viernes, 22 de noviembre de 2024
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Léon Bourjade: Piloto, sacerdote, el caballero de los cielos

Militar ejemplar, as de la aviación, sacerdote, heroico misionero y seguidor de la pequeña vía de Santa Teresa. ¿Tantos atributos juntos en una sola alma?

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Redacción (15/10/2024 12:43, Gaudium Press) El 30 de julio de 1925, un destacamento de marineros franceses, a las órdenes del comandante Benoist, de religión protestante, desembarca en Puerto León, en la recóndita Papúa Nueva Guinea, Oceanía.

Alineándose frente a una tumba adornada con una sencilla cruz de madera y algunos lirios rojos, los soldados presentan armas y disparan una salva en honor a un sacerdote misionero recién fallecido. Profundamente emocionado, el comandante pronuncia estas solemnes palabras: «En nombre de Francia, del ejército, en nombre de mis oficiales y marineros, os admiro y os saludo. Nuestro barco Aldebarán, que regresa a su patria, ha querido presentar sus respetos ante vuestra sepultura».1

A continuación, los cañones añaden su atronador homenaje, elevando al cielo «jaculatorias de pólvora». Pero… ¿quién es este personaje capaz de conmover a duros marinos y causar admiración en un oficial?

Estudios interrumpidos por la guerra

Jean-Pierre Marie Léon Bourjade nació el 25 de mayo de 1889 en Montauban (Francia), en el cándido ambiente de una numerosa familia. La inocencia de su infancia, las hazañas militares de sus antepasados y la fe de sus padres despertaron en este niño de temperamento contemplativo y, al mismo tiempo, activo y alegre, deseos de santas epopeyas. Anhelaba el martirio y, para ello, se propuso ser misionero en tierras salvajes.

Cuando alcanzó la mayoría de edad ingresó en la Congregación de los Misioneros del Sagrado Corazón y comenzó sus estudios para el sacerdocio. Fue entonces cuando llegó a sus manos un libro que influiría de una manera especial en su existencia: Historia de un alma. Su lectura dio pie a una intensa relación sobrenatural con sor Teresa del Niño Jesús, en ese momento aún no canonizada.

En julio de 1914, no obstante, estalló la Gran Guerra y, como muchos otros religiosos y sacerdotes, Jean-Pierre dejó los libros y se alistó en el ejército, creyendo que esto era, además de un deber, la voluntad de Dios.

Ya de uniforme, se presentó en el 23.º Regimiento de Artillería, de Toulouse. Poco después fue trasladado al 75.º Regimiento, donde demostró una gran tenacidad y un eximio espíritu militar. Allí conoció el tormento y el horror de las trincheras, sin dejar de considerar los hechos con espíritu de fe. Incluso era capaz de tocar su flauta en medio del estruendo de las explosiones, para despejar su mente con hermosas melodías.

Salvado varias veces inexplicablemente de situaciones en extremo peligrosas, respondía a quienes se asombraban de su audacia: «Con mi reliquia de sor Teresa del Niño Jesús, no tengo miedo de los obuses ni de las balas». De hecho, había recibido del Carmelo de Lisieux un mechón de cabello de la futura santa y, en el caos de la batalla, luchando sobre todo contra el amor propio y el respeto humano, se aferraba a su precioso tesoro y no dejaba de recurrir a su protectora, como puede verse en los escritos de su «cuaderno negro»:2 «Oh, sor Teresa, tan enérgica y valiente, ven en mi auxilio, intercede por mí, ayúdame».

Entre el cielo, la tierra… y el fuego

Después de distinguirse por su valor entre los soldados que manejaban morteros, conocidos como crapouillots, el 9 de abril de 1917 fue llamado por sus superiores para que se formara en la escuela de aviación e ingresara en las Fuerzas Aéreas.

En julio de ese mismo año, en agradecimiento por su graduación y su próxima entrada en el «Escuadrón de los Cocodrilos», pidió permiso para volar a Lourdes, realizando magníficas acrobacias aéreas sobre la ciudad en honor a la Santísima Virgen. Muchos peregrinos presenciaron el acontecimiento, deslumbrados…

En poco tiempo, este joven modesto y contemplativo empezó a atraer la atención de sus superiores y compañeros. Dominaba con tanta maestría el arte de la aviación que parecía acostumbrado a volar desde niño. Y hasta tal punto llegaba su osadía que, en los aterrizajes, se lanzaba en picado durante cientos de metros y, sólo en el último momento, retomaba el vuelo normal para luego posarse ileso en la pista. Durante mucho tiempo esta forma de tomar tierra era conocida en la aviación francesa como «aterrizaje a lo Bourjade».

Lo que, al principio, muchos tachaban de temeridad, otros supieron entenderlo desde otra perspectiva: «“Sin Santa Teresa, escribió uno de sus compañeros, no se puede entender a Bourjade”. Lejos de ser el hombre presuntuoso que se lanza a la aventura, él se pone bajo la protección de la pequeña santa y, confiando en la Providencia, no teme a nada, no duda de nada. Entonces, qué audacia, qué arrojo, qué firmeza, va de frente, arremete e irá de victoria en victoria. Pero siempre seguirá siendo el héroe modesto, humilde, reservado. Piensa que sus victorias no le pertenecen… Como un niño, se deja llevar de la mano de sor Teresa».3

Ante la persecución de personas envidiosas e incluso de superiores anticatólicos, Léon mantuvo con altanería su fidelidad a Dios y a su protectora, haciendo que instalaran un grabado de la santa de Lisieux en el costado de su pájaro de metal y un gallardete del Sagrado Corazón de Jesús detrás del asiento.

En los pocos meses que aún duró la guerra, los cielos contemplaron innumerables veces a esta águila rasgando sus vastas extensiones a la caza de presas, arrastrando por el ejemplo a quienes estaban bajo su mando: «En la escuadrilla se dice que Léon transforma a todos los hombres en héroes», escribiría un primo acerca de él.

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Caza a los «dragones»

Amante del peligro, a Bourjade le gustaba adentrarse en territorio enemigo en busca de «dragones» bien defendidos y mucho más grandes que su avión. Los dragones —drachen, en alemán— eran globos de observación muy utilizados en combate, que podían equiparse con hasta veinte ametralladoras. Aventurarse a derribar a uno de ellos equivalía a exponerse a un fuego intenso. Pero esto no era obstáculo para el joven aviador, que sabía que estaba prestando un excelente servicio a su patria y asestando un golpe mortal a la logística del enemigo. Las presas pronto se hicieron numerosas… Más tarde, Léon fue considerado el mayor cazador francés de tales globos.

Los característicos y ruidosos aterrizajes del «as sacerdote» —su apodo— provocaban aglomeraciones y todos se apresuraban a darle la bienvenida. Sin embargo, no se apropiaba de tal reconocimiento y los atribuía a Santa Teresa: «Ante todo, a ti, bondadosa patrona de mi aeroplano, todo honor y toda gloria, por las victorias que, con tu ayuda, he tenido la dicha de conseguir recientemente en los aires».

Así, se podrían contar aquí muchas otras hazañas militares de este valiente caballero del cielo, que no sólo experimentó los triunfos, sino también la extenuación que resulta de la lucha continua, las heridas corporales, las artimañas de la envidia y de la persecución, el dolor de ver caer a su lado valerosos guerreros. No obstante, esto sería demasiado extenso para un artículo.

Abandonando las glorias militares para volar en cielos más altos

Como todo en la vida, la guerra en determinado momento llegó a su fin. Bourjade, que también será recordado como «el monje soldado», había obtenido veintisiete victorias confirmadas y muchas más no homologadas. Algunos afirman que fueron más de cuarenta.

En su pecho llevó la Cruz de Guerra con trece palmas y una estrella rubra. Además de esta, acumuló también otras medallas y menciones honoríficas y, finalmente, fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, convirtiéndose en el portador más joven de la máxima condecoración de Francia.

Le costó sacrificar el placer de surcar los cielos. Sin embargo, el Señor lo llamaba a aspiraciones más elevadas. Escribió: «Oh, Jesús mío, si me he despedido del cielo terrenal en el que tantas veces he viajado y luchado, en qué otro Cielo, mucho más puro y mucho más vasto, tú me exhortas a emprender el vuelo…». Un rastro húmedo sobre el papel muestra que este escrito íntimo estuvo acompañado de lágrimas. A continuación, Bourjade prosigue: «¡Oh!, volaré sin miedo; mi Piloto [Jesús] es invulnerable, con Él el enemigo es vencido de antemano».

Tan pronto como pudo, nuestro victorioso soldado se dirigió a Lisieux, donde dejó todas sus condecoraciones como exvoto, en manos de la Madre Inés de Jesús, hermana mayor de Santa Teresa. Con todo, este acto simbólico no le pareció suficiente. Relegando al olvido su pasado repleto de glorias, enseguida puso la mirada en aquel ideal que brillaba en su alma desde la infancia. Dejando todo —familia, patria, prestigio— en busca del martirio, se dirigió a las selvas impenetrables de una isla lejana que no conocía sus triunfos, se enterró en las arenas de una tierra inhóspita…

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«Es necesario sufrir como lo prefiere Jesús»

Léon sabía bien que la más tenaz de las batallas se libra en el interior de cada hombre. Escribió en su cuaderno: «Para ser santo, hay que combatir, luchar, exterminar al enemigo. El enemigo soy yo, que me opongo a la voluntad de Jesús».

Y para conformar sus anhelos a los divinos, contaba siempre con la ayuda de su intercesora celestial: «Oh, mi pequeña sor Teresa […], quiero que mi alma sea atraída por la tuya, no ha de ser estéril este amor que acuna mi corazón; tengo que ejercitarme eficazmente junto a ti, en tu “pequeña vía” de amor y de abandono. […] En primer lugar, ofrecerse como víctima al amor. […] Ése es el punto de partida: es necesario sufrir, y sufrir no lo prefiero yo, sino como Jesús lo prefiere».

Ordenado sacerdote el 26 de julio de 1921, Léon Bourjade partió hacia Papúa Nueva Guinea, donde llegó sólo el 20 de noviembre de ese mismo año.

Comienzo del calvario

Para Léon, esta misión fue la ocasión de grandes aventuras, arduos trabajos y diversas aflicciones. Podemos hacernos una idea leyendo los gemidos de su corazón expuestos en su cuaderno íntimo: «Comprendo que no hay más que una cosa que hacer aquí abajo: ofrecer incesantemente a Jesús las flores de pequeños sacrificios».

Le encantaba aquella naturaleza virgen y tropical, con sus exquisitas bellezas, pero también le causaba terribles sufrimientos corporales, con un calor asfixiante, nubes de mosquitos que lo devoraban día y noche, enfermedades, fiebres incesantes y otros problemas, cruces que había deseado y recibido en abundancia.

Cuando experimentó la ingratitud de los aborígenes a las intensas actividades apostólicas que él y sus compañeros llevaban a cabo, sintió la tentación de abandonar la vida activa y entregarse sólo a la contemplación, una elección aparentemente más perfecta y a la que su temperamento reflexivo siempre lo había invitado.

Sin embargo, durante un retiro se dio cuenta, con la ayuda de María Santísima, de que era una trampa del demonio. Conformándose entonces a la voluntad divina, escribió con determinación: «He deseado… ser tu misionero, y me has dado todo esto. Concédeme ser el misionero que quieres que sea…».

La noche oscura se había hecho en su alma… «El trabajo negro, sobre negro, en la negrura», es el expresivo lema que lo definiría y conduciría al sacrificio total, a la completa entrega de sí mismo. «Trabajando sólo para Dios, sin el consuelo de la cosecha, esto es lo que será su apostolado. […] Los sufrimientos físicos no son nada en comparación con la angustia moral. Es consciente de su inutilidad, de la esterilidad de sus esfuerzos: “¡Me siento tan totalmente incapaz e impotente! ¡Dios mío, ten piedad de mí!”».4

El ofrecimiento

En una carta al P. Roulland, misionero en China, Santa Teresa le advertía sobre la conducta del Rey del Cielo con sus amigos: «Desde que Él levantó el estandarte de la cruz, a su sombra deben todos combatir y alcanzar la victoria».5 Y manifiesta su convicción de que «todos los misioneros son mártires por el deseo y la voluntad».6

Las promesas hechas por la gracia a nuestro misionero y su infantil deseo de martirio se cumplieron plenamente al abrazar la misma vía trazada por su querida maestra, viendo en cada pequeño sacrificio una enorme oportunidad para dar gloria a Dios y consumando su vida en la entrega voluntaria de sí mismo como víctima expiatoria.

El 28 de marzo de 1910, el P. Bourjade le pidió a su intercesora le presentara al Sagrado Corazón de Jesús su ofrecimiento: «A fin de vivir en un acto de amor perfecto, me ofrezco como víctima de holocausto a tu amor misericordioso, […] y así me convierta en mártir de tu amor, ¡Oh, Dios mío!». Y concluye su entrega con estas palabras: «¡A Jesús, con Jesús, para Jesús, en Jesús! Quién dice amor, dice sacrificio. Oh, Jesús mío, hazme comprender y amar la cruz». Éstas fueron sus últimas palabras escritas en su cuaderno.

Se consuma el holocausto

La prueba de su fidelidad a estos grandiosos propósitos fue quizá la alegría que brotaba de su interior y contagiaba a los demás. Veamos el testimonio del P. Norin, que lo conoció en sus últimos días: «Está apaciguado: ¡un alma del purgatorio que todavía vive en este mundo, por la gracia!… Ajeno, velado, distante, fuera de lugar; estaba y no estaba; poseía y no poseía…. ¡el cristiano según San Pablo! […] El alma vivía en otra parte, en sitios purificantes. Sin embargo, a pesar de esa plácida fisonomía, ese rostro tan pálido, ¡con qué alegría vivía con nosotros! ¡Qué amable era! Nos fijamos en su risa: reía a carcajadas, y ahí, realmente, pero solo ahí, parecía un niño».

Así es como ese fiel seguidor de la infancia espiritual concluyó su carrera de santidad. Alcanzó la verdadera paz, una paz iluminada por la sonrisa. Después de poco menos de tres años de misión, extenuado por los numerosos trabajos y las enfermedades, sufrió una hematuria que le causó la muerte a los 35 años, en la isla de Yule, el 22 de octubre de 1924, en el mes de la fiesta de su querida patrona.

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A punto de dejar esta vida, recuperando su joven alma de poeta, pronunció con dificultad en los brazos de su obispo estas últimas palabras, que evocan la alegría de quien derramó hasta la última gota de sangre y se dispone a entrar en la verdadera vida: «La rosa se deshoja…». Palabras que recuerdan las pronunciadas unos años antes por nuestra venerada carmelita en su última hora: «Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas».

Que este héroe de la nación francesa y de la Santa Iglesia acepte en este centenario de su muerte nuestro entusiasta homenaje, y nos obtenga de María Santísima el ardiente y exclusivo amor a Dios de que dio un magnífico ejemplo. 

Por Santiago Vieto Rodríguez

(Publicado originalmente en Rev. Heraldos del Evangelio, Oct 2024).

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Notas

1 Los datos biográficos e históricos transcritos en este artículo han sido tomados de la obra: BENOIST DE SAINT ANGE, Henriette. Léon Bourjade. Officier aviateur – Missionnaire en Nouvelle-Guinée. Sainte-Croix-du-Mont: Saint-Remi, 2009.

2 Una especie de diario en el que Léon registró sus pensamientos y conversaciones con Santa Teresa.

3 BENOIST DE SAINT ANGE, op. cit., p. 139.

4 Idem, p. 309.

5 SANTA TERESA DE LISIEUX. «Carta al P. Adolphe Roulland, 9/5/1897». In: Obras Completas. San José: Centro de Espiritualidad San Juan de la Cruz, 1996, t. II, p. 332.

6 Idem, p. 334.

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