Un día casi se ahoga, y comprendió que Dios lo tenía destinado a una gran misión.
Redacción (24/10/2021 08:06, Gaudium Press) Es claro que San Antonio María Claret, el santo que hoy se conmemora (1807-1870), hizo algo como marcar su tiempo, la época en que vivió.
Periodo de tibieza en la juventud
Imaginémonos un hombre de baja estatura, de temperamento ardiente español, catalán picante, hijo de una familia bastante piadosa, dedicada a la fabricación textil. Siendo joven, viviendo en Barcelona, sintió el llamado divino para algo más elevado, aunque era indefinido, pues no pensaba en la vocación sacerdotal. Pero en aquella ciudad, se implicó en el tema de tejer e ingresó en los asuntos prácticos de dicho negocio, comenzando a olvidar el fervor de su piedad de la época de niño. Pasó varios años enfrascado en el cuidado de las máquinas, telares y cosas similares.
Practicaba la religión, pero se puede decir que en ese período de su vida, San Antonio María Claret tendía a la tibieza. Frecuentaba la Iglesia, asistía a Misa los domingos, comulgaba algunas veces al año y rezaba el Rosario. Pero, fuera del estricto cumplimiento de las prácticas de piedad, sólo tenía pensamientos para su trabajo en la industria textil.
Cierto día, fue con sus compañeros a nadar en el litoral y el fuerte movimiento de las olas lo arrastró mar adentro. Apeló a la Santísima Virgen y, de forma inexplicable, sintió que flotaba en la superficie del océano, siendo llevado por una fuerza misteriosa hasta la playa, sin siquiera tragar una gota de agua.
Estando a salvo en tierra, asoció el episodio a un recuerdo que había tenido durante la Misa, de las palabras de Jesucristo en el Evangelio: “¿Qué provecho obtendrá el hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma?” (Mt 16,26). Perfectamente San Antonio puede ser patrono de los tibios.
Patrono de los tibios
Por su fidelidad a la gracia de la conversión se tornó un modelo de santidad, digno de ser imitado por todos. Él alcanzó ese triunfo sobre la propia indolencia espiritual porque siempre nutrió su particular devoción a Nuestra Señora y la Santísima Virgen, que lo tenía predestinado para grandes hechos, lo ayudó a erguirse.
Ordenado sacerdote, se convirtió en misionero. Se destacó como típico predicador popular, con algunas características excepcionales. Por ejemplo, tenía una voz potente, capaz de hacerse escuchar por las multitudes que llenaban las plazas públicas donde él pronunciaba sus sermones, pues el espacio interno de las iglesias era insuficiente para contener a todos los fieles deseosos de escucharlo. Y a menudo, incluso las plazas quedaban pequeñas para reunir al público que asistía a las predicaciones.
Cuando viajaba de una ciudad a otra, su fama de orador sacro era tanta que gran parte de la población de donde estaba lo acompañaba, en procesión, hasta encontrarse con los habitantes de la localidad vecina, para la cual él hablaría. Durante el encuentro, el Santo hacía un sermón de despedida y uno de saludo a los otros, conmoviendo el alma de todos.
Siendo un orador popular muy vivo, interesante, apasionado, profundo, sólido, substancioso y dotado de un carisma extraordinario, ocurrían hechos espectaculares durante las homilías. Por ejemplo, a veces él interrumpía sus palabras, señalaba a una mujer del público y le decía: “Usted cree que no morirá joven y tendrá varios años por delante. Pero su muerte será dentro de… – silencio – seis meses”. Naturalmente, la persona se desmayaba, lloraba, etc.
En otros momentos afirmaba: “Voy a expulsar un demonio que se cierne sobre el auditorio”. Y en seguida rezaba la fórmula del exorcismo. Estrepitosamente, un rayo en el cielo, las campanas suenan y la población queda aterrorizada. Hubo conversiones en masa, pues podemos imaginar el efecto de esas predicaciones.
San Antonio comprendía de modo claro que había sido destinado por Dios a la vocación de misionero junto al pueblo. Nunca deseó convertirse en un profundo teólogo, ni orador de alto porte, como un Padre Antonio Vieira, o un Bossuet, o un Bourdaloue, etc. Nació para hablar al pueblo y con su oratoria popular convertía multitudes.
Comprendió igualmente, que era un hombre para suscitar entusiasmo, más que coordinar el entusiasmo que suscitaba. Por esto, pasaba por las provincias despertando por todas partes el amor a Dios, dejando después que otros utilizaran aquella semilla y aquel fuego para mejores finalidades. Era, por tanto, un modelo de desprendimiento, sin la preocupación de recoger para sí, plantando para que otros cosechen.
Arzobispo en Cuba y confesor de la Reina
Después de una estupenda predicación en las Islas Canarias, fue promovido a Arzobispo en Cuba, que entonces era colonia española y cuya situación moral se encontraba muy decadente. San Antonio María Claret se dedicó a la conversión de la isla y cuando comenzó a obtener la enmienda de las costumbres, se desencadenó una intensa reacción contra él. Sufrió muchas y fuertes oposiciones, incluso atentados, hasta que la Reina de España intervino y lo retiró de aquellas tierras.
De regreso a la metrópolis, San Antonio María Claret se instaló en la corte como confesor de la Reina Isabel II. Una revuelta política la destronó y la exiló en Francia.
Defensor de la infalibilidad pontificia
En esa época, fundó la Congregación de los Hijos del Inmaculado Corazón de María, cuyo nombre resalta el fervor que él dedicaba a la Madre de Dios bajo esta invocación.
Algunos años después, durante el Concilio Vaticano I, sucedió uno de los celebres episodios de la vida de San Antonio María de Claret. Él ya era anciano, estaba enfermo, pero coronado por las más altas gracias que se pueden recibir. Por ejemplo, el Santísimo Sacramento nunca se deterioraba dentro de él, de una comunión a otra, de manera que era un sagrario vivo, así como Nuestra Señora que tuvo a Jesús viviendo dentro de Ella en el periodo de la Encarnación y Gestación.
Cuando escuchó en el Concilio Vaticano I declaraciones de algunos obispos contra la infalibilidad papal, San Antonio se levantó e hizo un famoso sermón en el que declaró: ¡Ojalá pudiese yo consumar mi carrera confesando y diciendo de la abundancia de mi corazón esta grande verdad: “Creo que el Sumo Pontífice es infalible!”.
La actitud de algunos hermanos en el episcopado lo abrumó y llenó de dolor, a tal punto que tuvo comienzos de apoplejía, por la que moriría poco después, en Francia, recogido en una Cartuja. Era el año de 1870.
Así terminaron los días de este magnifico varón de la Fe, modelo de Devoción a Nuestra Señora, en especial al Inmaculado Corazón de María y ardiente amante a la Santa Sede Apostólica. Demostró que, en las clases populares, al contrario de lo que pretende la Revolución, una predicación auténtica y buena produce maravillosos resultados.
Todas estas razones nos llevan, en el día de su fiesta, a confiar de modo particular en el patrocinio de San Antonio María Claret y pedirle que nos obtenga las mejores gracias del Cielo.
(Tomado, con adaptaciones, de Los Santos Comentados, por Monseñor João Clá Dias, EP)
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