La teología atribuyó innumerables predicados a Dios, como el Bien Supremo, la Verdad Suprema y la Belleza Suprema.
Redacción (21/04/2023 09:56, Gaudium Press) La teología atribuyó innumerables predicados a Dios, como el Bien Supremo, la Verdad Suprema y la Belleza Suprema. Según la doctrina clásica de la participación, todos los seres creados tienen mayor o menor grado de participación en estos atributos, es decir, son más o menos buenos, verdaderos y bellos.
Del mismo modo, podemos decir igualmente que, en cierto sentido, Dios es la Victoria. Y este atributo también participa en la obra que salió de sus manos.
En los albores de la creación de los seres angélicos, cuando las tinieblas parecían prevalecer con la revuelta de Lucifer, San Miguel proclamó: “¡Quién como Dios!” Con este grito, el Arcángel derrotó a las huestes de satanás con una explosión de luz, convirtiéndose en paladín del Bien Supremo y vengador supremo del honor del Dios ofendido. Por lo tanto, participó en la victoria del Altísimo.
Ya en la tierra, después del pecado original, todo parecía indicar que el bien había perecido; expulsados del Paraíso, Adán y Eva tendrían que sufrir y luchar en este valle de lágrimas. Sin embargo, quedó la promesa de que la Mujer, Nuestra Señora, aplastaría la cabeza de la serpiente (cf. Gn 3, 15).
En efecto, el “sí” de María Santísima al anuncio angélico fue un durísimo revés para las legiones infernales, pues de Ella nacería la Vida misma (cf. Jn 14, 6). En el Verbo Encarnado todo fue victoria, incluso su Muerte, porque a través de ella se conquistó el mayor bien para el género humano, la Redención. Además, una vez resucitado, Jesús ya no muere, “la muerte ya no se enseñorea de él” (Rm 6, 9).
Sin embargo, el diablo no bajó la guardia, incluso vencido. Por el contrario, el Apóstol aclara que nuestra lucha no es “contra sangre y carne, sino contra principados y potestades, contra los gobernantes de este mundo tenebroso, y contra los espíritus malignos que se esparcen por el aire” (Ef 6,12). Hasta que el calcañar de la Virgen desfiera el último golpe, la raza de la Serpiente continuará tendiendo sus lazos contra la humanidad.
San Pedro nos exhorta a estar alerta contra este enemigo traidor (cf. 1 Pd 5, 8), lo que debemos hacer, sobre todo, armándonos de armas espirituales como la Eucaristía y el Rosario. De hecho, lo más importante en esta lucha es conservar la vida interior, incluso en las penurias agotadoras a las que está expuesto nuestro hombre exterior.
En la lucha diaria, los verdaderos hijos de la Iglesia confían, por tanto, en que las puertas del infierno nunca prevalecerán contra ella (cf. Mt 16, 18). Y la ruina del mal depende de cada uno de ellos, como dice el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira en el libro En defensa de la Acción Católica: “En último análisis, es de la santidad que depende la victoria de la Iglesia en la gran lucha en la que está comprometida”. Participando de la victoria divina, el Santo vence siempre, incluso con la muerte, porque no hay mayor triunfo que el Cielo.
Es necesario, por tanto, tener absoluta confianza en los designios del Todopoderoso, incluso en la caótica encrucijada en la que nos encontramos. El demonio es un eterno perdedor. Así, si el Señor es la Victoria, los que le sirven participan de su conquista, pues les fue prometido: “Al vencedor le concederé sentarse Conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Ap 3, 21).
(Texto extraído con leves adaptaciones, de la Revista Arautos do Evangelho n. 244. abril 2022.)
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