martes, 17 de septiembre de 2024
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No el licor de Napoleón, sino las galletas con leche (o el licor) de Talleyrand

Decía un día el profesor Plinio Corrêa de Oliveira que a las nuevas generaciones ─pero desde hace rato─ les costaba no poco trabajo “recogerse”…

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Foto: Brandon Green en Unplash

Redacción (03/08/2024, Gaudium Press) Decía un día el profesor Plinio Corrêa de Oliveira que a las nuevas generaciones ─pero desde hace rato─ les costaba no poco trabajo “recogerse”, es decir, sosegar el espíritu, dejar de navegar por el río torrentoso de las impresiones de los sentidos, algo que es requisito necesario para “pensar y abstraer”.

Entre tanto, si la persona no se recoge, se genera todo “un torbellino de vitalidad desordenada”, afirmaba el Dr. Plinio.

Es decir, es necesario que el hombre haga uso de su definición de animal pero racional, y que su contacto con la realidad no sea solo un sentir, sino que este florezca frecuentemente en un meditar, un reflexionar, un pensar. Pero esto solo se consigue si el hombre para un poco, se serena, y deja que del torrente de las aguas subterráneas de sus sensaciones y pasiones florezca de tanto en tanto la límpida fuente o el geiser del pensamiento, lo que requiere de un sosiego previo para producirse. Si esto no ocurre, las aguas subterráneas sensibles mantendrán una presión de locos, empezarán a causar estragos, escaparán por donde no deben, tornarán la tierra de la psique humana inestable, quebradiza o mole, arcillosa.

En otro símil, no es posible llegar a la luz solar de la reflexión sin que se descarguen las nubes de las tormentas de la sensación.

Solo sentir, correr, sin meditar o pensar, es como tener servido en la mesa un pedazo del ponqué de vino más rico del mundo, y en lugar de degustar con delicadeza y sabiduría todos los matices de su sabor, lo tragásemos con gula como si fuera una ordinaria mantecada.

Leer también: ¿Para ser feliz? No sirve solo sentir, sino que es preciso Pensar…

Dicen que un día Talleyrand quiso burlarse de Napoleón (algo que hacía con cierta frecuencia), después de verlo tomarse una copa de fino licor como quien engulle raudo una Coca-Cola después de un partido de fútbol (perdón por el anacronismo).

—No Sire, así no se toma este licor…, le sugiere con malicia y cuidado el ministro, en atrevimientos en los que otros podrían ver peligrar su cuello.

El tirano, no acostumbrado a ser contrariado o amonestado, pero albergando una escondida admiración y hasta temor hacia el genial noble, responde con sorna:

—¿No? ¿Y entonces cómo?

—Este licor se toma a una temperatura que se acerca a la del cuerpo. Por eso este tamaño y forma de la copa, para que haya el mayor contacto entre la mano y el líquido.

—Ahh, ¿sí…?

—También hay que dejarlo ‘respirar’ un tanto, que entre en contacto un tiempo con el aire, ocasión en la que aprovecharemos para percibir su color, textura, su bouquet. Solo luego…

—¿Y luego qué…?, como insinuando que él se había ahorrado, cual toro que embiste sin miramientos lo que haya a su paso, todos esos fútiles y afeminados prolegómenos.

—¿Luego…? Luego se conversa, Sire.

Napoleón había quedado como un animal, sin cultura, sin esprit, poco más que un bojote a lado del camino de la civilización.

Pero ocurre que todo alrededor del hombre moderno fue y está siendo construido diabólicamente para que el aluvión, el remolino de los sentidos no pare, para que seamos burros que no pensemos, solo sintamos, para que el hombre viva corriendo como correcaminos esquizofrénicos sin parar.

Son los teléfonos móviles, con sus redes sociales constantemente portadoras de la última novedad; son las pantallas de imágenes agitadas, en los buses, en los autos, en los metros, en las calles. Son los avisos publicitarios llamativos o escandalosos que contaminan cada vez más el espacio. El propio gozo humano es presentado por la publicidad como una agitación irreflexiva, sensitiva y a-racional.

Entre tanto, para quien para, medita, la realidad puede adquirir un valor sustancial, elevado, incluso puede llegar a ser trascendental. Volvamos con lo que dicen de Talleyrand.

Después de varios años, regresaban los nobles expulsos por la Revolución Francesa a París, pero comúnmente en situación de precariedad material.

Y Talleyrand, que comúnmente era detestado por esta nobleza firme que odiaba al príncipe que se había vendido a la revolución, tenía sin embargo algunas ‘embajadas’ entre estos nobles empobrecidos, donde aún se lo recibía con cierta benignidad.

Un día llega el emisario de Napoleón a una de estas embajadas, agitado, diciendo que el tirano estaba furioso, que dónde estaba el ministro, que si no le eran suficientes los caviares y esturiones con los que estaba regalando a todas las personas invitadas a la recepción.

Talleyrand indicó al emisario que avisara que pronto aparecería, pero que dijera al corso que le había escuchado decir, que prefería comer galletas con leche en la casa de las pobres duquesas de tal, que sentarse frente a un esturión al lado de Napoleón.

Porque la conversación de las duquesas y su trato era delicado, caritativo, era fino, no era la mera sensación animal. Porque ellas con su acogida e inteligencia podían convertir a la leche en más que un caviar; mientras que el esturión de Napoleón, a su lado, terminaba siendo la hamburguesa simple que hace juego con la Coca-Cola (perdón por el anacronismo).

Tomemos el ‘trago’ de la materia, del universo material, no como Napoleón, sino como Talleyrand, que será más delicioso. Y hasta podremos ver los reflejos de Dios en ello.

Por Carlos Castro.

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