miércoles, 25 de septiembre de 2024
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San Antonio González, sangre española para que la fe floreciese en Japón

Pocos años antes de cumplirse el siglo cristiano del Japón, que se inicia en 1549 con la llegada de san Francisco Javier, llegó a éste país, el P. Antonio de León.

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Costa de Nagasaki – Foto: Sajan Rahbahak en Unplash

Redacción (24/09/2024 08:32, Gaudium Press) Pocos años antes de cumplirse el siglo cristiano del Japón, que se inicia en 1549 con la llegada de san Francisco Javier, llegó a éste país, el P. Antonio de León. Era el año 1636. Había nacido en León, España, alrededor de 1593. A los 16 años ingresa en la orden dominicana en el convento de Santo Domingo de la capital leonesa. Después de cursar sus estudios, fue ordenado sacerdote y destinado a proseguir su formación de especialización teológica. Asignado al convento de Piedrahita, ejerció allí como profesor de teología y maestro de estudiantes dominicos. El P. Antonio alternaba ambas actividades con la predicación. En esos ambientes y actividades, de estudio, de observancias religiosas y de predicación, nació, creció y se desarrolló en él un deseo de ser misionero y mártir.

Un día escuchó una carta que invitaba a incorporarse a las misiones de Extremo Oriente. Intuyó que aquella carta era una llamada para él y, con otros misioneros, embarcó rumbo a Filipinas. A finales del año 1632 llegaban a Manila. Nada más llegar manifestó su deseo de incorporarse de inmediato a las misiones del Japón. De momento, sin embargo, le encomendaron la administración y docencia en el colegio de Santo Tomás de Manila que, poco después, sería la primera universidad católica de Oriente. Siendo, más tarde, rector del Colegio de Santo Tomás, fue elegido para encabezar el grupo misionero destinado al Japón para suplir las bajas de otros misioneros y animar a los cristianos perseguidos.

El 10 de junio de 1636 partía con otros dos sacerdotes y otros dos laicos. El 21 del mismo mes llegaron a Nagasaki. El P. Antonio llegaba enfermo, pero no escatimó fuerzas ni valentía al contestar al interrogatorio de las autoridades en las que no faltaron las incitaciones a la apostasía y a profanar las sagradas imágenes que portaba. Le sometieron, primero, al suplicio del agua ingurgitada y, viendo que no conseguían su propósito, a otros tormentos que agudizaron su fiebre de tal forma que tuvieron que llevarle en brazos a la cárcel, donde finalmente murió. Fue al amanecer del día 24 de septiembre del año 1637 cuando entregó su alma a Dios. Su cuerpo fue llevado a la colina sagrada de Nagasaki y echado al fuego. Algunos cristianos disfrazados llevaron las cenizas para arrojarlas al mar, pudiendo también recuperar algunas reliquias. Los que habían formado parte de la expedición misionera del P. Antonio, otro español, un francés, dos japoneses y un filipino, sacerdotes unos y laicos otros, todos dominicos, fueron igualmente martirizados, esta vez decapitados, el 29 de septiembre del mismo año.

Su perfil humano es extraordinario. Una persona inteligente, estudiosa, brillante en sus estudios. La propia Orden Dominicana le promociona para que siga haciendo estudios de teología. Un hombre que brilló tanto en el aspecto intelectual como en el pedagógico. Fue rector y maestro de estudiantes de los dominicos. Fue profesor de teología. Fue, también, notable su sentido práctico, puesto que llegó a ser no sólo rector sino administrador del Colegio de Santo Tomás de Manila.

En 1987 Juan Pablo II canonizaba a 16 mártires dominicos en el Japón y dedicaba la fecha del 24 de septiembre a todos ellos. Entre esos 16 dominicos mártires del Japón, hay uno que es de León: el P. Antonio González, el P. Antonio de León.

Los que le conocieron hablaban de él como de un hombre de oración y de estudio, de observancia que llegaba hasta la penitencia, de apostolado y de testimonio. Tanto que defender, como buen dominico, la justicia y la verdad en su predicación, le ocasionó protestas y denuncias de las autoridades civiles por su valentía y franqueza.

Estas virtudes, llevadas hasta la heroicidad, prepararon el terreno para llegar a alcanzar la palma del martirio al amanecer de un 24 de septiembre de 1637.

Con información de Dominicos.org

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