Conoció a San Ignacio en la Universidad de París. Al principio Francisco no le ponía mucha atención a ese estudiante entrado en años.
Redacción (03/12/2021 08:01, Gaudium Press) San Francisco Javier, un portento de hombre, al cual Dios le exigió la renuncia de su tal vez mayor deseo.
Antes de ser hijo de San Ignacio, había sido hijo de los nobles de Javier, en cuyo castillo en Navarra nació en 1506. Era el menor de los hermanos de su casa.
Cuando tenía 18 años fue a estudiar a la Universidad de París, donde obtiene el título de licenciado. Compartía la habitación de la Universidad con otro personaje que sería casi tan famoso como él, Pedro Fabro, otro de los primeros jesuitas.
Un día conocieron a un estudiante especial, que de pronto les pareció algo extraño, ya un tanto mayor para ser mero alumno: Íñigo López de Loyola, también de esas regiones de la alta España, el gran San Ignacio, que en seguida por una inspiración sobrenatural sintió que el de Javier le pertenecería.
San Francisco perdió el mundo entero y ganó su alma
Al principio Francisco de Jasu y Javier le huía a la influencia de Íñigo, pero poco a poco iba siendo atraído hacia aquel que sería su padre, señor y maestro. Una frase de San Ignacio le iba calando las entrañas: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”
Finalmente hizo San Francisco el retiro espiritual que la Virgen había dictado a San Ignacio, y quedó completamente transformado.
Junto con otros 6 se consagró a Dios en Montmartre, el monte de los mártires en París, en 1534, constituyéndose en los primeros jesuitas. Hicieron voto de pobreza, prometieron ir a Tierra Santa, colocarse al servicio del Papa.
Al final, fueron ellos ordenados sacerdotes en Venecia, y en vez de ir a Tierra Santa se encaminaron a Roma. Ayudó a redactar las Constituciones de la Compañía.
Por iniciativa del Rey de Portugal, fue escogido como misionero y delegado papal para las colonias portuguesas de las Indias Orientales. Trece meses duró el viaje hasta la India.
Hizo de Goa su centro misionero. En diez años de misión recorrió la India, Malasia, las Molucas, otras islas. “Si no encuentro una barca, iré nadando”, decía.
Los conquistadores ya no tenían en su pureza prístina el espíritu religioso medieval, y mucho los movía a descubrir nuevas tierras el lucro que de ahí se podría derivar. Algo, o mucho de eso, pasaba en Goa. Pero el santo cambió esa realidad, colocando la fe donde debe estar, en el primer lugar.
“Tanta es la multitud de los que se convirtieron a la fe de Cristo en esta tierra por donde ando, que muchas veces se me cansan los brazos de tanto bautizar”, escribía San Francisco a sus hermanos en 1544. Ya había escrito en 1542: “Tantos eran los que venían a confesarse que, si me dividieran en diez partes, cada una debería atender confesiones”.
“En un mes bauticé más de 10.000 personas”, redactaba un año más tarde. “Después de bautizarlos, mando derrumbar las casas donde tenían sus ídolos y ordeno que rompan las imágenes de los ídolos en pequeñas partes. Acabando de hacer esto en un lugar, me dirijo a otro, y de este modo voy de lugar en lugar haciendo cristianos”, decía.
En Malaca, ve un hombre de ojos rasgados
Un día estando en Malaca le presentaron un natural de otras tierras, con los ojos rasgados, que había recorrido centenas de millas para conocer al occidental que perdonaba los pecados. Su nombre era Hashiro y venía de Japón.
Luchando contra muchas adversidades, se embarcó hacia este país y allá permaneció por espacio de 2 años. Regresó a la India, para arreglar lo necesario y preparar su viaje a la soñada China.
Un portugués donó su fortuna para rentar un barco. Quisieron encontrar un chino que los llevase a Cantón, pero todos se excusaban, pues las leyes imperiales se los prohibían. Al final uno accedió por 200 cruzados.
Pero el principal obstáculo sería el del infierno.
Ya encaminado hacia la China, se desencadenó una terrible tempestad, que mostró el poder de Dios sobre el del demonio. Todos los navegantes le pedían a gritos a San Francisco la confesión, pues se sintieron en transe de muerte. Pero el santo oró y las aguas se calmaron, como las del lago de Genezaret con Jesús.
Pero el comerciante chino, al que ya le habían pagado los 200 cruzados, abandonó al santo en la isla de Sanciao, a 180 kilómetros de la ciudad china de Cantón. Ahí las fuerzas lo fueron abandonando, llegan las fiebres, y muere en el abandono, mirando a la China, soñando con una China convertida, pero con los ojos puestos en Dios, el gran San Francisco Javier.
Esto ocurría en la madrugada del 3 de diciembre de 1552.
Sus últimas palabras fueron: “En Vos espero, Señor. ¡No me abandonéis para siempre!”.
Con información de Arautos.org
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