Hubo un momento en que en todo triunfó. Luego en todo fue derrotado. Después, brilla por toda la eternidad.
Redacción (01/08/2022 09:23, Gaudium Press) El día 1º de agosto celebramos la fiesta de San Alfonso María de Ligorio, Obispo, Confesor y Doctor de la Iglesia. Fundador de la Congregación del Santísimo Redentor. Él es el tratadista por excelencia de la moral católica y se destacó por su profunda devoción a Nuestra Señora, en honor de la cual escribió una de sus más bellas obras, las Glorias de María. De él tenemos esta pequeña biografía escrita por Mons. Guéranger:
Alfonso María de Ligorio nació de padres nobles, en Nápoles, el 27 de septiembre de 1696. Su juventud fue piadosa, estudiosa y caritativa. A los 17 años de edad fue doctor en derecho civil y canónico. Y poco después, comenzó una brillante carrera de abogado. Pero ningún hecho, ni el deseo de su padre que lo quería ver casado, impidieron que abandonara el mundo. Delante del altar de Nuestra Señora, hizo el voto de hacerse sacerdote. Fue ordenado en 1726, y se consagró a la predicación. En 1729, una epidemia le permitió dedicarse a los enfermos en Nápoles. Poco después se retiró, con compañeros, a Santa María de los Montes y con ellos se preparó para la evangelización de los campos.
En 1732 estableció la Congregación del Santísimo Redentor, que le traería numerosas dificultades y persecuciones. Pero al final los postulantes fluían y el instituto se expandió rápidamente. En 1762 fue nombrado Obispo de Santa Ágata de los Godos, cerca de Nápoles. Inmediatamente emprendió la visita a su diócesis, predicando en todas las parroquias y reformando el clero. Él continuaba dirigiendo su instituto y el de las religiosas que había sido fundado para servir de apoyo, por su oración contemplativa, a sus hijos misioneros.
En 1765 dimitió el ministerio episcopal y volvió a vivir entre sus hijos. Al poco tiempo una división se produjo en el Instituto de los Redentoristas y San Alfonso fue expulsado de su propia familia religiosa. Esa prueba fue muy grande, pero él no perdió su coraje y predijo que la unidad se restablecería después de su muerte. A sus enfermedades se le acrecentaron los sufrimientos morales que le causaron largas crisis de escrúpulos y diversas tentaciones. Sin embargo, su amor a Dios no hizo sino crecer.
Al final, el día 1 de agosto de 1787, entregó su alma al Señor, mientras las campanas tocaban el Ángelus. Gregorio XVI lo inscribió en el catálogo de los Santos en 1839, y Pío IX lo declaró Doctor de la Iglesia.
En medio de una situación eminente, el túnel oscuro
Por la descripción de arriba, se percibe que la trayectoria terrenal de San Alfonso tuvo un determinado momento comparable con un túnel oscuro, por donde fue obligado a caminar. No se trata de una tentación o sufrimiento, sino de una especie de desengaño por el cual todo lo que humanamente podía considerar como significativo para su vida, parecía colapsar. Él era privado de cualquier don, ventaja o bien que no fuese la pura gracia de Dios, actuando de un modo probablemente insensible en el interior de su alma.
Era un abogado brillante, dotado de una increíble inteligencia, nacido de una familia noble, pero abandonó una situación humana auspiciosa y capaz de favorecer su carrera y ambiciones para dedicarse solamente al sacerdocio. A continuación constituyó una congregación religiosa. Ese instituto floreció y su fundador se convirtió en un hombre bien visto por la Santa Sede. Escribió muy buenos libros, difundidos por toda Europa y fue aclamado como maestro de gran peso en la vida intelectual católica de su tiempo. Poco después fue elevado al episcopado.
Sin duda, una situación eminente, con todos los aspectos de una vocación bien llevada: como sacerdote se hizo religioso; como religioso, fundador y superior general; además, con la honra del episcopado, percibía que el buen olor de su doctrina perfumaba a toda Europa. Se diría, entonces, que los anhelos por los cuales se ordenó se habían realizado y su vida había alcanzado el objetivo deseado por la Providencia. En ese apogeo, él podría morir y decir a Dios, parafraseando a San Pablo: «¡Combatí el buen combate, dadme ahora el premio de vuestra gloria!».
Sin embargo, en el momento en que todo esto parecía haber sido alcanzado, una catástrofe. Obispo resignatario, doctor y moralista, superior general de la congregación religiosa que fundó, San Alfonso fue expulsado por causa de intrigas, malentendidos e información falsa. Imagínese lo que representa para un fundador, ser despedido de su institución por la Santa Sede, ¡verse de un momento a otro sin recursos y sin medios para subsistir!
Destino de las almas amadas por la Providencia
Agregando a este revés otra tentación: comienzan a atormentarlo enfermedades, que lo acompañaron hasta el final de la vida. Entre ellas, una fiebre reumática que lo paralizó cierto tiempo y le afectó la posición del cuello, impidiéndole permanecer derecho. Tuvo que comenzar a vivir con la cabeza inclinada, actitud que es reflejada en algunos de los retratos que le fueron hechos. Además de las enfermedades, le sobrevinieron escrúpulos, tentaciones fortísimas, inclusive contra la pureza y contra la Fe. Todo se acumulaba en un hombre cuarteado de esa forma.
Sin embargo, era éste exactamente el premio máximo para coronar su existencia. Era la crucifixión después de un largo apostolado y una incansable acción en beneficio del prójimo.
Así actúa en la mayoría de las ocasiones la Providencia, con las almas que Ella ama. Son ciertas situaciones en que todos los infortunios se congregan y hay una especie de crepúsculo general. Después, el alma purificada, lavada por el sufrimiento, vuelve a gozar de la gracia de Dios. Entonces ella respira, se siente otra, transformada.
Naturalmente, esa fue la última nota de santificación, el esfuerzo final que Nuestro Señor exigió de San Alfonso de Ligorio.
Luchas contra el jansenismo
Cabe decir que gran parte de las persecuciones sufridas por San Alfonso fueron motivadas por el jansenismo que hacía estragos en su tiempo y al cual él se oponía con celo y vigor intenso.
La corriente jansenista, con el pretexto de la severidad, acababa inculcando los preceptos morales tan erradamente que la persona desanimaba de salvarse, pues al final de cuentas no podía cumplir aquella moral de fariseos, como ellos la presentaban.
El punto más desconcertante defendido por el jansenismo se refería a la doctrina de la predestinación. Según esta, el hombre debería cumplir aquella moral enormemente rígida, cernido sobre él la mirada propensa a la irritación y a la venganza de un Dios, cuya santidad consistía solamente en estar a la espera del pecado para aplicar el castigo.
De otro lado, los jansenistas afirmaban que el Cielo y el infierno no son dados a los hombres en razón de sus buenas o malas obras, porque Dios predestina a unos o a otros para un lugar u otro. De manera que la persona puede pasar la vida entera pecando e ir para el Cielo, o practicando buenos actos y caer en el infierno, según el deseo divino.
Ahora, de ese modo, es fácil entender como los hombres perdían completamente el aliento para practicar la virtud y también el motivo para no caer en los vicios. Pues, en resumen, si yo termino condenado aunque pase toda la vida realizando actos de virtud, no soy libre de hacer o no hacer algo, porque es Dios el que determina y no yo. Entonces, ¿para qué me esfuerzo en llevar una vida santa?
En el fondo, era una predicación de inmoralidad. Por este motivo, según muchas miradas históricas, los jansenistas tenían sus falsedades ocultas. Por ejemplo, ayunaban a menudo, pero eran grandes golosos. Y uno de los omelettes más famosos por su sabor en dicha época era llamado La Janseniste , con el cual ellos se regalaban a escondidas durante sus “ayunos”.
No bastaban solamente esos desvíos, los jansenistas atacaban además las devociones más elevadas y recomendables, como por ejemplo, el culto al Sagrado Corazón de Jesús. Se conoce el caso de cierto Obispo de Pistoia, Scipione de’ Ricci, que ordenó pintar en su residencia un cuadro representando una devota lanzando al fuego a una estampa del Sagrado Corazón de Jesús, como si fuese un objeto supersticioso, mientras que él, Ricci, aseguraba la cruz y el cáliz con la Eucaristía, símbolos de la autentica piedad (como ellos la entendían).
Este rechazo se explica por el hecho que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es de algún modo, el anti-jansenismo. Ella inculca la bondad, la misericordia, la paciencia del Salvador y demuestra que la verdad del hombre, por medio de sus buenas obras, puede agradar a Dios y alcanzar la salvación. Expresa, además, que nuestro Dios es justo y repleto de amor, y no un tirano arbitrario ni un implacable cobrador de impuestos en relación a la humanidad.
Se entiende, por tanto, que ante esta corriente jansenista San Alfonso María de Ligorio haya tomado una posición muy enérgica en sus obras de moral. Y que haya sufrido, en consecuencia, toda suerte de ataques y persecuciones de sus oponentes, llegando al auge de los reveses e infortunios arriba mencionados.
Lección de vida para los católicos
Debemos considerar en esta existencia de San Alfonso, laboriosa y sembrada de tentaciones pero coronada por el triunfo de la virtud, una lección de confianza y de perseverancia para todos nosotros. En los peores momentos de dichas tentaciones, en los dolores y enfermedades, en las duras persecuciones, cuando los más cercanos le infligieron crueles contrariedades, él jamás desanimó, nunca fue flexible en su deseo de alcanzar la santidad, creciendo en piedad y devoción a medida que pasaban los sufrimientos.
Es importante resaltar aquí un pequeño episodio del final de su vida, cuando ya no podía caminar por sí mismo, siendo llevado en silla de ruedas por un hermano laico redentorista. Mientras paseaban por el convento, recorriendo los jardines y los patios internos, mientras hacían sus oraciones. Pero cierto día San Alfonso preguntó a su compañero:
– Hermano, ¿ya rezamos este Misterio del Rosario?
El buen discípulo, igualmente afectado por la edad, no estaba seguro y respondió:
– Sr. Obispo, no me acuerdo muy bien, pero creo que sí. En cualquier caso, ya rezamos tantos rosarios, que a Nuestra Señora no le importará si no hubiésemos contemplado tal o tal otro Misterio…
Y San Alfonso le replicó: – ¡Oh! Mi querido Hermano, ¡eso nunca! Si yo paso un día sin recitar el Rosario completo, ¡puedo perder mi alma!
Esa es la constancia, el coraje, el ánimo perseverante de un Santo sobre el cual se abatieron todas las tempestades. Ahora, lo que ocurrió con él, puede suceder en la vida de cualquiera de nosotros. ¡¿Cuántas veces no hemos pasado por aflicciones y reveses semejantes a los que atormentaron a San Alfonso?! Y a menudo, traen consigo la impresión de un colapso, de algo que cayó por tierra, de un camino intransitable.
Sin embargo, después de un periodo corto o largo de amarguras, surge más luz, más protección, otras victorias, otras alegrías. Y así, con una sucesión de túneles y caminos largos, Nuestra Señora nos va llevando para realizar los designios de Ella y de su Divino Hijo a nuestro respecto.
Imitemos, por tanto, a San Alfonso en su perseverancia, en su confianza humilde y profunda, entendiendo que en nuestra vida espiritual nos encontraremos con túneles oscuros, sin tener que aterrorizarnos con ellos. Más allá de la oscuridad, la Providencia nos marca una vía aún más brillante y luminosa que la anterior.
Estas son algunas reflexiones que nos sugieren la extraordinaria y edificante existencia de San Alfonso María de Ligorio.
(Fuente: http://santossegundojoaocladias.blogspot.com/2011/06/santo-afonso-maria-de-ligorio-um-modelo.html)
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