Muchos consideran al monje Hildebrando el fortificador de las murallas del papado.
Redacción (25/05/2021 07:45, Gaudium Press) San Gregorio VII, Papa gigantesco, fue muy perseguido en vida, muy calumniado después de muerto. Pero eso también muestra su grandeza, pues el demonio lucha especialmente contra con aquellos que considera que le hacen gran mal.
Nace por vuelta del año 1020 en la Toscana.
Se sabe que cuando niño fue a educarse con uno de sus tíos, que era superior del monasterio de Santa María, en el Aventino. Estudió en la escuela de Letrán.
Fue secretario de quien había sido también su maestro, Juan Gracián, quien subió al trono de San Pedro con el nombre de Gregorio VI.
Cuando muere este Papa, se retira a la abadía de Cluny, donde era prior San Hugo, y San Odilón abad. Ahí quería terminar sus días. Pero cuando es elegido el obispo de Toul Papa, éste le pide que vaya con él a Roma.
Fue consejero de cuatro Papas hasta que fue elegido él mismo, el monje Hildebrando, como sucesor del príncipe de los apóstoles.
La tarea que le cupo era abrumadora. Pero su gran lucha fue enfrentar a un Enrique IV emperador, que cuando el tiempo de su elección como Papa, era un disoluto hombre de 33 años, sediento de oro y poder. Alguien que quería además controlar a la Iglesia nombrando sus obispos. Y ante este hombre se levantó el muro de la virtud y la dignidad de San Gregorio VII, a quien muchos consideran el fortificador de las murallas del papado.
El ‘Dictatus Papae’
San Gregorio compuso un día el llamado ‘Dictatus Papae’, serie de tesis que manifestaban la primacía del Pontífice sobre todos los poderes de la tierra. Allí expresaba que solamente el Romano Pontífice podía deponer o restablecer obispos, y manifestaba que nadie podía vivir en la casa de un excomulgado por el Papa. San Gregorio VII afirmaba que ningún sínodo puede ser llamado general sin el consentimiento del Papa, y que solo él tenía autoridad para declarar canónico a un libro. Al que apele a la sede romana, nadie podía condenarlo, y se ratificaba como la última instancia de cualquier proceso interno en la Iglesia. También reafirma que el Papa puede recibir nuevamente en la Iglesia a quien haya sido excomulgado, y que en caso de injusticia, él podía liberar a los súbditos de un juramento de fidelidad a un soberano.
Es decir, todo lo anterior, era “la afirmación de la monarquía pontificia y universal en materia espiritual, de una monarquía espiritual suprema sin perjuicio de las monarquías subordinadas que se debería extender por toda la Cristiandad”, según afirmaba el prof. Plinio Corrêa de Oliveira. El poder temporal tenía su esfera propia, pero el Papado tenía la autoridad de velar porque su gobierno se diese cumpliendo la ley natural. Todo eso, propicio para desatar los odios de un monarca disoluto como Enrique IV.
Este levantó contra el Pontífice al clero de Alemania y del norte de Italia. San Gregorio fue hecho prisionero un día que celebraba la Navidad en Santa María la Mayor, pero el pueblo lo rescató. El Emperador envió cardenales a Roma para declararlo usurpador y arrojarlo del trono, y a su turno San Gregorio VII lo excomulgó, y desligó a sus súbditos de la obediencia debida. Esta excomunión fue ocasión para que nobles germánicos dijeran que si Enrique IV no comparecía ante un concilio y obtenía el perdón del Papa, perdería la corona. Enrique IV fingió someterse a la autoridad pontificia, y fue hasta el famoso castillo de Matilde de Canossa, donde estaba el Papa, a implorar su perdón. Después de tres días de hacerlo esperar, San Gregorio, que seguramente conocía la futura traición de este monarca, le concedió el perdón pues tenía que asumir su condición de penitente.
Enrique luego siguió con su pretensión de conceder investiduras eclesiásticas, mostrando su falta de sinceridad. San Gregorio lo volvió a excomulgar y las luchas recomenzaron. Llevó un ejército hasta Roma, y el Papa tuvo que refugiarse en el castillo de Sant’Angelo, hasta que fue rescatado por el duque de Calabria.
San Gregorio se retira primero a Monte Cassino, y luego a Salerno, enfermo y abandonado por 30 de sus cardenales. Muere el 25 de mayo de 1085. Sus últimas palabras fueron: “Porque amé la justicia y odié la iniquidad, por eso muero en el destierro”. Había levantado todas las excomuniones, salvo la de Enrique IV y la de Guillermo de Ravena, a quien Enrique IV había promovido como antipapa.
Con información de El Testigo Fiel
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