sábado, 23 de noviembre de 2024
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San Columbano, regalo de Dios a Europa desde la Isla de los Santos

San Columbano, de entre los monjes misioneros que pasaron desde las islas británicas al continente europeo, brilla como gran impulsor del monacato occidental.

Sao Columbano 696x511 1Redacción (23/11/2024 09:21, Gaudium Press) Casi desconocida en el continente europeo hasta finales del siglo IV, Irlanda se hizo profundamente cristiana gracias a la evangelización iniciada allí por San Patricio. Y el extraordinario florecimiento de la vida religiosa visto en esas tierras le valió el nombre de Isla de los santos.

Sin embargo, a principios del siglo VI numerosos monjes la abandonaron para ir a evangelizar a los pueblos bárbaros de la naciente Europa. «El monacato irlandés hizo así de puente entre el Imperio romano y su cultura que desaparecía y el mundo nuevo que pugnaba por salir a la luz».1

Entre todos los religiosos que salieron de la isla en aquella época, San Columbano se destaca de un modo admirable como el misionero irlandés más insigne.

Joven de una gran inteligencia y belleza

Poco se conoce acerca de su nacimiento y primeros años de vida. Se sabe que nació en Leinster hacia el año 550, en torno al mismo período de la muerte del patriarca San Benito.

Su educación e instrucción fueron esmeradísimas desde su cuna, habiéndole ejercitado sus padres en el aprendizaje de la Sagrada Escritura y de las ciencias literarias. «Estudió Gramática, Retórica, Geometría y otras disciplinas más adecuadas a la formación de un joven culto, según la costumbre de aquellos tiempos y lugares».2

Además de dones espirituales, la Providencia lo dotó de gracia y de particular belleza física, lo cual podía ser motivo para abandonarse a las pasiones desordenadas y al pecado. De hecho, no faltaron jóvenes vanidosas que, movidas por lascivia, trataron en vano de arrastrarlo a la perdición.

Con 15 años, escandalizado con lo engañoso de esta vida pasajera y sintiendo la necesidad de preservarse de los excesos del mundo, buscó consejo en una virgen reclusa que vivía en olor de santidad en los alrededores. Le expuso sus tentaciones y le pidió que le indicara un remedio seguro para no caer en ellas. «Huye; huye si quieres salvarte. Para tu edad y tus circunstancias no hay cautela que baste si te quedas en el siglo. No te pienses que puedes impunemente mirar, hablar y moverte en medio de las vanidades femeninas sin probar su veneno. […] ¡Huye, hijo mío querido!; ¡huye si quieres evitar caídas y quizá la ruina eterna!».3

El comienzo de una gran vocación

Las palabras de la venerable anciana resonaron hondamente en Columbano. Percibió que este era el llamamiento que Dios le hacía y huyó del mundo y de sus peligros. Primero se retiró a la casa de un santo varón llamado Silene, muy piadoso y gran conocedor de los textos sagrados, y luego se marchó a un convento de Bangor, por entonces el más célebre de Irlanda.

Con tres mil religiosos imbuidos del primitivo fervor monástico, el cenobio brillaba iluminado por su abad, San Congal, reputado por su austeridad y su paternidad para con sus discípulos. Decidido a ser un verdadero santo, Columbano fue acogido benignamente por él. Después de haber recibido el hábito, su espíritu inflamado encontró en ese lugar el alimento que tanto deseaba, y empezó a dar pasos de héroe en las vías de la renuncia y de la abnegación. Permaneció allí algo más de diez años, y en ese tiempo fue ordenado sacerdote.

No obstante, sentía que otras tierras y otros pueblos lo llamaban, y resolvió dirigirse hacia la Galia. San Congal, al ver en ese anhelo una inspiración divina, le concedió el permiso para marchar con doce de sus condiscípulos, en honor a los doce Apóstoles.

Abundantes frutos de su ardor apostólico

A los pocos días de viaje desembarcaba ya en la Galia, a la que consagraría la mitad de su vida. En aquella época se hablaba precisamente de una enorme decadencia del espíritu religioso, que había tenido tan buen comienzo un siglo antes con Clodoveo, a causa de las frecuentes invasiones de los enemigos externos o de la negligencia de los pastores.

En Borgoña, el rey Gontrán le ofreció un antiguo castillo romano en ruinas, en mitad del bosque, para que se estableciera. Allí inició su primera fundación, Annegray, que se hizo famosa en toda la comarca. Pasó varios años entre sus severas paredes, llevando una vida ruda y austera, hasta que el excesivo número de discípulos le obligó a emprender una nueva fundación: el monasterio de Luxeuil, que en siglos posteriores fue uno de los centros más pujantes e insignes de la cultura y de la civilización europeas, una especie de Monte Cassino francés. Luego seguiría la fundación del de Fontaine.

Inmensos beneficios sobrevinieron de estas iniciativas. Los bosques y terrenos baldíos en los que se instalaban los monasterios enseguida eran cultivados y desbrozados. Numerosas regiones de la actual Francia fueron urbanizadas por los monjes, que «sabían realizar el pesado trabajo del campo con la misma perfección con que escribían los delicados pergaminos de sus códices y se esforzaban en guiar a las almas con su ardiente palabra».4

Lumbrera de virtud y santidad

En poco tiempo la acción de Columbano dio un fuerte impulso a la vida religiosa y la temporal en Europa, porque «de más de cincuenta [de los conventos] de todo el continente se puede probar que estuvieron bajo el influjo de los monjes traídos por él. Por otro lado, precisamente ese plantel incomparable de monasterios fue en los siglos siguientes la base de todo lo que significa civilización».5

Igualmente poderosa fue su influencia personal. Sus fogosos discursos parecían transmitirles a los hombres la voz del Altísimo, y en su rostro brillaba visiblemente la fuerza de Dios. Los obispos lo miraban con admiración y respeto, reyes de todas partes acudían a consultarle y el pueblo lo veneraba. Cuando salía del monasterio para visitar una provincia, las vocaciones brotaban a su paso.

El Señor le comunicó también el don de imprimir en el corazón de los jóvenes el más puro y elevado espíritu monacal, y desarrollarlo en ellos de una manera incomparable. Los niños eran entregados por sus progenitores para que los educara en la piedad y en las letras, y los formara en la disciplina monástica.

Regla y disciplina, vehículos de atracción hacia la vida monástica

En las vigorosas manos de este santo prior el trabajo y la oración alcanzaron proporciones sin precedentes hasta entonces. La muchedumbre de monjes formada tanto por siervos como por nobles ascendió rápidamente a seiscientos; favorable ocasión que supo aprovechar para instituir el llamado laus perennis, una serie de oraciones e himnos rezados a lo largo del día y de la noche, durante los cuales los religiosos elevaban sus voces, «tan infatigables como las de los ángeles»,6 en alabanza a Dios pidiéndole por los pecadores, por la cristiandad y por la concordia entre los reyes.

El incansable abad también escribió en Luxeuil, donde residió casi veinte años, un conjunto de normas —la Regula monachorum, que durante cierto tiempo llegó a ser más difundida que la benedictina—, como cimiento y sostén del edificio espiritual iniciado por él.

Asimismo, redactó De pœnitentiarum misura taxanda, obra mediante la cual «introdujo en el continente la confesión y la penitencia privadas y reiteradas; esa penitencia se llamaba “tarifada” por la proporción establecida entre la gravedad del pecado y la reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas entre los obispos de la región, sospechas que se convirtieron en hostilidad cuando San Columbano tuvo la valentía de reprochar abiertamente las costumbres de algunos de ellos».7

Acción que no dejó de despertar enemigos

Cuando estuvo en Austrasia, región que se extendía a ambos lados de la frontera de las actuales Francia y Alemania, se vio envuelto en un conflicto con la reina Brunegilda, abuela del joven monarca Teoderico II, por el honor de la moral cristiana.

La ambición de gobernar en solitario llevó a Brunegilda por mal camino, pues, al temer que su nieto se casara con una princesa que eclipsara su poder, lo influenció para que viviera con concubinas. Movido por su celo pastoral, el santo abad logró que contrajera matrimonio lícitamente, pero tanta fue la presión ejercida por su abuela que en menos de un año Teoderico repudió a su legítima esposa y comenzó una vida de adulterio.

Cierta vez, estando de visita en la corte, el monje se encontró con esa indigna mujer, quien le presentó a los cuatro bastardos de Teoderico:

—Estos son los hijos del rey, fortalécelos con tu bendición.

—¡No! —le contestó Columbano—. No van a reinar.8

A partir de ese momento, Brunegilda le juró una guerra a muerte contra él. Prohibió que sus monjes salieran del monasterio y recibieran ayuda de quien quiera que fuese. El intrépido irlandés fue entonces al encuentro de Teoderico, para tratar de iluminarlo y conducirlo de vuelta a las buenas costumbres. Al enterarse de que el abad había llegado, pero que no quería entrar en el palacio, el rey hizo que le llevaran una comida suntuosamente preparada a fin de conquistarlo. Columbano se negó a aceptar alimentos que venían de la mano de aquel que acababa de permitir tan duro golpe contra sus hijos espirituales. Tan sólo trazó una señal de la cruz sobre las bandejas que contenían los diversos platos y todas se rompieron milagrosamente.

Teoderico se asustó mucho con el prodigio y fue a pedirle perdón, prometiéndole enmendarse. Pero el rey, en su desenfreno y, presionado por su abuela, expulsó brutalmente al santo de sus territorios, amenazándole incluso con violar la regla de los conventos. Columbano, sin embargo, le advirtió, con su habitual audacia: «Si venís aquí para destruir nuestro monasterio, sabed que vuestro reino, con toda vuestra raza, serán destruidos».9

Injusto destierro

Columbano fue trasladado de su comunidad a la ciudad de Besanzón, hasta que decidieran su destino. No obstante, el valeroso guerrero de Cristo tomó de nuevo el camino de Luxeuil para estar con sus monjes. El rey, cegado por la ira, envió emisarios para que lo llevaran de vuelta, aunque fuera por la fuerza.

Los hombres llegaron cuando estaba rezando los salmos con la comunidad y le ordenaron que regresara a Besanzón, desde donde tendría que abandonar el continente. Les respondió que, tras haber dejado su patria para el servicio de Jesucristo, sabía que no era voluntad de Dios que volviera allí. Ante tal manifestación de fidelidad y firmeza, los emisarios se arrodillaron, le imploraron perdón y le dijeron que su rechazo significaría la muerte de todos…

Ante la injusticia que sería cometida contra ellos, «el intrépido irlandés cedió, y abandonó el santuario que había fundado, en el que había vivido durante veinte años y que nunca volvería a ver».10 Un escalofrío de tristeza y aprensión se apoderó de los monjes y muchos se dispusieron a acompañarlo en el destierro; intención, no obstante, enseguida frustrada debido a la prohibición real de marcharse del monasterio, aplicada a quienes no fueran irlandeses.

En su exilio, Columbano recorrió varias regiones de la Galia, en las cuales realizó milagros y portentos. En cierta ocasión, reafirmó la maldición que el Altísimo había decretado contra la familia real, ordenándole a uno de sus guardias que le transmitiera a Teoderico este mensaje: «Ve y dile a tu amigo y señor que dentro de tres años él y sus hijos serán aniquilados, y que toda su raza será exterminada por Dios».11

Columbano pasó por la corte de Clotario II, rey de Neustria —al norte de la Francia hodierna—, y allí predijo que un día él reinaría sobre todos los francos.

Últimos años de un arduo combate

Decidió, finalmente, dirigirse a Italia, fértil terreno para el apostolado, donde el paganismo y el arrianismo amenazaban la expansión de la Iglesia. Aunque arriano, el rey de los lombardos, Agilulfo, lo recibió benignamente. Tan pronto como llegó a Milán, Columbano se puso a escribir contra la pérfida herejía, que se imponía principalmente entre la nobleza lombarda.

El rey no le retiró su amistad por esto, sino que le donó tierras en una zona llamada Bobbio, donde el abad restauró una antigua iglesia dedicada a San Pedro y construyó su último monasterio, que durante mucho tiempo fue el baluarte de la ortodoxia contra los arrianos y un foco de ciencia y enseñanza que iluminaba toda la Italia septentrional. Su escuela y su biblioteca, rica en códices, se hicieron las más famosas de la Edad Media.

Durante los tres años que estuvo en Bobbio se cumplió la profecía que había hecho sobre la familia de Teoderico: éste murió repentinamente con 26 años, la reina Brunegilda fue asesinada brutalmente y los dos niños mayores, hijos del rey, fueron masacrados. En cuanto a Clotario II, se convirtió, a hierro y sangre, en el único rey de todos los francos, como había predicho el santo.

R251 5 HAG Abadia de Sao Columbano

En Bobbio, San Columbano construyó su último monasterio; de allí se retiró a una cueva, donde vivió en ayuno y oración hasta el día de su muerte Abadía de San Columbano, Bobbio (Italia)

El final de sus días

En Italia, el venerable abad terminó sus días revestido de la misma radicalidad con la que había emprendido el camino de la santidad. Buscando una soledad aún mayor de la que tenía en el monasterio, en Bobbio encontró una cueva que transformó en capilla dedicada a la Santísima Virgen. Allí pasó sus últimos días en ayuno y oración, yendo al convento tan sólo los domingos y días de fiesta. El 21 de noviembre del 615, dejó este mundo para vivir con Dios, en compañía de los ángeles y de los bienaventurados.

En palabras de Benedicto XVI, «El mensaje de San Columbano se concentra en un firme llamamiento a la conversión y al desapego de los bienes terrenos con vistas a la herencia eterna. […] Constructor incansable de monasterios, y también predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a alimentar las raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía espiritual, con su fe y con su amor a Dios y al prójimo se convirtió realmente en uno de los padres de Europa».12 

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Notas

1 ÁLVAREZ GÓMEZ, CMF, Jesús. Historia de la vida religiosa. Madrid: Publicaciones Claretianas, 1987, t. I, p. 433.

2 GIANELLI, Antonio. Vita di San Colombano abbate irlandese. Torino: Fontana, 1844, p. 4.

3 Ídem, pp. 5-6.

4 SCHNÜRER, apud ECHEVERRÍA, Lamberto de et al. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 1959, t. IV, p. 433.

5 ECHEVERRÍA, Lamberto de et al. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 1959, t. IV, p. 433.

6 GUÉRIN, Paul. Les petits bollandistes. Vies des Saints. 7.ª ed. Paris: Bloud et Barral, 1882, t. XIII, p. 530.

7 BENEDICTO XVI. Audiencia general, 11/6/2008.

8 Cf. GUÉRIN, op. cit., p. 531.

9 Ídem, p. 532.

10 Ídem, p. 533.

11 Ídem, p. 534.

12 BENEDICTO XVI, op. cit.

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