Ejemplo vivo del desprendimiento y de la falta de pretensiones, San Francisco brilló por la pobreza de espíritu: tuvo el corazón libre de todo y cualquier apego, convencido de que la representación de este mundo se termina.
Redacción (04/10/2025 12:03, Gaudium Press) En los últimos fulgores del siglo XII, en el seno de una acomodada familia de la ciudad de Asís veía la luz un varón enviado por Dios, cuyo nombre inicialmente era Juan (cf. Jn 1, 6).
Su madre, una mujer muy piadosa llamada Pica, le había puesto ese nombre sin el conocimiento del padre, Pedro de Bernardone, pues se encontraba de viaje de negocios en Francia. Algunos autores narran que el progenitor se quedó tan contento cuando regresó de ese país y conoció a su hijo que quiso que se llamara Francesco, es decir, el «francesito» o «pequeño francés» en italiano.1 Y, de hecho, así pasó a ser conocido.
Un joven de espíritu fuerte y alegre
La infancia y la juventud de Francisco transcurrieron en la más completa despreocupación. Como hijo de ricos comerciantes, siempre tuvo a su disposición mucho dinero, que gastaba casi sin pensarlo. Dotado de una manera de ser muy liberal, disfrutaba tranquilamente de todo lo que podía en términos de buena alimentación, ropas y bienes personales.
Pronto se notó que «pertenecía a la clase de los espíritus fuertes y alegres»,2 convirtiéndose rápidamente, en su constante efusividad, en líder de sus coetáneos. Pese a ser bromista, era muy amable y cortés con quien quiera que le dirigiera la palabra, nunca injuriaba a nadie ni pronunciaba vocablos torpes, incluso cuando le ofendían. Así, vivía rodeado de amigos, con los cuales se complacía en fiestas y paseos por la ciudad, al son de canciones.
Enseguida brilló también en su espíritu la virtud de la generosidad. Respondía con invariable solicitud todas las peticiones de los pobres y necesitados, llegando un día a hacer el propósito de no negar nunca un pedido que se le presentara en nombre del Señor.3 La avaricia jamás encontró morada en su corazón, quizá como un signo de enorme predilección que la Providencia había depositado en su alma.
El comienzo de la conversión
Fue en el auge de esa juventud frívola cuando Dios empezó a revelarse a Francisco y a hablarle al corazón. En dos ocasiones lo visitó en sueños, los cuales, aunque no tuvieran un claro carácter místico, lo conmovieron profundamente y le hicieron reflexionar sobre la vida que llevaba.
El primer hecho manifiesto de su conversión ocurrió cierta vez en la que caminaba cantando con sus compañeros por las calles de Asís. Súbitamente, se vio arrebatado por el Señor «y su corazón se llenó de tanta dulzura que no podía hablar ni moverse, tampoco sentir ni oír otra cosa que no fuera esa dulzura, la cual lo distanciaba tanto de los sentimientos mundanos que, como él mismo diría después, incluso si hubiera sido cortado en pedazos no habría podido moverse de aquel sitio»4.
Desde ese día en adelante algo cambió en su interior. «Comenzó a reputarse vil y a despreciar aquellas cosas que antes amaba, aunque no plenamente todavía, pues aún no estaba completamente desapegado de las vanidades de este mundo»5.
Sin embargo, el camino que la Providencia le había trazado no se le presentaba con entera claridad. Ansiaba la pobreza por encima de todas las cosas, pero como su corazón no encontraba eco en los ambientes que frecuentaba, se abstenía de pedirle consejo a los demás al respecto, excepto a Dios.
La voluntad divina se vuelve manifiesta
Un día cuando pasaba por delante de la iglesia de San Damián, Francisco oyó una voz interior que le ordenaba que entrara a rezar. Obediente, entró en el recinto y se puso a orar ante una imagen del Crucificado, la cual, de repente, empezó a hablarle: «Francisco, ¿no ves que mi casa está en ruinas? Ve, pues, y repárala»6.
Al principio, el joven converso entendió al pie de la letra la petición del Redentor y, con mucha prontitud, consiguió reformar completamente aquella pequeña iglesia. No obstante, las palabras de Cristo poseían un alcance muchísimo mayor, que Francisco sólo logró comprender con el paso del tiempo: él debía ser un renovador de la Santa Iglesia Católica, reconduciéndola hacia el buen camino, del cual, infelizmente, se había desviado.
Dicha manifestación divina fue de gran auxilio para que el Poverello comprendiera su vocación. Ésta se explicitó definitivamente durante una Misa en la que escuchó de los labios del sacerdote las palabras del Señor: «No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mt 10, 9-10). Al oír esto exclamó emocionado: «¡Esto es lo que deseo realizar de todo corazón!».
A partir de aquel momento, «supo con certeza absoluta lo que quería, no vaciló ni dudó más. […] Rebosante de alegría, toda su alma suspiraba seguir la palabra del Señor y concretizarla»7.
Oposición por parte de su familia
Ahora bien, como le suele ocurrir a quienes se entregan con radicalidad al servicio de Dios, la persecución no tardó en llegar a la vida de Francisco. Habiendo resuelto abandonar casas, campos, padre, madre y hermanos por amor a Dios, recibió enseguida la recompensa prometida por el Salvador: el céntuplo, con persecuciones (cf. Mc 10, 29-30).
Su padre, Pedro de Bernardone, puso férrea resistencia a la decisión de su hijo de seguir a Cristo. Cierto día, no sabiendo ya qué hacer para disuadirlo de sus intentos, lo denunció al obispo con calurosas quejas. Éste, sin embargo, discreto y sabio, le aconsejó a Francisco que compareciera en su palacio y respondiera a las acusaciones de su padre. Y así lo hizo.
El día señalado se presentó ante el obispo. Tras ser confortado por las ardorosas palabras de éste, el santo joven tomó una actitud inesperada: se dirigió a una habitación próxima, se despojó de sus ropas y regresó al salón para depositarlas, junto con todo el dinero que llevaba, a los pies de su progenitor, como signo de plena ruptura con el mundo. Pedro de Berbardone, estupefacto y echo una furia, recogió las pertenencias de su hijo «enloquecido» y se marchó sin decir nada.
Entonces el prelado, con lágrimas en los ojos, se acercó al joven y lo vistió con su propio manto, escondiendo, en los grandes dobleces de este, su penosa desnudez; a continuación, lo estrechó fuertemente contra su corazón.8
A partir de este episodio, San Francisco se desposó para siempre con la «Dama Pobreza». En adelante sería, para la cristiandad de su tiempo, «el símbolo y el recuerdo vivo de Cristo. […] Cuando el mundo estaba en peligro de volverse gélido, llegó la hora de este santo del amor. Se merece el nombre de “transformador del mundo”»9.
¿Por qué «transformador del mundo»?
Para entender bien el espíritu y la obra de San Francisco es necesario considerar que la humanidad del siglo XIII estaba siendo corroída por una profunda crisis, establecida sobre todo en los estratos más altos de la sociedad, incluso en el propio clero. Había un «entusiasmo creciente por los placeres del mundo, efecto directo de las mejoras de las condiciones de existencia y del desarrollo de las relaciones entre las personas»10. Traduciéndose enseguida en las costumbres, ese afán de gozo terreno se extendió por todas las clases sociales y dio libre curso a los excesos de lujo y a la avidez del lucro; en consecuencia, los corazones se desprendieron gradualmente del amor al sacrificio y de las aspiraciones de santidad.11
Francisco representaría lo contrario de esa decadencia. Además su admiración de Dios en el orden del universo se expresaría de manera incomparable en el famoso Cántico de las criaturas, «el sermón nuevo que el santo mandó a sus discípulos que predicaran por el mundo entero, para conquistarlo para el amor de Dios»12.
Los primeros seguidores y la fundación de la Orden
Una vez aclarado totalmente acerca de su misión, Francisco empezó a anunciar la verdad en el pleno ardor del espíritu de Cristo e invitó a otros a que se asociaran a él en la búsqueda de la santidad. Cuando consiguió congregar a su alrededor doce discípulos, decidió que de ahí en adelante se llamarían Frailes Menores. El grupo se reunía en torno a la iglesia de la Porciúncula, siempre vistiendo ropas viles.
Inspirado por Dios, el Poverello se marchó a Roma con el fin de obtener de Inocencio III la aprobación de su primera Regla, que prescribía una pobreza absoluta en imitación a la vida de Cristo y de los Apóstoles. El Santo Padre, que pocos días antes había visto en sueños a la Santa Iglesia siendo sustentada milagrosamente por un hombrecillo pequeño y de aspecto miserable, enseguida reconoció a San Francisco y le concedió no sólo la aprobación que deseaba, sino todo signo de bienquerencia y admiración.
Nuevo camino de salvación
Aprovisionados de la bendición y la protección papales, los religiosos salieron por las ciudades, en pareja, proclamando a todos aquel nuevo camino de salvación que Dios se había dignado revelar a su padre espiritual.
En sus predicaciones, San Francisco poseía «algo de insinuante que persuadía. […] Era un moralista inexorable, que no callaba nada de lo que le pareciera errado», y por eso despertaba «en torno de sí no solamente admiración, sino también temor: tenía en sí un poco del alma terrible de San Juan Bautista». Su discurso se comparaba «a una espada que traspasaba los corazones».13
Ese inmenso apostolado conquistó enseguida para el servicio de Dios a una joven noble de 17 años llamada Clara, la cual, arrebatada por la santidad de Francisco, decidió seguirlo de todo corazón. Se convertía entonces en la fundadora de la rama femenina de la Orden.
En poco tiempo eran tantos los que se sentían atraídos por el carisma franciscano que Francisco se vio obligado a fundar también una Tercera Orden, a la cual vendrían a pertenecer nada más y nada menos que San Luis IX de Francia, Santa Isabel de Hungría y Santa Isabel de Portugal.
Perseguido por sus propios discípulos…
A pesar de tantas victorias, el Santo de Asís no escapó de la tragedia de los conflictos internos. Fue traicionado por uno de sus discípulos más cercanos, Elías de Cortona, que le arrancó de sus manos el gobierno de la Orden. Ese hijo infiel arrastró tras de sí a otros e hizo de los Frailes Menores una institución vistosa ante el mundo, que pronto ocupó cátedras de universidades. Con inmenso dolor en el corazón, Francisco tuvo que renunciar a su obra más amada…
Los discípulos rebeldes contaban con el apoyo de la curia romana, que juzgaba la Regla evangélica de San Francisco demasiado dura como para ser observada por los «más débiles». El propio pontífice alegó, cierta vez, que era necesario «pensar en los que vendrían después»14.
Un hermoso día, no obstante, mientras caminaba angustiado y temeroso por el futuro de su «familia pobre», se le apareció un ángel que le hizo esta consoladora promesa: «Yo te digo, en nombre de Dios: tu Orden nunca va a dejar de existir, hasta el último día»15.
Apartado de la dirección de su Obra, el Poverello decidió refugiarse en la soledad, acompañado únicamente por algunos pocos discípulos fieles. En ese período bendito fue galardonado con la mayor gracia mística de su vida: recibió del propio Redentor, en su carne, los sagrados estigmas de la Pasión.
Últimos años en esta tierra
No faltaba mucho para su marcha de este mundo. En los últimos años de vida estuvo enfermo y, debilitado por la dura ascesis y por los estigmas, mal podía andar. Cuando, a los 42 años, sintió que llegaba el fin de sus días bendijo la ciudad de Asís y pidió a sus discípulos que le cantaran alguna canción a la «Hermana Muerte». A ella se entregó, cantando, el 3 de octubre de 1226.
(Extraído con adaptaciones, de la revista Heraldos del Evangelio, 207).
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1 Cf. A vida de São Francisco de Assis. Nós que convivemos com ele… Assis: Minerva, 2014, pp. 21-22.
2 JOERGENSEN, Johannes. São Francisco de Assis. Petrópolis: Vozes, 1957, p. 111.
3 Cf. A vida de São Francisco de Assis, op. cit., p. 23.
4 Ídem, p. 27.
5 Ídem, p. 28.
6 NIGG, Walter. Francisco, o Irmão Menor. In: Ohomem de Assis. Francisco e seu mundo. Petrópolis: Vozes, 1975, p. 11.
7 Ídem, p. 14.
8 Cf. JOERGENSEN, op. cit., pp. 104-105.
9 NIGG, op. cit., p. 19.
10 CROUZET, Maurice (Dir.). História Geral das civilizações. A Idade Média. 2.ª ed. São Paulo: Difusão Europeia do Livro, 1958, t. III, pp. 151-152.
11 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, pp. 26-27.
12 FÉLIX LOPES, Fernando. Opúsculos de São Francisco de Assis. Braga: Editorial Franciscana, 1968, p. 139.
13 JOERGENSEN, op. cit., p. 211.
14 Cf. NIGG, op. cit., pp. 34-35.
15 Ídem, p. 35.
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