Todo es gracia, decía Santa Teresita. Gracia de la que el Espíritu Santo es el Autor.
Redacción (19/05/2024, Gaudium Press) Todo es gracia, decía la dulce Santa Teresita del Niño Jesús. Pero los cristianos no queremos creerlo, y sí buscamos solucionar todo con nuestras miserables naturales fuerzas y no con la fuerza de Dios. Esa será siempre una empresa destinada al fracaso, pues ya lo dijo Cristo: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
Aprovechemos hoy la fiesta de Pentecostés, para intentar enraizarnos en esa verdad, la de que la principal tarea de nuestras vidas es hacernos dóciles a la voz del Espíritu Santo, a la voz y la acción de su gracia.
Recordábamos en nota anterior lo dicho por el gran dominico Réginald Garrigou-Lagrange, de que la principal labor de nuestras vidas es ser dócil a la voz del Santo Espíritu, la tercera persona de la Trinidad, pues es Él el único que puede llevarnos a la virtud, y por tanto, al éxito en nuestras vidas.
Voz misteriosa, sutil, pero siempre presente
Lo primero es decir que debemos querer escuchar la voz del Espíritu Santo, la cual “sigue siendo misteriosa. Como dijo Nuestro Señor, Joan., III, 8: ‘El viento sopla cuando quiere; oyes su voz, mas no sabes de dónde viene ni dónde va; así acontece a quienquiera que hubiere nacido del Espíritu’ ”. (1) Es claro, Él, el Espíritu Paráclito no es nuestro lacayo, sino el Señor de Cielos y Tierra. Y es dueño de su gracia, que reparte cuando quiere, como quiere, en la intensidad que quiere.
Pero al mismo tiempo, sabemos que el Señor es un Dios amorosísimo, y no tiene mayor forma de manifestar su amor que repartiendo su gracia, y hablando dulces palabras a los hombres. Sin embargo, su estilo es normalmente misterioso, diríamos sutil. Y por ello, nosotros sí, debemos tener la actitud de un lacayo pronto a escuchar los beneficios que nuestro amo quiere ofrecernos. Debemos “hacernos dóciles a las inclinaciones que el Señor ha depositado en nosotros, y que son como el germen confuso de un futuro conocido por la divina Providencia. Son inclinaciones y encanto por la vida interior y el abandono” (2), por la vida de oración, de unión con Dios, para que en esa unión escuchemos la voz del Espíritu.
Para escuchar al Espíritu Santo, debemos habilitarnos a ello
“La voz del Espíritu Santo comienza, pues, por instinto, por una ilustración vaga; mas si el alma persevera en el camino de la humildad y de la conformidad con la Divina Voluntad, ese instinto da a conocer a la conciencia su origen divino, no obstante el misterio en que continúa. Sus primeros fulgores podrán convertirse en otras tantas luces que, como las estrellas, nos iluminarán en la noche de nuestra peregrinación hacia la eternidad”, 3 dice el P. Garrigou-Lagrange.
Humildad, humildad, humildad: el primer peldaño para la unión con el Espíritu Santo. Humildad de quien sabe que todo lo necesita de Dios. Y esta humildad, que quiere ser un silencio para escuchar la voz del Paráclito y secundarla, irá adiestrando los oídos de nuestra alma, apagando los ruidos del mundo, y dándonos a conocer los susurros, voces y admoniciones del Espíritu Santo.
¿Me ocurrió algo imprevisto, desagradable? Recógete en oración, y pide al Espíritu Santo luces y fuerzas, luces para entender su voluntad y fuerzas para soportarla y para salir adelante pues todo lo que ocurre o Él lo quiere directamente o lo permite.
¿Tengo alguna duda de qué camino seguir, de cómo hacer tal cosa? Igual, ‘consulta’ al Espíritu Santo, pero no cómo quien llama a una línea de atención telefónica, no. Recuerda: Él es Señor, es Dominus, es misterioso, es sutil, pero quiere estar unido a nosotros y quiere comunicarse con nosotros.
“En las situaciones difíciles, sobre todo, y al tomar una importante decisión, hemos de pedir luz al Espíritu Santo, y no querer otra cosa que cumplir su voluntad. Después guiémonos sinceramente como mejor nos parezca”, nos dice el dominico ilustre que estamos citando. En realidad, ese pedido de iluminación y fuerza al Espíritu Santo debe ser constante, pues muchas de las ‘pequeñas’ decisiones que tomamos en nuestras vidas, pueden tener gran repercusión. Y si ahí está Él, casi pidiendo que lo escuchemos, pues acerquémonos a su locutorio.
Estar poseídos por el Espíritu Divino
“El objeto a que debemos aspirar (…) es estar de tal manera poseídos y gobernados por el Espíritu Santo, que él sólo dirija nuestras potencias y sentidos, regule todos nuestros movimientos interiores y exteriores, y en él nos abandonemos enteramente por la renuncia espiritual de nuestra voluntad y propias satisfacciones. Así no viviremos ya en nosotros mismos, sino en Jesucristo, mediante la fiel correspondencia a las operaciones de su divino Espíritu, y el sometimiento de todas nuestras rebeldías al poder de la gracia”, (4) dice el P. Lallemant citado por Garrigou-Lagrange.
Y continúa el mismo Lallemant:
“¡Qué desgracia tan grande, que permanezcamos insensibles a las divinas inspiraciones! Lo cierto es que no las tenemos en gran estima; preferimos los talentos naturales, los empleos honrosos, la estima de los hombres, y nuestras menudas comodidades y satisfacciones”. “De modo que prácticamente privamos al Espíritu Santo de la dirección de nuestra alma”. (5)
“En cambio, dice el mismo autor, la docilidad al Espíritu Santo haríanos ver que Él es el verdadero Consolador de nuestras almas, en la incertidumbre de nuestra salvación y en medio de las tentaciones y tristezas de la vida, que es un destierro”. (6)
“Necesitamos que el Divino Espíritu nos consuele en las tentaciones del demonio y en las aflicciones de la vida. Mas la unción que derrama sobre nuestras almas endulza nuestras penas, fortalece nuestra voluntad y hace que encontremos en las cruces dulcísimo sabor sobrenatural”, (7) concluye el Padre Garrigou-Lagrange.
María Santísima y el Espíritu Santo
No pueden terminar ningunas líneas sobre el Espíritu Paráclito, sin hablar de su Fiel Esposa, la Virgen Santísima. Es Ella la que lo atrajo a la Tierra para la encarnación del Verbo. Ella es irresistible a su Divino Esposo el Espíritu Santo. No es solo que donde está Ella está Él, sino para que esté Él, debe estar Ella. Ella es Madre nuestra, solícita a atendernos, incluso aunque su Divino Esposo tenga justa repugnancia de nuestro ser pecador.
Para ser dócil al Espíritu Santo, para atraer la gracia del Espíritu Santo, amemos a nuestra Madre, la Virgen. Como dice San Luis María de Montfort, cuando el Espíritu Santo vea a María Santísima instaurada plenamente en los corazones de los hombres, entonces hará las maravillas inéditas de la Historia que solo Él sabe hacer.
Por Saúl Castiblanco
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1. R. Garrigou-Lagrange. Las Tres Edades de la Vida Interior – Tomo II. Ed. Palabra. Madrid. 1999. p. 798.
2. Ibídem, p. 799.
3. Ídem.
4. Ibídem, p. 802-803.
5. Ídem.
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