sábado, 23 de noviembre de 2024
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La sal de la convivencia y la luz del buen ejemplo

La invitación a la santidad, hecha a todos los cristianos por Nuestro Señor, tiene como corolario el deber de trabajar por la salvación de nuestros hermanos, con la palabra y el ejemplo de vida.

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Redacción (31/01/2023 14:58, Gaudium Press) La liturgia del pasado domingo, el cuarto del Tiempo Ordinario, forma parte del famoso Sermón de la Montaña, síntesis de todas las enseñanzas evangélicas. Así, contradiciendo directamente las máximas y costumbres imperantes en su tiempo, en las ocho Bienaventuranzas el Divino Maestro predica “a los avaros, pobreza, a los soberbios, humildad, a los voluptuosos, castidad, a los hombres de ocio y placer el trabajo y las lágrimas de la penitencia, caridad a los envidiosos, misericordia a los vengativos, y a los perseguidos alegría del martirio”[1]. En definitiva, en las Bienaventuranzas se traza el camino de la santidad, camino que debe ser recorrido por todos los fieles.

La simple enunciación de las Bienaventuranzas presagiaba una renovación del mundo, el advenimiento de una nueva civilización, de una humanidad liberada. En fin, algo que la historia aún no conocía.

Inmediatamente después de proclamarlas solemnemente, Jesús se dirigirá sobre todo a los Apóstoles y discípulos, indicándoles con un lenguaje muy expresivo las cualidades necesarias para el cumplimiento de su misión. Y lo hace ante todos, para poner de manifiesto el deber de los más llamados a guiar, enseñar y santificar a los fieles.

Características de la misión de los discípulos

En ese momento, Jesús dijo a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra”. (Mt 5,13)

La sal siempre ha sido muy apreciada y valorada por la humanidad, ya que es un buen conservante de los alimentos y potencia su sabor. En el Imperio Romano, con ella se pagaba a los soldados o también se destinaba una cantidad de dinero para su adquisición, originándose el término salario.

Al afirmar: “Vosotros sois la sal de la tierra”, Nuestro Señor declara que sus discípulos, es decir, todos los bautizados, deben enriquecer el mundo dando un nuevo sabor a la convivencia humana, evitando la brutalidad y la corrupción de las costumbres.

Vos sois la luz del mundo”. (Mt 5,14)

Encomendándonos la misión de ser “la luz del mundo”, Jesús nos invita a participar precisamente de su propia misión, la misma proclamada por el anciano Simeón en el Templo, cuando, tomando al Niño Dios en sus brazos, profetizó que Él sería “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2,32). Nuestro Señor vino a traer la luz de la Buena Nueva y el modelo de vida santa.

La doctrina ilumina y señala el camino, mientras que el ejemplo edificante mueve la voluntad de seguirlo. En este mundo sumido en el caos y la oscuridad, por la ignorancia o el desprecio de los principios morales, los discípulos de Jesús deben, con la ayuda de la gracia y el buen ejemplo, iluminar y guiar a las personas, ayudándolas a revivir la distinción entre el bien y el mal, la verdad y el error, lo bello y lo feo, apuntando al fin último de la humanidad: la gloria de Dios y la salvación de las almas, que llevará al goce de la visión beatífica en el cielo.

Para que esto suceda, la condición es estar desprendidos y admirativos de todo lo que en el universo es un reflejo de las perfecciones divinas, para que siempre tratemos de ver al Creador en las criaturas. Así, nuestros pensamientos y nuestros caminos tendrán un brillo que viene de la gracia.

Una figura expresiva de esta realidad espiritual la proporciona la lámpara eléctrica incandescente. El tungsteno es, en sí mismo, un elemento vil y de poca utilidad. Sin embargo, funciona con corriente eléctrica y en una atmósfera en la que se ha sustituído el aire, se ilumina como ningún otro metal.

La electricidad representa la gracia divina, mientras que la debilidad del tungsteno simboliza bien nuestra nada. La necesidad de un cierto vacío para la incandescencia del filamento subraya aún más cómo, para reflejar la luz sobrenatural, necesitamos reconocer con alegría nuestro vacío, nuestro poco mérito, nuestras limitaciones y carencias, y no oponer resistencia a la voluntad de Dios. De esta manera, como hilos de tungsteno unidos a la corriente de la gracia, podemos ser transmisores de luz verdadera al mundo.

No tengamos miedo de practicar la virtud

Así brille vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos”. (Mt 5,16)

Como lámparas que brillan en la oscuridad, Nuestro Señor quiere que los cristianos iluminen a los hombres con sus buenas obras. Es decir, el bien necesita ser proclamado sin respeto humano y a los cuatro vientos, en un mundo arraigado en la lujuria y el ateísmo. Al encontrarse en un ambiente hostil, los buenos muchas veces tienden a retroceder, a intimidarse, casi pidiendo disculpas por no ser uno de los malos… ¡lo cual es absurdo! Por el contrario, la verdad y el bien deben gozar de plena ciudadanía, dondequiera que se encuentre.

Por eso, es necesario no tener miedo de proclamar nuestra Fe, nuestra vocación, nuestra determinación de seguir a Cristo por todas partes. Expresivo en este sentido es el famoso episodio de la vida de San Francisco de Asís, cuando invitó a Fray León a acompañarlo a un sermón. Los dos simplemente caminaron por la ciudad, inmersos en un recogimiento sobrenatural, y regresaron al convento sin decir una palabra. Preguntado por la prédica, el Santo respondió que se llevó a cabo por el hecho de que dos hombres mostrarse en las calles con hábitos religiosos, guardando la modestia de la mirada. [2] Es el apostolado del buen ejemplo.

En fin, nos corresponde a todos, por medio de las palabras, los hechos o el mero hecho de estar presentes, buscar salar e iluminar esta tierra opaca y oscura.

(Tomado, con adaptaciones, de CLÁ DIAS, João Scognamiglio. O inédito sobre os Evangelhos: comentários aos Evangelhos dominicais. Città del Vaticano-São Paulo: LEV-Instituto Lumen Sapientiæ, 2013, v. 2, p. 56-69).

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