Conoció a San Ignacio en la Universidad de París. Al principio no le ponía mucha atención a este estudiante entrado en años.
Redacción (03/12/2020 08:48, Gaudium Press) San Francisco Javier, un portento de hombre, al cual Dios le exigió la renuncia de su tal vez mayor deseo.
Antes de ser hijo de San Ignacio, había sido hijo de los nobles de Javier, en cuyo castillo en Navarra nació en 1506. Era el menor de los hermanos.
Cuando tenía 18 años fue a estudiar a la Universidad de París, donde obtiene el título de licenciado. Compartía la habitación de la Universidad con otro personaje que sería casi tan famoso como él, Pedro Fabro, otro de los primeros jesuitas.
Un día conocieron a un estudiante especial, que de pronto les pareció algo extraño, ya un tanto mayor para ser mero alumno: Iñigo López de Loyola, también de esas regiones de la alta España, el gran San Ignacio, que en seguida por una inspiración sobrenatural sintió que el de Javier le pertenecería.
San Francisco perdió el mundo entero y ganó su alma
Al principio Francisco de Jasu y Javier le huía a la influencia de Iñigo, pero poco a poco iba siendo atraído hacia aquel que sería su padre, señor y maestro. Una frase de San Ignacio le iba calando las entrañas: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”
Finalmente hizo San Francisco el retiro espiritual que la Virgen había dictado a San Ignacio, y quedó completamente transformado.
Junto con otros 6 se consagró a Dios en Montmartre, en 1534, constituyéndose en los primeros jesuitas. Hicieron voto de pobreza, prometieron ir a Tierra Santa, colocarse al servicio del Papa.
Fueron ellos ordenados sacerdotes en Venecia, y en vez de ir a Tierra Santa se encaminaron a Roma. Ayudó a redactar las Constituciones de la Compañía.
Por iniciativa del Rey de Portugal, fue escogido como misionero y delegado papal para las colonias portuguesas de las Indias Orientales.
En la India, hizo de Goa su centro misionero. En diez años de misión recorrió la India, Malasia, las Molucas, otras islas. “Si no encuentro una barca, iré nadando”, decía.
Los conquistadores ya no tenía en su pureza prístina el espíritu religioso medieval, y mucho los movía a descubrir nuevas tierras el lucro que de ahí se podría derivar. Algo, o mucho de eso, pasaba en Goa. Pero el santo cambió esa realidad, colocando la fe donde debe estar, en el primer lugar.
“Tanta es la multitud de los que se convirtieron a la fe de Cristo en esta tierra por donde ando, que muchas veces se me cansan los brazos de tanto bautizar”, escribía San Francisco a sus hermanos en 1544.
“En un mes bauticé más de 10.000 personas”, redactaba un año más tarde. “Después de bautizarlos, mando derrumbar las casas donde tenían sus ídolos y ordeno que rompan las imágenes de los ídolos en pequeñas partes. Acabando de hacer esto en un lugar, me dirijo a otro, y de este modo voy de lugar en lugar haciendo cristianos”.
Un día estando en Malaca le presentaron un natural de otras tierras, con los ojos rasgados, que había recorrido centenas de millas para conocer al occidental que perdonaba los pecados. Su nombre era Hashiro y venía de Japón.
Luchando contra muchas adversidades, se embarcó hacia este país y allá permaneció por espacio de 2 años. Regresó a la India, para arreglar lo necesario y preparar su viaje a la China.
Un portugués donó su fortuna para rentar un barco. Quisieron encontrar un chino que los llevase a Cantón, pero todos se excusaban, pues las leyes imperiales se los prohibían. Al final uno accedió por 200 cruzados.
Pero este comerciante abandonó al santo en la isla de Sanciao. Ahí las fuerzas lo fueron abandonando, llegan las fiebres, y muere en el abandono, mirando a la China, soñando con una China convertida, pero con los ojos puestos en Dios, y contando con su sustento, el gran San Francisco Javier.
Esto ocurría en la madrugada del 3 de diciembre de 1552.
Sus últimas palabras fueron: “En Vos espero, Señor. ¡No me abandoneis para siempre!”.
Con información de Arautos.org
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