Hay, por decirlo de alguna manera, dos niveles de contemplación de la vida.
Redacción (05/08/2024 11:26, Gaudium Press) Hay, por decirlo de alguna manera, dos niveles de contemplación de la vida.
Algo así como los que solo ven ‘un mundo’ y los que ven ‘dos mundos’: un mundo es el de las cosas que oímos, palpamos, observamos y degustamos, y otro, más profundo, más abarcativo, que es como un nuevo mundo que podemos encontrar a partir del contacto con el mundo material.
Decía un día Santa Teresa que la vida “es una mala noche en una mala posada”.
De hecho, si consideramos que nuestra patria es el Cielo, cuya maravillosa antecámara mostró una vez en sueños Santo Domingo Savio a San Juan Bosco, pues esto aquí nos parecerá un hotelucho no de cinco estrellas sino de tres pulgas. Pero también es cierto que en este mundo hay pedacitos de cielo, que nos pueden ayudar a ver desde aquí la patria celestial y a desearla.
Nadie dirá que un río cristalino, donde se alcanzan a contemplar los pececillos huyendo en zigzag de la presencia humana, rodeado de un amable bosque, con un benigno sol que ilumina sus aguas generando tonalidades de serena esmeralda, o el famoso Río de los Cinco Colores en Caño Cristales, no es un pedacito de cielo. En estos lugares la ‘posada’ terrena se hace menos fea, o más bien se hace bella, se hace celestial. Y si después de una buena siesta entramos al toilet y abrimos la llave del lavamanos, el chorro de agua cristalina podrá remitirnos a ese río cristalino que un día visitamos, y que nos anticipó el cielo. Es el ejercicio de las reversibilidades, según denominación de Plinio Corrêa de Oliveira, es decir, la capacidad de relacionar unas cosas con otras en el universo.
La literatura de quilate es en gran medida el buen uso del don de las reversibilidades. Se comprenden ahí realidades con metáforas, con ejemplos de otras realidades análogas, ayudándonos a entender mejor lo que nos es descrito, e incluso a volar desde lo que se nos describe a otros mundos parecidos, mundos más interesantes, a veces mundos misteriosos, comúnmente mundos más bellos: “James se levantó y el chorro de agua del lavabo, que se iluminó con un fino rayo de sol, lo hizo pensar en el Río Benamejí, que algunos consideran el río más cristalino del mundo. Recordó entonces cuando con unos amigos partió en expedición hacia este río mítico…”.
Esos dos mundos están ahí, el mundo de la realidad y el mundo al que podemos trascender a partir de la realidad. La cuestión es qué tipo de visión tenemos para verlos.
Porque si no tenemos una visión dispuesta a las maravillas, ni las maravillas nos sorprenden.
Yo mismo me sorprendí en estos días de cómo podía estar un tanto de piedra a la hora de contemplar las maravillas.
Después de varios meses sin vernos, en días pasados almorcé con un amigo en un muy agradable restaurante francés. Creo que es el restaurante más primorosamente decorado de mi ciudad, por lo menos de los que conozco. Techos con imitaciones de frescos estilo Ancien Régime, en uno de ellos hay vitral-plafond de arabescos iluminados desde arriba que es espectacular.
Muebles en estilo Luis XV, algunos con notas imperio, de sillas con espaldares y asientos en terciopelo rojo, dispuestos sobre un parquet que no era propiamente Versalles pero bonito en el conjunto. Paredes con lambris decorados, cuadros que recuerdan a la bella Francia, escalera de balaustrada dorada, recubierta por un mullido tapete con bellas figuras, el conjunto aunque un poco cargado no deja de ser maravilloso.
Pero como venía con la impregnación vibrátil de la calle agitada, esa agitación hizo que me acomodara en el fino ambiente como si hubiera entrado a un McDonald’s de Randy Macdonalds y sus sillas de plástico. Después de unos minutos, gracias a Dios y calmadas ya las aguas, surgió la expresión merecida: “esto en verdad no deja de ser una pequeña maravilla”. Y sin restar lo necesario de la atención debida a mi interlocutor, surgieron en la mente algunos ‘flashbacks’ de alguna de las idas a la dulce y bella Francia, con su Gran Palais, su Invalides o sus palacios en el Sena, conspurcados en estos días por la ceremonia esotérica de la inauguración de los Olímpicos. Pero así se desoxidaba y re-funcionaba mi don de las reversibilidades.
No obstante es claro que no es necesario ir a Jacques para volar hacia lo sublime, pues una buena visión puede encontrar pequeñas maravillas en las realidades menores, que sirven de escalón hacia las grandes maravillas.
Por ejemplo, un confesionario, por más simple que sea, es siempre una maravilla: que Dios le haya conferido a una estirpe de hombres pecadores su poder divino de perdonar hasta los más terribles pecados es una maravilla. Un confesionario nos puede remitir a Dios omnipotente, al Dios maravilloso que creó el mundo, los atardeceres, los huracanes, que castigó Sodoma y Gomorra, que hizo los ríos y los mares.
Es claro que las cosas bellas nos remiten más fácilmente a la belleza suprema, y esa es la razón que explica la necesidad de la belleza en las artes, en la arquitectura, para hacernos olvidar la mala posada que puede ser esta vida, y ayudarnos a soñar y a caminar hacia el cielo. La belleza no es que cumpla una función social, sino que es ella una necesidad social.
Sin embargo sigue siendo cierto que lo fundamental está en los ojos que miran la realidad: ojos con capacidad de bellas reversibilidades, ojos que reconocen la maravilla, que construyen maravillas. Ojos no contemplativos, agitados, materialistas, transforman las maravillas en simplezas, cuando no en lodo.
Pidamos a Dios la gracia, porque todo es gracia, de no perder nunca la capacidad de remontar a la maravilla.
Por Saúl Castiblanco
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P.S.: Sí, iglesia fea, aunque tenga viacrucis, altar canónico y Santísimo, es un crimen, pues obstaculiza la consideración de la maravilla que es el santo sacrificio, la cosa más maravillosa que hay sobre esta tierra.
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