Martirizado por Trajano, el santo obispo había sido discípulo del propio Juan Evangelista.
Redacción (17/10/2020 11:19, Gaudium Press) Corría el año 106, tiempos en que la sed de sangre cristiana de los emperadores romanos seguía más viva que nunca.
Trajano había triunfado sobre Decébalo, rey de Tracia, y no se le ocurrió mejor manera de agradecer a los ‘dioses’ a los que supuestamente debía la victoria, que organizar una nueva persecución contra los seguidores de Jesús, que justamente negaban el culto a esas demoníacas divinidades.
Entre los capturados por esta persecución se hallaba un venerable anciano, magnífico, cuya presencia además traía el aroma de los mismos apóstoles, pues había sido discípulo de San Juan Evangelista y había sido designado obispo por el propio San Pedro: era Ignacio, el obispo de Antioquía, protagonista de nuestra historia.
Trajano recibe la enigmática respuesta
Cuenta la bella tradición, que San Ignacio se encontró con Trajano, un día en que este pasó por su propia diócesis. Trajano, que ya sabía de la radicalidad de la vida cristiana del obispo, le espetó arrogantemente que él era un “espíritu malvado”, a lo que Ignacio replicó: “Nadie puede llamar a Teóforo de espíritu malvado”. – “¿Quién es Teóforo o portador de Dios?”, repreguntó el emperador. A lo que respondió: “Es aquel que lleva a Cristo en su pecho”. Entonces Trajano lo conminó a que explicara mejor esa afirmación, recibiendo la siguiente respuesta aún misteriosa del Santo: “Está escrito, ‘habitaré y caminaré en medio de ellos”. (2 Cor 6,16) Más adelante se comprenderá todo su sentido.
Trajano ordenó entonces que el obispo de Antioquía fuese hecho prisionero, y encadenado llevado a Roma con una escolta de 10 soldados. En Roma sería uno más de aquellos héroes que regaría con su sangre las amarillas arenas del Coliseo.
El viaje del obispo tuvo de ignominia pero sobre todo mucho de desfile triunfal. Por donde pasaba los cristianos salían a su encuentro, a venerarlo, a fortalecerlo, pero sobre todo a recibir fortaleza de él. Digno de resaltar es el encuentro con San Policarpo, obispo de Esmirna. Entre santos bien se entienden.
Escribió 7 maravillosas cartas
Escribió en este periplo San Ignacio 7 cartas, una por cada iglesia que fervorosamente lo había recibido. Son de tal altura, que fueron llamadas de “segunda formulación de la doctrina cristiana”.
Es el creador del título “Iglesia Católica”, pues fue el primero en usarlo: “Donde estuviere el obispo, allí estarán también las multitudes, de las misma forma que donde estuviere Jesucristo, allí estará la Iglesia Católica”. Que bello es haberle dado el nombre a la propia Barca de Dios.
San Ignacio de Antioquía, en una época en que aún la figura de la Madre de Dios no tenía el realce que los siglos después le destinaron, fue defensor de las prerrogativas de María, por ejemplo de su virginidad perpetua: “Al príncipe de este mundo fue ocultada la virginidad de María, su parto y también la muerte del Señor”. A los naturales de Esmirna escribía: “Creyendo de igual modo que verdaderamente nació de la Virgen, fue bautizado por Juan ‘para que en Él se cumpliese toda justicia’ ”. Recordemos que estamos hablando de un discípulo de San Juan, el apóstol que conoció muchos de los secretos del corazón de Cristo.
No quiso que se intercediese para buscar su libertad: “He escrito a todas las iglesias y a todas ellas hago saber que con alegría muero por Dios, con tanto que vosotros no lo impidáis. (…) Dejadme ser alimento de las fieras, porque, a través de ellas, se puede alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios: ¡que yo sea triturado por los dientes de las fieras para tornarme puro pan de Cristo!”.
Maltratado por “10 leopardos”
Custodiado por los 10 guardias a los que apodó por siempre de “10 leopardos”, por su mal trato, llega al puerto de Ostia el 20 de diciembre de 107, el último de los 123 días de celebraciones por la victoria de Trajano contra los dacios. Para sentir un poco cómo ese imperio pagano – que muchos quieren pintar como la edad perfecta – era un mar de odio y de sangre, cuenta la historia que en esa centena de días de fiesta habían muerto más de 10.000 gladiadores y 12.000 fieras. Se ve también cómo el demonio ejercía entonces su potestad, porque de otra manera sería imposible justificar la aceptación pacífica y entusiasta de esa carnicería.
Apenas llega a Ostia es trasladado a Roma, donde lo reciben también los cristianos con admiración. Trágico, grandioso y bello es el espectáculo del inocente obispo, ya marcado su rostro por las indefectibles huellas del tiempo, encadenado, caminando hacia el Coliseo bajo las miradas lujuriosas de sangre de paganos infestados, y las lágrimas admirativas de los cristianos.
Las rejas de ese gigantesco catafalco llamado Coliseo se abren. Nuestro santo se presenta inmune a los gritos y burlas de los impíos, pues su alma es más del cielo que de la tierra. Cuando salen los hambrientos leones se adueña del gentío el silencio.
Los leones van a cumplir la tarea que les determina el instinto – la han cumplido siempre, o casi siempre –; corren hacia su presa, la faena rápidamente va a concluir. Pero entonces se da un hecho místico, tal vez sin parangón en la historia del martirologio:
Las fieras se detienen
El santo levanta su mano, y con este acto menor ejerce su imperio sobre la naturaleza; los leones se detienen. Entonces se arrodilla, eleva sus brazos al cielo, y clama en alta voz la generosa oración: “Señor, aquellos que me acompañaron y que son también vuestros hijos, me pidieron que rezase a fin de que algo les sobre de este martirio [ndr. Habían pedido conservar reliquias suyas], para estímulo de su fe. Yo, sin embargo, desearía ser triturado como el trigo para seros ofrecido como hostia pura. Señor, haced su voluntad y también la mía, yo os pido”.
La horda criminal desde las tribunas permanece en la estupefacción, asiste confusa a la invocación del obispo. Luego las propias fieras, que habían sido ‘hipnotizadas’ por la acción del santo, retoman su naturaleza y ejecutan sus pasiones. Pero esta vez no fue lo mismo: la multitud que normalmente salía embriagada, excitada y alegre con el horror, esta vez parte frustrada, incomodada, como sintiendo su sucia complicidad en la maléfica orgía.
Y cuando el manto de la noche cubre el Coliseo y sus arenas, llegan los cristianos por su santo botín, el más puro de ese día, las reliquias de Ignacio. Tomaron arena mezclada con sangre, y también – oh milagro – encontraron intacto un fémur y el insigne corazón.
Sin embargo, las bellas sorpresas de la jornada no habían concluido. Estando ya en las catacumbas, donde tendrían sede esas reliquias, se manifiesta otro prodigio que explicaba la enigmática respuesta que había dado a Trajano al inicio de su calvárico periplo: En un círculo, las venas y arterias del corazón formaba las celebres palabras que habían encabezado la propia cruz de Cristo: Iesus Nazarenus Rex iudeorum.
Su corazón era todo del Rey de los judíos y así Dios lo quiso manifestar a toda la posteridad.
(Con información de Rev. Arautos do Evangelho)
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