jueves, 21 de noviembre de 2024
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San Basilio Magno, guerrero contra el arrianismo, defensor de la Trinidad, amigo del Nacianceno

Padre del monarquismo oriental, apodado “el Grande” por el excelente gobierno de su diócesis.

Basilio

Redacción (02/01/2024, Gaudium Press) El siglo IV de la era cristiana podría describirse como un período de controversias teológicas. Sin embargo, fue una época dorada para la Iglesia, pues, precisamente por ello, aparecieron figuras eminentes en la defensa de la Fe, entre las que se encuentran San Gregorio Nacianceno, San Gregorio de Nisa y su hermano San Basilio el Grande, a quien le dedicamos este artículo [hoy en su fiesta].

Una familia de santos

Nacido en Cesarea de Capadocia, hacia el año 330, Basilio pertenecía a una rica y noble familia cristiana. Pocos años antes de su nacimiento, la Iglesia había recibido la libertad de culto de manos de Constantino, poniendo fin al período de gran persecución de los emperadores romanos.

Sus padres fueron ejemplares en la práctica de las virtudes y la caridad hacia los demás, dedicando incluso parte de sus bienes a los pobres, enfermos y necesitados. Tuvieron diez hijos, entre ellos, además de San Basilio, destacan Macrina, Gregorio, obispo de Nisa, y Pedro, obispo de Sebaste, todos ellos elevados al honor de los altares.

Desde niño Basilio reveló tener un alma de fuego y un temperamento vigoroso, pero unidos a la dulzura de trato, que marcarán su trayectoria terrenal, especialmente cuando asuma la vida pastoral de la Diócesis de Cesarea.

Sin embargo, su temperamento fuerte no influyó en su salud, siempre frágil, a la que tuvo que dedicar frecuentes cuidados a lo largo de su vida.

Comunidad de jóvenes de Atenas

Recibió sus primeras letras en Cesarea, trasladándose posteriormente a Constantinopla y Atenas, importantes centros académicos de la época. Estudió retórica y filosofía, destacándose entre los demás estudiantes, por su rara capacidad intelectual y rectitud moral.

En Atenas, Basilio encontró uno de los mayores tesoros de su vida: Gregorio Nacianceno, de quien se hizo amigo íntimo y fiel. Providencial fue esta relación, que los animó a vivir con integridad en medio de las disolutas costumbres estudiantiles griegas.

Ironías, sarcasmos, preguntas insidiosas fueron los métodos utilizados para ridiculizar la verdadera doctrina y, lamentablemente, los estudiantes cristianos no siempre estuvieron a la altura de la tarea de rebatir falsedades y calumnias.

Fue en una de estas disputas estudiantiles que Gregorio conoció a Basilio. Inquietos por la presencia de este último, algunos compañeros, envidiosos de su talento y elocuencia, se le acercaron y “lo atacaron con preguntas muy tramposas y sutiles, con la intención de derribarlo en el primer asalto”, recuerda San Gregorio Nacianceno.

Sin embargo, admirable fue su respuesta. “Cuando me di cuenta de la prodigiosa eficacia de la dialéctica de Basilio, me uní a él… Y así, se encendió entre nosotros la llama de la amistad, que no fue simplemente una chispa, sino un faro alto y luminoso”.

Unidos en un mismo ideal, ambos trazaron un proyecto de vida: abstenerse de banquetes, fiestas y muchas otras cosas, todavía muy impregnadas de paganismo. Este ejemplo no tardó en llevar a un número significativo de chicos, que también aspiraban a la perfección, a unirse a los dos.

Después de terminar sus estudios en Atenas, decidió regresar a Capadocia.

Nulidad del mundo que pasa

De regreso en Cesarea, experimentó la terrible tentación de llevar una vida mundana y pacífica. Su fama se había extendido y sus conciudadanos le ofrecieron una cátedra de retórica, que aceptó gustoso.

El pecado y la vida disoluta estaban lejos de atraerlo, pero no fue a una vida fácil a la que lo llamó la Providencia. Y el instrumento divino que reavivó en su alma los anhelos de perfección que le habían surgido cuando estaba en Atenas fue su hermana Macrina.

Imbuida de la firmeza de las vírgenes, cuyo velo había recibido, no cesaba de exhortarlo a la vida consagrada, a aspirar sólo al Reino de los Cielos, a desprenderse de los efímeros honores de este mundo y a escuchar la voz interior que lo llamaba a dedicarse a Dios.

Más tarde, el mismo San Basilio escribirá que había perdido casi toda su juventud en el estudio de las ciencias mundanas y parecía que las admoniciones de su hermana lo habían despertado de un profundo sueño: “Reconocí la nulidad de la sabiduría del mundo que pasa y desaparece”.

Tras esta conversión, viajó por Egipto, Palestina y Siria, con el fin de visitar y conocer de cerca a los ascetas que allí vivían, deseando llevar una vida retirada, por lo que se dedicó más a la teología e inició el estudio de las Sagradas Escrituras.

Nace el monacato oriental

De regreso en Cesarea, pidió el bautismo -según la costumbre de la época, de ser bautizados de adultos-, vendió parte de los bienes que poseía e inició una vida de ermitaño cerca del río Iris, en Annesi, en una de las propiedades familiares.

Pronto lo acompañó Gregorio Nacianceno, seguido de muchos otros. No llevaban una vida como la de los ascetas que había visitado, ya que el deseo de Basilio era vivir en comunidad, dividiendo la jornada en momentos de estudio, trabajo, oración y sacrificios.

Esta nueva forma de vida comunitaria religiosa dio lugar a la institución de los monjes basilianos, para los que escribió unas prescripciones ascéticas, hoy conocidas como la Gran Regla y la Pequeña Regla, base del monaquismo oriental, que más tarde acabó teniendo influencia en los monjes de occidente.

Cinco años pasó San Basilio en la vida contemplativa. Tal vez pensó que allí pasaría toda su existencia, porque el ideal monástico era lo que más anhelaba. Pero la Providencia lo había destinado por otros caminos, en una época asolada por las herejías.

Obispo de Cesarea

Llamado por Eusebio, obispo de su diócesis natal, para que lo ayudara, fue ordenado presbítero por él y, a su muerte, Basilio fue elegido obispo de Cesarea para sucederlo.

Amigos de fórmulas ambiguas, que podían interpretarse a voluntad, los discípulos de Arrio continuaron arrastrando con sus ideas a gran parte de los fieles.

Viéndolos apoyados por el Emperador, que se creía con derecho a intervenir en la esfera espiritual, muchos de los fieles a la verdadera doctrina de la Iglesia contemporizaban con la herejía, por miedo a la persecución y al exilio. El mismo San Basilio fue censurado por las autoridades civiles, pero no cedió a sus peticiones, permaneciendo impertérrito en la defensa de la Fe.

El emperador incluso dividió la región de su diócesis, para restringir la acción del Santo. Este último, sin embargo, astuto como era, aprovechó la situación para crear dos nuevos obispados —Nisa y Sasima—, poniendo al frente de ellos a su hermano Gregorio y a su amigo del mismo nombre.

Una sola esencia, en tres Personas Divinas

Las controversias teológicas con los arrianos giraban sobre todo en torno a la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo.

Hombre de un profundo espíritu de piedad, contemplativo y de gran unión con Dios, Basilio supo definir la diferencia entre los términos griegos empleados, dando a entender que en Dios hay una sola esencia y tres Personas. Y que, por tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. En su Tratado sobre el Espíritu Santo, proclama la divinidad de la Tercera Persona y su igualdad consustancial con el Padre y el Hijo; y mostró que las fórmulas con, en quién, para quién, por quién, usadas al mencionar al Espíritu Santo, no suponen que tiene un origen o esencia diferente del Padre y del Hijo.

Su mayor mérito estuvo, por tanto, en clarificar la terminología teológica trinitaria, completando el campo de la ortodoxia católica de Nicea, y contribuyendo a la futura definición del Símbolo Niceno-Constantinopolitano, promulgado en el Concilio de Constantinopla, pocos años después de su muerte.

Apodado “el Grande”, aún en vida

San Basilio estuvo nueve años al frente de la Iglesia de Cesarea y, además de sus luchas doctrinales, su labor de pastor fue infatigable, realizando innumerables obras de caridad: acogió a los pobres, animó a los ricos en la caridad fraterna, continuó para promover la vida monástica, fundó un hospital conocido como Basilíades, en tiempos de hambruna unió todos sus esfuerzos para mitigar la penosa situación que atravesaba su diócesis, además de muchas otros que, junto a toda su actividad apologética, le valieron el sobrenombre “el Grande”, aún en vida.

Entregó su alma justa a Dios el día primero de enero de 379 y, sin embargo, en cierto modo podemos decir que no murió y permanece vivo en el firmamento de la Iglesia, iluminándola como un sol de fidelidad, en un ejemplo perpetuo y fiel de amor a la verdad ya Dios.

(Texto extraído, con adaptaciones, de Revista Arautos do Evangelho n.157, enero de 2015. Por Sr. Lucilia Lins Brandão Veas, EP)

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