Desde temprana edad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús se encendió en el interior del pequeño Plinio. Se sentía especialmente atraído por su nobleza y bondad, como narraría más tarde.
Redacción (11/06/2021 13:05, Gaudium Press) Recuerdo con emoción – decía el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira – que Nuestra Señora dispuso las cosas de manera que yo viviera cerca de una iglesia tan altamente cargada de bendiciones como es la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.1 Allí asistía a Misa de domingo con mis padres desde que tenía consciencia de mí mismo.
Ese santuario ejercía sobre mí un efecto que hoy lo veo como una acción sobrenatural; pero yo pensaba que aquella sensación se derivaba del aspecto del edificio, cuya composición de colores y formas me parece tan digna y recatada que para mí era la expresión de la propia santidad.
“¿Quieres un sitio aquí dentro?”
No me costó percibir que Nuestro Señor Jesucristo, específicamente en cuanto haciendo ver su Corazón a los hombres, era la fuente infinita de la cual emanaba todo el bien. En Él se realizaban todas las perfecciones y maravillas de almas posibles, de un modo que yo jamás podría haber imaginado. Y, al discernir el buen espíritu que había en todas las cosas de la iglesia, pensaba: “Este ambiente es reflejo suyo. La armonía que encuentro aquí es el propio Dios. Él es eso en un grado supremo, extraordinario, perfecto e infinito”.
A veces, permanecía delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que existe en un altar lateral de la iglesia. Lo veía en pie, muy noble y con una sonrisa ligeramente triste, pero inmensamente atrayente, tocando con la mano en su corazón y mirando hacia quien estaba abajo, como diciendo: “¿Quieres un sitio aquí dentro? ¿No me aceptas? ¡Mira qué tesoro! ¡Esto es para ti!”.
Yo miraba y pensaba: “Sé muy bien que se trata de una imagen y no de un hombre, pero las personas que construyeron la iglesia quieren que Dios sea visto así y, por eso, representaron a Nuestro Señor de esa forma. Ahora bien, Dios, visto así, ¡está completo! Percibo que Él es, de hecho, así.
“¡Qué fisonomía! La belleza de la que oigo hablar por ahí no vale nada. Si un día yo quisiera analizar la idea de hermosura, vendría aquí para mirar su fisonomía, pues sólo Él es bello. Ese es el padrón: una belleza de alma, más que de cuerpo. Pero ¡qué cuerpo!… Y, detrás de él, ¡qué alma!… ¡Qué maravilla!
“Dado que esa imagen coincide de un modo enteramente satisfactorio con el ambiente de la iglesia y con el que me enseñaron sobre Nuestro Señor, al mirar su fisonomía, sus manos, sus vestidos, sus cabellos y su gesto me haré una idea global con respecto a Él, que puedo hacer más precisa y más rica en contornos, si examino cada punto. Sobre todo, sus divinos ojos y su Sagrado Corazón”.
Nuestro Señor vivo, acogedor y afable
Comenzaba, entonces, a hacer el análisis psicológico sobre Él y así lo discernía. Hoy veo cómo yo ‘arquetipizaba’ la imagen por efecto de mi inocencia, pues está realmente distante de lo que la gracia me hacía ver. En una actitud de respeto y de adoración, yo componía la más alta de las ideas que mi mente de niño podía formar. De manera que, cuando mucho más tarde, conocí el Santo Sudario exclamé: «¡Es Él!».
Puedo decir que aquello que yo veía en la infancia representaba más fielmente todavía a Nuestro Señor que el propio Santo Sudario, lo que se comprende fácilmente, pues este lo muestra en cuanto muerto y víctima, y en la imagen del Sagrado Corazón Él se me presentaba vivo, acogedor y afable. Veía en Él algo de una bondad insondable, y esa idea era perfeccionada por la impresión que me causaba el color rojo de su corazón.
Me encantaban también, en Nuestro Señor, el aseo y las buenas maneras, expresadas en el talle de su rostro y aún más en su cuerpo, que parecía emitir luz. Su túnica me daba la idea de una persona perpetuamente limpísima, sin mancha alguna en su alma o en su propia indumentaria. Y en su traje había una discreta bordadura dorada que me parecía indispensable a su elevación. Sin oro, Él no habría reverenciado su propia grandeza como debía. Esa conciencia suya con respecto de su majestad me dejaba encantado.
Y yo me decía: “¡Cómo está en pie con distinción! ¡Cómo su modo de sujetar su corazón es el de una persona bien educada! ¡Cómo la posición de su cabeza es la de alguien que ha recibido buena formación! ¡Cómo su barba está bien arreglada, sin presunción! ¡Qué supremo aristocratismo natural en sus cabellos! Uno tiene la impresión de que Él ni siquiera está pensando en eso, pero no hay un mechón, ni un hilo, que no esté enteramente en el lugar apropiado, que dé una idea perfecta de Él mismo.
“Mucha gente ha vivido en ambientes más distinguidos de los que Él frecuentaba. Pero… ¡distinción es esa! ¡Los otros son todos insignificantes en comparación con Él!».
Y yo llegaba a esta conclusión: “¡Cómo Él es amigo del orden universal! ¡Cómo es coherente con ese orden! Ama todas las cosas en su ordenación propia y en el más bello aspecto que pueden dar de sí mismas. ¡Y con cuánto cariño! A Él le gusta esa rosa que ha sido puesta en su altar, así como también le gusto yo que estoy igualmente a sus pies. ¡Es a fin con todo lo que es recto! La Iglesia Católica es santa porque es como Él; es un guion entre Él y nosotros; es la propia aureola que nimba su cabeza y por eso ¡la amo! La influencia, la mentalidad y la presencia de Él están en ese ambiente”.
Esas gracias fueron de tal profundidad y alcance que no creo haber podido, en aquella edad, conocer de Él más de lo que conocí.
“Aquí está Plinio…”
Me daba la impresión de que Él me miraba, no con los ojos de vidrio de una imagen sin vida, sino, de algún modo, comunicando a esa imagen cierta expresión. No sabía cómo definir esa mirada, ni me preocupaba en hacerlo, pues, por otro lado, pensaba que sería tal vez una ilusión por mi parte, en vista de la distancia entre Él y los hombres. ¿Cómo llegaría Él a tener una manifestación así a mi favor?
De cualquier manera, me parecía que Él realizaba conmigo lo mismo que yo hacía en relación con Él: analizar. Imaginaba que me miraba pensando: “Aquí está el tal Plinio, el niño número ‘un trillón quinientos millones y tanto’, que me gusta y en el cual me complazco en apreciar tales aspectos buenos; de quien espero tal cosa. Es buen chico, al cual me digno mirar con compasión y con intención de beneficiarlo. Ya que está aquí, tengo algo que decirle, de lo que ha de sacar provecho”.
Consideraba esto mucho más de lo que yo merecía y entonces ante su actitud reflexionaba: “Es un Pastor y un Rey que se ha comprometido en gobernarme y quiere absolutamente mi docilidad a sus indicaciones. Me dará consejos y órdenes, preparándome el camino para volver a Él”.
Y seguía reflexionando: “Ante todo, me siento elevado por encima de mí mismo, al ver su grandeza. De donde se abre en mí una cierta luz en el pensar y en el ver, que me extasía, porque algo en mí está hecho para admirar lo que es más que yo. Cuando salgo de mis ocupaciones normales de niño y veo algo mucho mayor que yo, tengo la impresión de huir de lo bueno hacia lo óptimo. Allí me pongo ‘en la punta de los pies’ y me alegro. Es decir: lo veo como Él es y lo adoro.
“Noto que, mientras lo contemplo, Él me hace como que ‘toque con las manos’ en el pensar, en el querer y en el sentir de Él. Y esto me comunica una rectitud y una santidad en mi pensar, en mi querer y en mi sentir, a la manera de una bebida deliciosa que yo tomara y me agradara bastante, pero al mismo tiempo me corrigiera. O sea, adorándolo veo que mis aspectos torcidos y reprobables se enderezan y, con eso, Él me cura de enfermedades cuya existencia yo ignoraba”.
Palabras interiores del Sagrado Corazón de Jesús
Su seriedad me impresionaba mucho, y yo percibía que Él quería manifestarla en el modo de sujetar el corazón, rodeado de espinas y con una llama en cuyo centro había una cruz. Este corazón, sacado del pecho y colocado a la vista, me daba la idea de una cierta violencia, que se acentuaba por su color rojo, aunque éste fuera muy bonito. Esto me hacía recordar la Pasión que Él había sufrido; y la carga de esos símbolos tenía, para mí, el significado de una pregunta hecha por Él: “¿Te das cuenta de que en cada uno de tus actos malos hieres mi Corazón? Mira cómo soy bueno. Mide el mal que haces”.
Y yo pensaba: “¡Cuánta intransigencia! Basta cometer una falta para que ostente su corazón herido… ¡Cuánta pureza y sabiduría! Él, en el fondo, me está mostrando lo que he hecho… Sus manos están llagadas y yo tengo parte en eso. Los pies, que aparecen bajo la ropa, también lo están… Mis fallos concurrieron a esas heridas. Siento que en mí hay defectos potenciales no reprimidos, en relación con los cuales, por el momento, no soy ajeno, pues no los rechacé aún.
“También estoy viendo bien todo lo que hay de mal en mí… Si no presto atención en ello, estoy perdido, pues no sé hasta dónde decaeré…”. Y concluía: “¡Cómo las cosas del hombre tocan en lo infinito! ¡Cómo es bonita la vida, al considerar que cada pequeño hecho tiene relación con el Cielo! ¡Cómo todo es grande!”.
Ese era su primer “mensaje” para mí.
El segundo, no obstante, se manifestaba así: “Sin embargo, hijo mío, no te digo esto para perderte, sino para perdonarte, pues existe en mí el manantial de un afecto más suave que el terciopelo, más ameno que cualquier brisa del mar y capaz de inundarlo enteramente, hasta lo más íntimo de tu ser”.
Y yo continuaba reflexionando: “¡Cómo es inmensa su dulzura! No sería capaz de medir su grandeza, si no entendiera la dimensión de esa dulzura. Siento que Él no quiere exigirme nada, ni castigarme, ni vengarse, poniendo su pie llagado, pero victorioso, sobre mi cabeza descarriada y pecadora. ¡No! Él quiere decirme que está dispuesto a pagar el bien por el mal, pues, a pesar de todo, tiene pena de mí considerando mi pequeñez”.
Aquel correctivo era delicioso, aunque yo percibía que me sería difícil mantener esa postura interior y que, en cierto momento, tendría que sufrir y luchar mucho. Pero, como niño, pensaba: “Bien, ¡aún no ha llegado la hora! Y esto es tan bueno que dejaré ese problema para después”. Tenía más curiosidad en fijar mi atención en lo que Dios estaba mostrándome que en deducir por mí mismo la consecuencia futura de aquello.
Deseando la “consecratio mundi”
Sin embargo, mi deseo iba más lejos: ¡yo quería morar en Él! Y reflexionaba: “Si pudiera estudiar, rezar, conversar, en fin, hacer todo cuanto hace un niño, a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, sería para mí una explosión de alegría, pues siento que Él lo impregnaría todo en mí y a mi alrededor, incluso mis amigos”.
Se podría pensar que yo deseaba permanecer rezando allí, abandonando los juegos, el alimento, la buena cama y el confort. No era así. Mi idea era la siguiente: “¡Qué bueno sería si Él pudiera presidir toda mi vida!”.
Me gustaría llevar a escondidas un éclair y decirle: “Señor, aquí está este dulce, tan a fin con Vos. Me voy a unir a Vos comiéndolo y pensando en Vos. ¡Bendecid este éclair!”. Lo comería a sus pies y me quedaría contentísimo. Después diría: “Señor, he traído otro más… Es de café, mi éclair preferido”.
Y, si no pudiera permanecer allí, me despediría de Él así: “Señor, os agradezco la buena compañía que me habéis hecho”. Y pienso que no habría nada malo en eso. Allí estaba, en raíz, el deseo de la consecratio mundi y de la sacralización del orden temporal.
“Mi alegría de vivir”
Hoy percibo que mi actitud en esos momentos era la verdadera oración, pero no vocal.
Yo pensaba sobre muchas cosas, encantándome al ver que eran buenas y relacionándolas implícitamente con el Sagrado Corazón de Jesús, lo que constituía, por tanto, una meditación profundamente religiosa.
En esas horas de silencio, tenía una paz y un contentamiento muy intensos en sentir mi virtud y mi unión con Él. Y esa era mi alegría de vivir. Si alguien afirmara con pruebas de evidencia que el Sagrado Corazón de Jesús no existía, yo era capaz de tener una convulsión y morir. Pues si Él no fuera verdadero, me desmenuzaría y ya no sería yo mismo.
(Extraído, con pequeñas adaptaciones, de: Notas Autobiográficas. São Paulo: Retornarei, 2008, v. I, pp. 502-518).
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