lunes, 29 de septiembre de 2025
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La Sordera Espiritual – Comentario al Evangelio dominical

Debemos tener mucho cuidado de no usar los bienes materiales de forma descontrolada, cayendo en un completo olvido de la sordera sobrenatural y espiritual a la voz de Dios.

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Foto: Wikipedia

Redacción (28/09/2025 09:55, Gaudium Press) La liturgia de este 26.º Domingo del Tiempo Ordinario nos advierte sobre un defecto peligroso y sutil: la sordera espiritual, por la cual olvidamos gradualmente que nuestra vida continúa después de la muerte, haciendo de los placeres terrenales nuestro único propósito.

Contraste entre dos personajes

Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino fino y festejaba espléndidamente todos los días. Un pobre, llamado Lázaro, cubierto de llagas, yacía en el suelo a la puerta del rico. Quería saciar su hambre con las migajas que caían de la mesa del rico. Además, los perros venían y le lamían las llagas.” (Lc 16, 19-21)

El Evangelio comienza con una descripción contrastante. Por un lado, vemos a un hombre que posee los mayores placeres: abundante dinero, ropa fina y alimentación abundante. Por otro, tenemos a Lázaro, sin posesiones, salud ni comida, que depende de las sobras del rico para sobrevivir. Visto desde una perspectiva humana, la vida del primero parece indudablemente más feliz.

El Juicio y el paso a la Verdadera Vida

Cuando murió el pobre, los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En el Hades, en medio de los tormentos, el rico alzó la vista y vio a lo lejos a Abraham, con Lázaro a su lado.” (Lc 16, 22-23)

Como sucede con todos los hombres, ambos murieron. No tenemos información sobre el cuerpo de Lázaro, previamente cubierto de heridas, pero sabemos que su alma fue llevada al Cielo. El hombre rico —cuyo nombre, por cierto, desconocemos— tuvo un destino muy diferente al de Lázaro: fue condenado a los tormentos del infierno, desde donde le pide a Abraham que alivie su sufrimiento. Ante la imposibilidad de aliviar su dolor, reza entonces por sus hermanos.

Sordera Espiritual

El hombre rico insistió: ‘Padre, te ruego que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos. Manda que los prevengan’. Pero Abraham respondió: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; ¡que los escuchen!’. El hombre rico insistió: ‘No, padre Abraham, pero si alguien de entre los muertos va a ellos, seguramente se arrepentirán’. Pero Abraham le respondió: ‘Si no escuchan a Moisés ni a los profetas, tampoco creerán aunque alguien resucite’” (Lc 16, 24-31).

Es sorprendente en este pasaje que Nuestro Señor declare que, incluso ante una señal tan clara, como alguien que resucita de entre los muertos, no creerían. ¿Por qué tanta incredulidad? Porque estaban tan centrados en los placeres terrenales que sus almas eran sordas al reino espiritual.

El Evangelio no nos lo dice, pero podemos suponer que los hermanos, al igual que el hombre rico, disfrutaban de una vida placentera, libres de sufrimiento y malestar, lo que los llevó a cuestionar la existencia de un lugar de tormento como el infierno. En este sentido, san Juan María Vianney afirmó: “Muchos pierden la fe. Y creen en el infierno solo entrando en él”. [1]

¿Cómo podemos evitar esta sordera? ¿Se trata de huir de toda riqueza o bienes materiales y vivir en la miseria? No necesariamente, porque la razón de la incredulidad del hombre rico y sus hermanos no era la riqueza —que, en sí misma, es neutra—, sino el mal uso que hicieron de ella, haciendo de la existencia terrenal su fin último y sin pensar en el más allá.

Por lo tanto, para no caer en el mismo error, sigamos el consejo del Apóstol: “Tú, que eres hombre de Dios, huye del mal; sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia y la mansedumbre. Pelea la buena batalla de la fe, aférrate a la vida eterna a la que fuiste llamado” (1 Tim 6, 11-12), para que también nosotros podamos un día encontrarnos con Lázaro, Abraham y todos los bienaventurados del Cielo.

Por Artur Morais

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[1] SÃO JOÃO BATISTA, apud MONNIN, Ab. A. Espírito do Cura d’Ars. 2.ed. Petrópolis: Vozes, 1949, p.80-81.

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