viernes, 22 de noviembre de 2024
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No seas incrédulo, sino fiel

Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación” (1 P 1,8-9).

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Redacción (17/04/2023 10:34, Gaudium Press) La Santa Iglesia Católica, nacida del costado divino de Nuestro Señor Jesucristo, conserva su existencia hasta hoy gracias al poder infinito de aquella sangre derramada tan abundantemente sobre nosotros. Fueron los méritos de esta misma sangre preciosa los que restauraron y fortalecieron la fe de los Apóstoles, cuando ellos, dudando y olvidando las insondables enseñanzas de Cristo y sus divinas manifestaciones, lo abandonaron en su dolorosa Pasión: de incrédulos y temerosos, comenzaron a ardientes propagadores del Evangelio.

Y es de esta misma fe apostólica que los cristianos vivimos hasta hoy.

La escena descrita en el Evangelio de este segundo domingo de Pascua nos muestra el cuidado y el gran deseo de Nuestro Señor de incendiar los corazones de sus seguidores en la fe en su Resurrección.

¿Creíste por qué me viste?

En efecto, después de la muerte de Nuestro Señor, el terror se apoderó de los discípulos, dado que el factor de unión y cohesión de los discípulos se extinguió: la razón de su vida yacía en una tumba. Así, nada más los motivó a anunciar las grandes hazañas de ese Jesús, porque todo se había disuelto ante sus ojos. A esto se sumaba el temor de que los judíos vinieran a perseguirlos, infligiéndoles un final similar al de su Divino Maestro. Por esta razón, se mantuvieron recluidos y escondidos en una casa.

Era de noche. Jesús se apareció en plena oscuridad y, poniéndose en medio de ellos, les dijo:

Que la paz esté con ustedes”. (Jn 20,21)

Y mostrándoles las manos y el costado atravesado por los clavos, repetía: “La paz esté con ustedes”. Los discípulos exultaron de alegría y la llama de la fe volvió a arder en sus corazones.

Tomás, sin embargo, no estaba presente en esa ocasión y por eso dudó de la aparición de Jesús. Pasados ​​ocho días, los discípulos seguían juntos en la misma casa, pero esta vez con Tomás. El Señor apareció de nuevo y dijo:

“‘Que la paz esté con ustedes’. Luego le dijo a Tomás: ‘Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe’”. (Jn 20,26-27)

Entonces Tomás, reconociendo verdaderamente a Jesús, exclamó:

¡Señor mío y Dios mío!”. (Jn 20,28)

Y Jesús respondió:

¿Creíste porque me viste? Bienaventurados los que han creído sin ver.” (Jn 20,29)

Para curar la incredulidad de Santo Tomás, Jesús se sirvió de la clarividencia de la Resurrección, aunque no manifestó plenamente el esplendor de su Cuerpo glorioso. Pero, como resultado, sanó “las heridas de nuestra incredulidad. De modo que la incredulidad de Tomás fue más provechosa para nuestra fe que la fe de los discípulos que creyeron, porque, decidiendo ese palpar para creer, nuestra alma se afirma en la fe, desechando toda duda” [1].

Una llama que ha ardido durante más de dos mil años

Este hecho descrito en la liturgia de este domingo nos trae una enseñanza importante: desde hace más de dos mil años la Iglesia lleva esta llama de fe que se transmite desde los tiempos apostólicos, aun cuando, a lo largo de la historia, la barca de Pedro parezca zozobrar. A pesar de que el miedo y el temor se apoderasen de muchos de sus hijos; que las circunstancias calamitosas y desastrosas caerían sobre esta barca –como olas de persecución y herejía–, cubriéndola con sus aguas inmundas, en todas las dificultades y pruebas, Ella emergerá con más esplendor y brillo. Dios siempre interviene en su ayuda, diciéndole: “La paz sea con ustedes”.

Así, aunque, por ahora, no veamos con nuestros ojos carnales el triunfo de la Iglesia –como les sucedió a los Apóstoles en relación con Nuestro Señor, en el transcurso de su Pasión–, recordemos que Dios reserva un gran recompensa a los creyentes, como exclama San Pedro:

“Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación” (1 P 1,8-9).

¡Por tanto, no seamos incrédulos, sino creyentes!

Por Guillermo Motta

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[1] SAN GREGORIO MAGNO. Homiliæ in Evangelia. L. II, hom. 6 [XXVI], n. 4. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, p. 665.

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