La peor revolución contra el arte sacro sólo puede venir de falsos profetas, como fue el caso de Judas, otrora íntimo de Jesús, que destruyó el mayor de los templos: la propia “Imagen del Dios invisible”.
Redacción (25/11/2023, Gaudium Press) En el principio, Dios creó el cielo y la tierra y discernió que el conjunto era “muy bueno” (Gen 1, 31) o hermoso, según una posible traducción del texto griego. De hecho, Él dio forma al universo “con dedos de artista” (Sal 8, 4) y lo coronó con “gloria y esplendor” (Sal 8, 6). La obra maestra del Creador fue el hombre, esculpido a su imagen y semejanza. Le delegó el cuidado de la creación, insertando en él una especie de instinto por lo bello, esa especie de “anhelo” de lo divino que le hace asomarse a lo trascendente en las manifestaciones estéticas.
Más tarde, el Señor mismo guió a Moisés en la producción de un símbolo de su pacto con el pueblo, el Arca, que luego fue introducida en el “Santo de los Santos” del Templo de Salomón. En la plenitud de los tiempos, Jesús reveló que él era el Templo, que sería destruido y reconstruido en tres días (cf. Jn 2,19). Y desde la fundación de la Iglesia, Nuestro Señor se convirtió en el fundamento de todos los lugares de culto. La construcción de iglesias comenzó entonces a franquear la presencia del mismo Cristo entre los hombres. Atacarlas, a su vez, era atacar a Cristo; amar lo feo era odiar a Cristo.
Por otro lado, contemplar una catedral gótica en la Edad Media era verdaderamente una experiencia mística y trascendente. Se decía que lo que Moisés había velado, Cristo lo revelaba a través de aquellos monumentos de piedra, inundados por la luz de los vitrales.
Sin embargo, la Revolución no puede soportar la presencia en este mundo del “más bello entre los hijos de los hombres” (Sal 44, 3), ni la de aquellas “nietas de Dios” que son las obras de arte, especialmente las sagradas.
La Revolución Protestante fue particularmente iconoclasta, como, por ejemplo, en la Inglaterra anglicana, cuando Isabel I ordenó la destrucción de las imágenes sagradas de las iglesias, y en la Ginebra de Calvino, cuando este exigió la purga de toda representación religiosa de sus templos, bajo pena de “ idolatría”.
En medio de los gritos de Voltaire que gritaba “aplastad a la infame” –para él, la Iglesia–, la Revolución Francesa impulsó el saqueo de los monasterios y la destrucción del arte sacro para, de ahí en adelante, se rindiese culto a la diosa Razón. En todas partes de la República ella debía ser adorada como la única divinidad, celebrada por su victoria sobre el “fanatismo” católico. Incluso las imágenes de los santos fueron decapitadas. Todo en nombre de la “fraternidad”…
Ya en nombre de la “igualdad”, la Revolución Comunista perpetró la destrucción masiva de templos y arte sacro no sólo en la Unión Soviética, sino también en todos los sectores donde supuestamente se respirase el “opio del pueblo” y ella pudiese pisar con su bota.
Se dice que los mayores enemigos de un gobierno son los internos. Por tanto, la peor revolución contra el arte sacro sólo puede venir de falsos profetas, como fue el caso de Judas, otrora íntimo de Jesús, que destruyó el mayor de los templos: la propia “Imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), después de haber clamado, supuestamente a favor de los pobres, contra el culto exuberante y embelesado que le tributaba la Magdalena con el carísimo bálsamo de nardo puro (cf. Jn 12,5).
Por lo tanto, se necesita urgentemente una Contra-revolución interna en la Iglesia para favorecer el carácter sagrado del culto, el arte sacro y una Liturgia bien celebrada. Sólo así la Iglesia triunfará en todo su esplendor, como el Cuerpo de Jesús después de la Resurrección.
(Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelho n. 260, agosto de 2023. Editorial.)
Deje su Comentario