Los envidiosos lo acusaban, pero Dios lo cuidaba.
Redacción (15/05/2022 10:42, Gaudium Press) San Isidro Labrador, patrono de los hombres del campo, es hijo de campesinos pobres que no pudieron mandarlo a la escuela. Pero en su casa tuvo la mayor escuela que es dado tener a un hombre, esa que le enseña la fe verdadera, la fe católica.
Nace a finales del S. XI. Queda huérfano a tierna edad, 10 años, y luego se emplea como peón de campo en la labranza de don Juan de Vargas, cerca a Madrid. Sus días trascurren en las labores propias a la tierra, horadando las entrañas del planeta, sembrando, cosechando. Se casa con un sencilla campesina, que también es santa, Santa María de la Cabeza.
Antes de iniciar sus labores, Isidro iba a misa. Compañeros envidiosos, lo acusaron ante el patrón por “ausentismo”. El señor Vargas fue a investigar y notó que sí, que Isidro llegaba una hora más tarde que los otros, pero que mientras este permanecía en el templo, un personaje invisible guiaba sus bueyes y estos cumplían la labor como si Isidro los estuviese conduciendo.
Tuvo que huir de Madrid, cuando una invasión mahometana. Sufrió las penalidades del destierro.
Impresionante la caridad de este hombre: de su salario, que no debía ser gran cosa, hacía tres partes: una para el templo, otra para los pobres, y otra para él y su familia. Tenía la candura de la inocencia: en invierno, sabiendo que las aves del cielo no encuentran fácil su alimento, esparcía granos por el camino.
Un día con su esposa dejaron a su hijo chiquito en una canasta junto a un pozo. El niño se movió bruscamente y cayó. San Isidro y su esposa se percataron, pero no podían hacer nada porque el pozo era muy profundo, por lo que se pusieron a rezar, de rodillas, con fe. Entonces las aguas del aljibe comenzaron a subir, y apareció la canasta con el niño, intacto.
Después de su destierro regresó a Madrid a trabajar nuevamente como peón de finca. Otra vez los envidiosos soltaron sus lenguas y acusaban a San isidro de trabajar menos que los demás. Entonces el dueño de la finca puso a cada obrero la tarea de cultivar una parcela. Ocurrió que la de San Isidro producía el doble que las demás, con lo que Dios calló la boca a sus perseguidores.
Muere en el año de 1130, después de una humilde confesión.
43 años después es desenterrado su cuerpo, que estaba incorrupto. La sola cercanía a sus restos ya curaba a los enfermos, como fue el caso del rey Felipe III.
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