Destacándose entre las más arrebatadoras páginas de la Sagrada Escritura, el noble holocausto del protomártir nos enseña como es la dinámica interna de los “hijos de las tinieblas”.
Redacción (26/12/2022 09:10, Gaudium Press) Después de conmemorar las alegrías radiantes de la Navidad, la Iglesia celebra el 26 de diciembre la memoria de San Esteban, su primer mártir. El holocausto de este extraordinario héroe de la fe es así narrado por los Hechos de los Apóstoles:
En aquellos días, Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, hacía prodigios y grandes milagros entre el pueblo. Algunos de la sinagoga, llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban. Pero no pudieron resistir a la sabiduría y al Espíritu que lo inspiraba. (…)
Oyendo estas palabras, sus corazones fueron heridos por el odio y rechinaban los dientes de rabia. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, elevó los ojos al Cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: “Veo el Cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios”.
Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él. Y arrastrándolo afuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos, dejando sus capas a los pies de un hombre llamado Saulo, se pusieron también a apedrear a Esteban, que rezaba y decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas, gritó con voz fuerte: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y con estas palabras, durmió en el Señor.
Prodigios que suscitan el odio de los malos
De este sublime relato, el primer hecho que consideramos es que, según nos cuenta la Escritura, San Esteban hacía milagros, y su vigor, natural y sobrenatural eran manifiestos; él era un hombre “lleno de gracia y de fortaleza”. Ahora bien, en vista de esos hechos espectaculares, la pertinacia de los que deseaban perseguir a Esteban es bien señalada en los Hechos de los Apóstoles: tomados de odio, se levantan para discutir sofísticamente con él y atacarlo.
Sin embargo, sus opositores no pueden resistir a la sabiduría y al Espíritu con los cuales Esteban hablaba. De tal modo que, después de haber obrado prodigios, él también argumentó de forma maravillosa, confundiendo completamente a los malos y dejándolos sin palabras con qué replicar. Y los que odiaban los milagros, detestaron aún más sus argumentos.
Se trataba, pues, de una ira creciente, a medida que San Esteban iba manifestando las excelencias depositadas por Dios en su alma. Se engañaría quien pensase que la rabia de los de la sinagoga surgía porque San Esteban fue inhábil, porque cometió algún equívoco o porque no entendieron algo de lo que dijo. Ellos comprendieron perfectamente, se dieron cuenta de las maravillas que Esteban obraba y oyeron argumentos contra los cuales no tenían respuesta. Entonces lo odiaron, porque era bueno y sin error. Así es comúnmente el proceso de quienes hacen el mal. Atacan el bien y la verdad porque no pueden soportarlos. Y entre más grande sea la manifestación de la verdad y del bien, mayor es el odio que suscita en los malos. Esos que se mostraron hostiles a San Esteban eran de la misma laya de los que decidieron la muerte de Nuestro Señor, de los que prefirieron a Barrabás al Cordero inmaculado; el ladrón, el facineroso fue considerado más simpático, más atrayente y agradable que Nuestro Señor, por causa del amor al mal. Ese es el obrar común de los “hijos de las tinieblas”.
¿San Esteban habría sido imprudente?
Prosiguiendo, la narración sagrada nos evoca la actitud de San Esteban, que “elevó los ojos al Cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, de pie a la derecha de Dios, y dijo: ‘Veo el Cielo abierto y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios’”.
Es interesante hacer aquí una composición de lugar, e imaginar el modo como San Esteban exteriorizó esa magnífica afirmación. Pudo haber sido de tal manera que los oyentes percibieran toda su veracidad, y vieran que él tenía razón. ¡Relucía en él tal reflejo de lo que decía, una evidencia tan elevada de la autenticidad de lo que hablaba, que sus palabras eran irrechazables! De hecho, fue un resplandecimiento de gracia mística tan inmenso que sus perseguidores no lo pudieron soportar, y crecieron en odio al punto de resolver matarlo.
Se podría preguntar si San Esteban no fue imprudente al enfrentar de ese modo la ira de los malos. ¿No hubiese obrado mejor si se hubiese ido, sin forzar, por así decir, a aquella gente a cometer un asesinato sacrílego? Él, hizo lo contrario: cada vez se afirmó más, aumentando la rabia de sus contendores, hasta que llegaron al homicidio.
La primera respuesta a esa pregunta la encontramos en la propia Escritura: San Esteban estaba lleno del Espíritu Santo. Por lo tanto, actuaba correctamente, bajo la inspiración divina. El hecho es que él estaba involucrado en una lucha cuyo desenlace era incierto. En esa pugna, él intentaba con insistencia penetrar en aquellas almas por medio de una nueva maravilla que obraba. Para conmoverlas y conquistarlas, él fue afirmando verdades cada vez más elevadas. Cuando alcanzó el ápice de su apostolado, sus interlocutores, empedernidos en rechazar lo que San Esteban decía o hacía, cometieron el asesinato. No quisieron ceder a la bondad y la virtud de Esteban. Se irguieron contra él y sólo callaron cuando perpetraron el ignominioso asesinato.
La muerte plácida de los justos
Lo cometieron – describen los Hechos de los Apóstoles – después de lanzar grandes gritos y de “taparse los oídos”, como se acostumbraba a hacer frente a alguien que profiriese una blasfemia. Y con un odio que los movía a todos, se lanzaron contra San Esteban, apedreándolo mortalmente. Un detalle curioso destacado por la Escritura es que “los testigos dejaron sus capas a los pies de un hombre llamado Saulo”. Saulo, el futuro San Pablo, era en aquel tiempo un fariseo y perseguidor encarnizado de los cristianos.
La vida de San Esteban se va extinguiendo bajo la brutalidad de la lapidación.
Tratemos de imaginar esa escena maravillosa. Él, cual segundo Cordero de Dios, con los ojos vueltos hacia el cielo, herido y vertiendo sangre por todo su cuerpo, con contusiones horrorosas, hace apenas esta oración: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”, “Señor Jesús, recibe mi espíritu”.
¡Qué impresión extraordinaria debía causar esa actitud en las almas buenas!
Y luego, cayendo de rodillas, gritó con voz fuerte: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
Por lo tanto, la primera oración – “Señor Jesús, recibe mi espíritu” – él la dijo de pie. Pero, naturalmente, encorvado por la violencia de las pedradas, no pudo mantenerse más erecto.
Cayó de rodillas, y en esa postura tan supremamente conveniente para la oración, pidió a Nuestro Señor que no les tuviese en cuenta ese pecado. O sea, todavía con voz fuerte, rogaba el perdón para sus propios agresores. En el auge de la tragedia dice una frase de una simplicidad y de una serenidad sublimes.
«Y con estas palabras, durmió en el Señor.»
Todo se acabó y llegó la muerte plácida de los justos. La tormenta se había transformado en un sueño, el martirio estaba consumado, él dormía en Dios. Al exhalar el último suspiro, aquel hombre todo ensangrentado, ciertamente habrá tenido una expresión fisionómica tranquilísima. Su alma subía al Cielo.
¡Cómo ese martirio es digno de ser el primero de la Historia de la Iglesia, ejemplo para los demás holocaustos de los que murieron dando testimonio de su fe en Cristo Jesús, Señor Nuestro!
(Basado en el artículo San Esteban, lleno de la gracia divina, de Plinio Corrêa de Oliveira. Rev. Dr. Plinio, No. 69, diciembre de 2003, p. 24-27, Editora Retornarei Ltda., São Paulo)
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