La tragedia visita pronto a la familia de Juan, y cuando tiene solo 10 años su madre cae en grave enfermedad, por lo que el niño es puesto bajo el cuidado de los tíos.
Redacción (13/08/2021 08:01, Gaudium Press) Cuando se leen ciertos resúmenes de vidas de santos se puede tener la sensación de estar probando una golosina acaramelada, donde todo es dulzura, ‘buenismo’, candidez tonta. No porque la vida del santo haya sido así, sino por la deformación sentimental en la mente del escritor. Con el santo del día de hoy, San Juan Berchmans puede ocurrir algo parecido. ‘Vacunémonos’ pues contra ese mal, que nos impide recoger el delicioso jugo de una gran vida.
Nace Juan en Diest, villa de Flandes, Bélgica, en 1599. Su padre era curtidor de pieles y había conformado un buen hogar cristiano.
Huérfano a corta edad
Pero la tragedia visita a la familia, y cuando Juan tiene solo 10 años su madre cae en grave enfermedad, por lo que el niño es puesto bajo el cuidado de los tíos y luego internado en un colegio.
Pronto afloró su deseo de ser sacerdote, y comenzó estudios de latín en la escuela de la villa. Pero faltaba el dinero, el padre quería que Juan trabajara, e hizo que aprendiera un oficio, además de que no deseaba que el joven siguiera su vocación religiosa. Al final, la propia virtud de San Juan Berchmans hizo que este hombre cambiara, y él mismo se hizo sacerdote.
Por una intervención providencial, Juan entró a la casa del canónigo Froymont en Malinas; allí colaboraba con la educación de jóvenes nobles, y con eso se consiguió la forma de continuar sus estudios.
Entra a la Compañía
En Malinas los jesuitas abrieron un colegio, y después de leer una vida de San Luis Gonzaga, Juan escuchó la voz de Dios que le decía que lo quería en la Compañía de Jesús.
Sus dones naturales, pero especialmente los sobrenaturales del novicio Juan eran excepcionales, de manera que en un año ya había sido hecho maestro de novicios. En 1618 hizo votos perpetuos y fue entonces enviado a Roma donde con sólo 22 años enfermó y murió, en 1621.
Gran devoto de la Virgen, San Juan Berchmans estaba seguro que si se mantenía unido a la Madre de Dios “tengo segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzaré cuanto quisiere, en una palabra, seré todopoderoso”.
Se discutía en esos tiempos si la Virgen había sido concebida sin pecado original, y en defensa del privilegio de la Inmaculada se encontraba en primera fila otro jesuita, San Roberto Belarmino. Pero pronto las discusiones fueron inclinándose hacia el reconocimiento de ese gran don de la Virgen bendita, y el teólogo español Juan de Lugo decía que ese movimiento se debía a las oraciones de Juan Berchmans, tanto ya era conocida su virtud.
Estando al final de su vida, San Juan había firmado un compromiso con su propia sangre, de “afirmar y defender dondequiera que se encontrase el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen”.
Su camino a la virtud era cumplir obligaciones de manera eximia. “Mi mayor penitencia, la vida común”. Y así quería ser “santo sin espera alguna”, en su vida de jesuita, en la pobreza, la obediencia y la pureza, virtud que brillaba en él como en San Luis Gonzaga.
Y así llegó a la honra de los altares.
Con información de Vatican News y Aciprensa
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