte, repetirá exactamente esa misma frase poco después, permitiéndonos percibir el tenor de las conversaciones que tuvieron lugar entre ellos en esos últimos días.
Resurrección de Lázaro
“De nuevo, Jesús se conmovió interiormente. Llegó a la tumba. Era una cueva, cerrada con una piedra” (Jn 11,39).
A diferencia de otras tumbas, la de Lázaro fue excavada en roca, no horizontalmente, sino en el suelo y verticalmente. Para llegar al lugar donde habían depositado el cuerpo de Lázaro, era necesario bajar una buena cantidad de escalones. Alrededor de la tumba, todos estaban en fuerte expectativa, ya que los antecedentes auguraban un evento portentoso.
Jesús dijo: “¡Quitad la piedra!”. Marta, la hermana del muerto, intervino: “Señor, ya huele mal. Hace cuatro días que está muerto” (Jn 11,39).
Con gran autoridad, Jesús ordena, ante el asombro de los presentes: “¡Quitad la piedra!”. Marta, siempre juiciosa, no puede resistirse a pensar que el cadáver ya se estaría descomponiendo al cabo de cuatro días. “Señor, ya huele mal”. Magistral respuesta de Jesús: “¿No os dije que si creéis, veréis la gloria de Dios?” (cf. Jn 11,39).
Una hermosa oración la de Nuestro Señor; con la tumba ya abierta, el hedor perforando las fosas nasales de los presentes, la atención no pudo ser más intensa. No ora por necesidad, “mas digo esto por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste” (cf. Jn 11, 42).
Por un simple deseo suyo, la lápida habría vuelto a la nada y Lázaro aparecería a la puerta del sepulcro, rejuvenecido, limpio y fragante. Y como convenía que todos vieran el poder de sus órdenes, “exclamó a gran voz: ¡Lázaro, sal fuera!” (cf. Jn 11, 43).
Dos milagros portentosos se obran, no sólo el de la pura resurrección. Lázaro estaba atado de pies a cabeza, incapaz de caminar; sin embargo, subió las escaleras que daban acceso a la entrada del sepulcro, incluso con un sudario en el rostro.
“Desátenlo y déjadlo caminar” (Jn 11,44), es el último mandato del Divino Taumaturgo.
Nada más relata el evangelista; ni una palabra sobre Lázaro o la efusión de alegría de sus hermanas; sólo la conversión de “muchos de los judíos que habían ido a la casa de María”.
La liturgia de hoy pasa por alto la traición de algunos que, ciertamente indignados, “fueron a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho” (Jn 11, 46), llevando al Sanedrín a decretar su muerte (cf. Jn 11, 53).
Una invitación a confiar
Allí está el poder de Cristo manifestado en todo su esplendor para alimentarnos en nuestra fe. Esta liturgia nos invita a una confianza mayor que la del centurión romano, es decir, debemos creer en Jesús con ardor marial. Si la Santísima Virgen estuviera al lado de las hermanas de Lázaro, ciertamente —además de aconsejarles que esperaran con tranquilidad la llegada de su Divino Hijo— les recomendaría que ambas trataran de hacer “cualquier cosa que Él os diga” (Jn 2 ,5).
Por grandes que sean los dramas o las aflicciones de nuestra existencia, sigamos el ejemplo y la guía de María, creyendo en la omnipotencia de Jesús, convencidos de las palabras de São Paulo: “todas las cosas concurren al bien de aquellos que aman a Dios, a los que son los elegidos, según sus designios” (Rm 8, 28).
Extraído, con adaptaciones, de:
CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2012, v. 1, p. 233-247.
Deje su Comentario