“El culto de adoración a Dios debe ser perseverante y creciente. Porque adoramos a Dios no solo durante la Misa…”
Redacción (31/10/2023, Gaudium Press) El culto de adoración a Dios debe ser perseverante y creciente. Porque adoramos a Dios no solo durante la Misa, estando ante el sagrario o junto al Señor expuesto en la custodia, más también cumpliendo el deber, en cualquier tiempo, lugar y circunstancia; y eso, siempre que tengamos la intención puntual o habitual de adorarlo, no es obligatorio que sea un ejercicio siempre explícito y a cada momento renovado.
Si esa motivación primordial se ha opacado o ha salido de nuestro horizonte, es el caso de retomarla y de ejercitarse en esa santa faena. No olvidemos que de manera contundente Jesús nos manda en el Evangelio orar sin cesar: “Es necesario orar siempre, sin desfallecer” (Lc 18, 1). Se trata de un estado habitual de deseo de la gloria de Dios, no de una súplica pasajera, ocasional… que, por cierto, será igualmente acogida por Dios.
Pero en materia de oración hay un momento ápice que supera cualquier otra circunstancia, por más valiosa que pueda parecernos: es cuando comulgamos.
Al comulgar con las debidas disposiciones se da una un fenómeno muy singular, ni más ni menos que la divinización en todo nuestro ser. ¿Divinización? ¿Cómo puede ser eso?
Sucede que cuando comemos cualquier alimento, lo incorporamos a nuestro cuerpo, y lo que ingerimos se transforma en lo que somos; se trata de un proceso natural. Con el Santísimo Sacramento no ocurre así. Al comulgar, es Dios que nos asimila y nos transforma… en Él. Lo dice Jesús en el Evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí”. (Juan, 6, 56-57).
Así expone esta realidad maravillosa el teólogo contemporáneo fray Antonio Royo Marín OP: La eucaristía tiene semejanza con el alimento que se asimila e incorpora al organismo; pero aquí es al revés. Cristo nos asimila a Él, nos hace “deiformes”, nos transforma en Dios. “Yo soy el alimento de las almas grandes, cree y cómeme; porque no me cambiarás en ti como el alimento de tu cuerpo, sino que tú te cambiarás en mi” dice San Agustín en sus Confesiones.
La Eucaristía, que es Cristo en estado glorioso, es infinitamente superior a nuestra pobre naturaleza pasible. En cambio, la comida material inerte que alimenta nuestro cuerpo, es inferior a la naturaleza viva de que somos constituidos ¡Sí, al comulgar, nos transformamos en Él! Lo que no significa estrictamente que perdamos nuestra identidad… aunque San Pablo parece insinuarlo: “Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor, 5, 17).
Habitualmente, los que comulgan no saben o no valoran en toda su extensión el tamaño del don que reciben y la transformación formidable por la que pasan.
Ahora, esa deificación de nuestro ser ocurre mientras las especies consagradas no se disuelven en nuestro organismo; siendo así, esos momentos privilegiados duran algunos minutos. Pero, de todas maneras, cuando la Hostia se diluye, queda en nuestro ser como un aroma divino, así como permanece impregnado en un ambiente el perfume de una flor o la fragancia del incienso; esta es una realidad toda ella espiritual.
También sobre la comunión sacramental, Santo Tomás de Aquino, nos dice: “Todos los efectos que produce el alimento material en nuestros cuerpos, Cristo, alimento divino, los produce en nuestra vida espiritual: restaura, sostiene, conserva, aumenta y delecta”. Definitivamente, comulgar no es un acto piadoso insignificante, una devoción más…
Estas consideraciones dejan patente la riqueza que conlleva una comunión que ya es, de alguna manera, el cielo en la tierra.
Es importante aún subrayar una verdad muy consoladora: nuestras miserias y las propias faltas cometidas – si no son graves o si ya fueron perdonadas — no deben ser un impedimento para acercarnos a la Santa Mesa, todo lo contrario. Justamente porque somos miserables necesitamos del remedio restaurador. En el Evangelio Jesús dice que no vino para salvar a los justos sino a los pecadores, que no son los sanos lo que precisan de médico, sino los enfermos.
Por eso, cuando recibimos a Jesús en la Comunión, no debemos imaginarlo entrando en nuestra alma haciendo una especie de inspección malhumorada e incomodado a la vista de las limitaciones y defectos que seguro encontrará. Al contrario, debemos imaginarlo de la misma manera que entraba en las casas de los enfermos que iba a curar: lleno de afecto, bondadoso, sereno, dispuesto a oírnos y a ayudarnos, como un padre, como una madre, como un amigo.
Por fin, digamos algo rotundamente verdadero que podrá sorprender a los que solo cuentan con sus propias fuerzas: si una persona pasase la vida entera en una gruta rezando y haciendo penitencia, no adquiriría tanto mérito cuanto el que se adquiere en una sola comunión.
Ochenta o cien años de esfuerzo constante y hasta heroico, no valen los diez minutos eucarísticos ¡Esto es así!
La santidad, que nuestra pobre naturaleza humana no logra alcanzar sin auxilio de la gracia de Dios, la omnipotencia divina la ofrece a los pobres, a los siervos y a los humildes; “pauper, servus et humilis”, como está dicho en el himno litúrgico Panis Angelicum musicado con tanta belleza por César Franck.
Una catequesis consistente sobre la Eucaristía no puede prescindir de estas verdades, tan consoladores… y demasiado ignoradas. Recordemos que una de las Obras de Misericordia espirituales es, precisamente, enseñar al que no sabe.
Aprendamos bien estas cosas y, si ya las sabíamos, valorémoslas más.
(Publicado originalmente en www.opera-eucharistica.org)
Por el P. Rafael Ibarguren, EP
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