Hoy la Iglesia conmemora a 191 mártires, asesinados por turbas sanguinarias en las masacres de septiembre.
Redacción (03/09/2023, Gaudium Press) Hoy la Iglesia conmemora también a 191 mártires, asesinados en septiembre de 1792, en las llamadas masacres de septiembre en plena Revolución Francesa.
En 1790 la Revolución había aprobado la Constitución Civil del Clero, que sujetaba la Iglesia a las fuerzas del Estado. Todos los obispos de Francia rechazaron el documento –salvo 4, entre los que se encontraba el futuro ministro príncipe Talleyrand– rechazo que fue ratificado por la posterior condena de Pío VI, que calificó esa constitución de “hereje, contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y contraria a los derechos de la Iglesia”.
Por oponerse a dicha constitución, varios sacerdotes fueron hechos prisioneros.
Tras los éxitos de los realistas católicos en la Vendée, y de las armas de Prusia, Austria y Suecia en Longwy, los revolucionarios acrecentaron su odio y sus prédicas anti-católicas, que motivaron la matanza de cerca de 1.500 hombres de Iglesia, laicos, mujeres y niños. De estos, 191 fueron beatificados por Pío XI en 1926.
Miremos la reseña que hace de algunas de esas vidas el famoso Butler:
En la abadía de Saint-Germain-des-Prés
En las primeras horas de la tarde del 2 de septiembre, varios cientos de rebeldes atacaron la «Abbaye», el antiguo monasterio donde los sacerdotes, los soldados leales y algunas otras personas se hallaban prisioneros. La horda de maleantes, con un rufián llamado Maillard a la cabeza, exigieron a numerosos sacerdotes que pronunciaran el juramento constitucional; todos se negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó un tribunal para condenar al resto de los prisioneros en masa. Entre este segundo grupo de mártires, se hallaba el ex-jesuita (la Compañía de Jesús se encontraba suprimida por entonces) Beato Alejandro Lenfant. Había sido confesor del rey y un fiel amigo de la familia real en desgracia. Eso bastó para que, no obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y martirizado. Monseñor de Salamon nos dice en sus memorias que observó al padre Lenfant cuando escuchaba serenamente la confesión de otro sacerdote, minutos antes de que el confesor y el penitente fueran arrastrados al lugar de su ejecución.
En el convento de Carmelitas
El alcalde de París enardeció con vino y alentó con propinas a un grupo de pilluelos y vagabundos para que atacaran la iglesia de los carmelitas en la «Rué de Rennes». Ahí se hallaban presos más de ciento cincuenta eclesiásticos y un laico, el Beato Carlos De La Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la prisión cuando se lo llevaron preso. Aquella compañía de valientes hidalgos, encabezada por el Beato Juan María De Lau, arzobispo de Arles, por el Beato Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de Beauvais y su hermano, el Beato Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una vida de regularidad monástica y no cesaba de asombrar a sus carceleros por su alegría y su buen humor. Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos helados y amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había permitido tomar el aire en el jardín y, los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas en la capilla, cuando la horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a puñaladas al primer sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto, Mons. de Lau salió tranquilamente de la capilla. «¿Eres tú el arzobispo?», le preguntó alguno de los rufianes. «Si, señores. Yo soy el arzobispo». Fue derribado con un golpe de espada sobre el hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho, de parte a parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo, comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del obispo de Beauvais quedó destrozada. En un instante, algunos murieron y otros cayeron heridos.
Pero el fuego cesó súbitamente. Los franceses tienen el sentido del orden y, tal vez, aquella matanza les pareció desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de un «juez» que instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la sacristía. Los acusados comparecían ante él de dos en dos. Con ambas manos, el «juez» les presentaba sendos pliegos con el juramento constitucional para que lo prestaran; pero todos lo rechazaron sin la más mínima vacilación. Entonces, la pareja de condenados descendía por la estrecha escalera que conducía al exterior y, al salir, la muchedumbre desaforada los hacía pedazos. En el pasillo el juez gritó el nombre del obispo de Beauvais; desde el rincón donde yacía, inmovilizado, repuso: «No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego a vuestra señoría que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir». No podía haberse hecho una demostración más clara de aquella monstruosa injusticia que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida, aunque ninguno de los verdugos se atrevió a decir palabra cuando dos hombres le cargaron en vilo y lo llevaron ante el juez para que rechazara el juramento constitucional. El Beato Jacobo Calais, quien estaba a cargo de la cocina para los prisioneros, le entregó al juez trescientos veinticinco francos que le debía al carnicero, porque no quería llegar al cielo con aquella deuda. El Beato Jacobo Friteyre-Durvé, ex-jesuita, fue apuñalado por un vecino suyo a quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex jesuitas y cuatro sacerdotes seglares eran ancianos sacados de una casa de descanso en Issy para ser encerrados en la iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon y su confesor, el Beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron hasta no quedar ninguno. A estos mártires se les llama «des Carmes» (de los Carmelitas), por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o menos, que conservaron la vida gracias a que no fueron vistas, o bien, pudieron escapar en las narices de guardias complacientes o compadecidos. Entre las víctimas se hallaba también el Beato Ambrosio Agustín Chevreux, superior general de los benedictinos mauristas y otros dos monjes; el Beato Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos, catorce ex-jesuitas, seis vicarios generales diocesanos, treinta y ocho estudiantes o ex-alumnos del seminario de San Sulpicio, tres diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Veaugirard, aunque muchos fueron arrojados también a un pozo en el jardín de la iglesia del Carmen.
En el seminario de San Fermín
El 3 de septiembre, la horda de asesinos irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido también en prisión, donde su primera víctima fue el Beato Pedro Guérin Du Rocher, un ex-jesuita de sesenta años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la muerte y, tan pronto como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana más próxima y, al caer al patio, fue acribillado a puñaladas. Su hermano, el Beato Roberto Du Rochei, fue también una de las víctimas, y hubo otros tres ex-jesuitas entre los noventa y un clérigos que se hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro escapara con vida. El superior del seminario era el Beato Luis José François. En su capacidad de gobernante, había avisado a su comunidad que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un hombre de tanta fama por su bondad y tan querido en París que, a pesar de los riesgos, un oficial del ejército le advirtió sobre el peligro que corría y se ofreció a ayudarle a escapar. Por supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín, confiados en salvarse. Entre los que murieron con él se hallaban el Beato Enrique Gruyer y otros lazaristas; el Beato Yves Guillon De Keranrun, vicecanciller de la Universidad de París y tres laicos.
En la prisión de La Force
La prisión de La Force fue una cárcel francesa situada en la Rue du Roi de Sicile, 4º arrondissement de París. Inicialmente fue la residencia particular de Jacques-Nompar de Caumont, Duque de la Force, convertida en prisión en 1780.
Allí los prisioneros tuvieron alguna comodidad al principio, aunque los sacerdotes tenían prohibido celebrar misa. El 3 de septiembre llegó el asalto a esta prisión, de los martirizados allí tan sólo se rescataron tres nombres, los de los beatos Juan Bautista Bottex, Miguel María Francisco de la Gardette y Francisco Jacinto le Livec de Trésurin.
En la prisión de La Forcé, en la «Rué Saint-Antoine», no quedó ningún sobreviviente para describir los últimos momentos de cualquiera de sus compañeros de infortunio.
El sacrificio de tantas víctimas prueba que la Iglesia en Francia, por galicana que fuera, no lo era tanto como para separarse de su verdadero jefe: Jesús.
La causa de beatificación fue promovida en 1901 por el Cardenal François Marie Richard, arzobispo de París, pedida en 1906 por el obispado francés, ratificada en 1916 por el Papa Benedicto XV. Finalmente el Papa Pío XI beatificó a 191 mártires el 17 de octubre de 1926.
VIDAS DE LOS SANTOS Edición 1965
Autor: Alban Butler (†)
Con información de Catholic.net
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