“Bastan simples acordes navideños para que revivamos nuestra inocencia primaveral. En este día, hasta las gracias son más abundantes: pecadores se convierten, familias retoman la concordia y naciones enemigas sellan armisticios…”
Redacción (25/12/2021 10:37, Gaudium Press) En la Santísima Trinidad la Navidad siempre existió, pues el Verbo de Dios es eterno. Por Él, en seis días, todas las cosas fueron hechas (cf. Jn 1, 1-3) también en función de Él quiso el Altísimo dedicar el último día de la Creación únicamente para sí: el sábado, el cual, tras ser vencido por la Resurrección del Salvador, le dejó el lugar al «día del Señor» —dies Dominicus.
Así, en los domingos evocamos tanto el descanso de la Creación como el ápice de ella, es decir, el Verbo Encarnado: por eso el Nacimiento de Jesús es como el «domingo del año».
Lucifer, sin embargo, no tolera la Navidad. Al rebelarse contra el Dios humanado, fue precipitado enseguida al Infierno, pero su saña diabólica no cesó. Procuró a toda costa impedir que de la Casa de David surgiera el Mesías. Minó las esperanzas del pueblo judío con pruebas, exilios y desastres. Y hasta en los momentos que rodeaban aquella santísima noche, emprendió embustes contra la vida de Jesús, insuflando odio en los que los rechazaron (cf. Jn 1, 11).
Antes de aquel Niño los siglos se arrastraban en las tinieblas, haciéndose eco del murmurio de la serpiente: «Seréis como Dios» (Gén 3, 5). En Roma, emperadores se endiosaban por el poder; en Grecia, sofistas se endiosaban por el saber; en Israel, los fariseos se endiosaban por aparentar ser… ¿Y cuál fue la respuesta de la Providencia?: invertir los parámetros. ¿Queréis ser dioses? ¡Entonces tendréis a un Hombre Dios! Revestido de nuestra carne, Jesús nos elevó a la divinidad. Nacido en noble pesebre, nos concedió los tesoros del Cielo. Sin pronunciar palabras, atrajo hacia sí a la humanidad. Bastaba con ver al recién nacido para reconocerle (cf. Lc 2, 17).
Ocasión de revivir la inocencia en nuestras almas
El júbilo pronto se irradió en torno suyo. Los ángeles glorificaban al Divino Infante en las alturas celestiales, los pastores lo alababan en la tierra y todos los que oían la buena nueva de su nacimiento se quedaban maravillados (cf. Lc 2, 14-18). Pues bien, la Navidad es una oportunidad para que experimentemos una gota de ese sagrado ambiente. Bastan simples acordes navideños para que revivamos nuestra inocencia primaveral. En este día, hasta las gracias son más abundantes: pecadores se convierten, familias retoman la concordia y naciones enemigas sellan armisticios…
Sin embargo, el mundo insiste en desconocer a Jesús (cf. Jn 1, 10). Lucifer continúa odiando la Navidad y todo lo que conlleva. Si en Belén se encontraba la más sagrada de las familias, la propia santidad encarnada, y el mayor acto de misericordia de Dios a la humanidad, precisamente por el ataque a la familia, a la virtud y a la religión es por el que se desfigura hoy el auténtico espíritu navideño.
La teoría está clara, pero ¿qué hacer en la práctica?
Este «domingo del año» es una ocasión para que también nosotros nazcamos «de nuevo» (cf. Jn 3, 3). ¿Cómo? Imitando el ejemplo de María en Belén. Si Ella conservó y conserva en su corazón todos los hechos ocurridos en torno al pesebre (cf. Lc 2, 19), por medio de Ella la Navidad alcanzará su máxima perfección.
(Editorial, Revista Heraldos del Evangelio, Diciembre de 2020)
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