San Juan Crisóstomo fue dos veces exiliado de su sede episcopal, Constantinopla. Sus sermones le valieron el mote de “boca de oro”.
Redacción (13/09/2021 09:16, Gaudium Press) La Palabra de Dios tiene una fuerza irresistible. Es el arma más poderosa que existe; arma de conquista, arma de transformación mucho más poderosa que la bomba atómica. Un orador sacro bien preparado, que transmita la palabra revelada, tiene en sus manos un auténtico tesoro de influencia y de posibilidades para hacer el bien”.
El comentario anterior, hecho por Mons. Juan Clá, EP, expresa bien la importancia de la vida de San Juan Crisóstomo. De hecho, pocos predicadores sacros se hicieron tan notables como él a lo largo de la Historia.
El sonoro apodo de crisóstomo —“boca de oro”, en griego— es muy adecuado para este gran santo que supo presentar la doctrina católica de una manera inflamada y convincente.
No se podía conocerlo sin amarlo
Nació hacia el año 349 en Antioquía, por entonces la segunda ciudad del Imperio Romano de Oriente; en ella convivían paganos, maniqueos, gnósticos, arrianos, apolinarios, judíos y cristianos. Su padre, Segundo, comandante de las tropas imperiales en Oriente, falleció después del nacimiento de su hijo, y su madre, Antusa, viuda con 20 años, se quedó sola a cargo de la educación del recién nacido.
Pronto el niño demostró tener una gran inteligencia y fue encaminado a dos famosos profesores, uno de ellos Libanio, considerado el mayor orador de su siglo. Recibió educación religiosa del obispo San Melecio que, por su carácter suave, serio y atrayente, cautivó al discípulo al punto de hacerlo desistir de los estudios clásicos y dedicar su vida a la búsqueda de la perfección espiritual. De ese santo obispo recibió Crisóstomo el Bautismo y el lectorado, a los 20 años de edad.
El joven Juan podía haberse dejado llevar por su ilustre cuna y por los raros talentos recibidos de la Providencia, convirtiéndose quizá en uno de los primeros hombres del Imperio. Pero, después de probar “cuán suave es el Señor”, los honores del mundo no le atrajeron y su único deseo era consagrarse a Dios en la soledad. Se entregó a una vida de austeridad y oración, y estudió profundamente la Sagrada Escritura. Dominando su temperamento colérico, adquirió la mansedumbre evangélica, a la que unió una amable modestia, una tierna caridad para con el prójimo y una conducta llena de sabiduría.
Tras cuatro formativos años de convivencia con San Melecio, se retiró a un lugar desierto, donde vivió como anacoreta bajo la dirección de Diodoro, más tarde obispo de Tarso. Allí escribió varias obras de cuño literario y espiritual. Con la salud debilitada por vigilias y ayunos, en el año 381 se vio obligado a regresar a Antioquía, donde reasumió la función de lector junto a su celoso maestro, que le confirió la ordenación diaconal. El joven Juan aún vivía en los albores de su vida espiritual, encontrando gran consuelo y apoyo en la amistad de su compañero de estudios San Basilio de Cesarea.
Fértil actividad pastoral como predicador
Aquel mismo año fallecía San Melecio. El nuevo obispo de Antioquía, Flaviano, enseguida se vio vinculado a Crisóstomo por lazos de santa amistad. En el 386 lo ordenó sacerdote y lo nombró su predicador.
Durante los doce años en los que ejerció esa función se difundió su fama de orador sacro. Sus ardorosos sermones, siempre escuchados con avidez y a menudo interrumpidos por calurosos aplausos, versaban sobre la Sagrada Escritura. Sin embargo, no eran los aplausos su objetivo: se servía del púlpito para conducir a las almas hacia Dios y Dios a las almas. Así pues, no escatimaba críticas a las malas costumbres de la época, tanto del pueblo llano que lo aplaudía como de los poderosos que, al comienzo, lo admiraban.
Sin ninguna preocupación mundana, se oponía fuertemente a las interpretaciones excéntricas, místicas y alegóricas de la denominada Escuela de Alejandría, por entonces de moda.
En ese período de actividad pastoral como predicador desarrolló su más intensa producción teológica literaria. A juzgar sólo por esos años, del 386 al 398, San Juan Crisóstomo ya podía ser considerado digno de figurar entre los primeros doctores de la Iglesia. No obstante, mayores honores le estaban reservados y, para alcanzarlos, debía aceptar la cruz del divino Redentor sobre sus hombros.
Reformando el clero de Constantinopla
Inmersa en los abundantes placeres que la prosperidad económica le proporcionaba, Constantinopla abrigaba la faustuosa corte de los emperadores romanos de Oriente. Como en todas las épocas, muchas veces, donde hay riquezas, lujo y ostentación, escasean las virtudes cristianas. Habiendo fallecido el arzobispo Nectario, quiso el emperador Arcadio elevar al santo predicador a esa dignidad. De este modo, el 28 de febrero del 397 recibió de Teófilo, el Patriarca de Alejandría, la ordenación episcopal y tomó posesión de la sede constantinopolitana.
El presbítero Juan se vio inesperadamente en la arrogante metrópolis, puesto a la cabeza del episcopado bizantino, en un ambiente en que predominaban las apariencias y el poder, conquistado con frecuencia a base de maquinaciones secretas.
Según Paladio de Galacia, uno de sus biógrafos más importantes, San Juan inició su gobierno barriendo la escalera desde arriba, es decir, “primero derribando el edificio de la mentira y luego estableciendo las bases de la verdad”.1 Y tuvo un encontronazo con el mismo Patriarca Teófilo que al observarlo tan íntegro y franco en sus homilías se llenó de antipatía por él.
Sin embargo, San Juan, fiel a su conciencia, comenzó moralizando las costumbres del clero, desde las relativas a la práctica de la castidad hasta las concernientes a la posesión y uso de bienes materiales. Muchos de los numerosos monjes de la diócesis preferían pasar más tiempo fuera que dentro de sus monasterios. Crisóstomo los convenció a regresar al recogimiento.
Bondadoso con los ricos y con los necesitados
Al igual que había hecho en Antioquía, predicó contra las costumbres mundanas y la ridícula extravagancia de las modas.
El pueblo, no obstante, oía admirado las palabras nobles, bellas y, al mismo tiempo, severas de Boca de oro, porque veían en su conducta personal la práctica ejemplar de lo que predicaba. Preocupado con los más necesitados, construyó varios hospitales para los pobres y extranjeros; sus limosnas eran tan abundantes que fue llamado Juan, el limosnero.
Con los pecadores, herejes y paganos era bondadoso, al punto de que algunos, con falso celo por la religión, lo censuraban. Pero cuando se trataba de mantener la disciplina, era firme y pertinaz, evitando siempre la rudeza en la palabras. Organizó a las viudas y a las vírgenes consagradas para que vivieran en comunidad, bajo la dirección de Santa Olimpia, joven viuda que empleó su enorme fortuna y su vida para el servicio de Dios y del prójimo.
Nuestro santo tenía otros grandes amigos entre los ricos. Brison, oficial de justicia al servicio de la emperatriz Eudoxia, le ayudaba en las instrucciones a los fieles y siempre le manifestó verdadera amistad. La misma emperatriz le daba muchas muestras de admiración e incluso de devoción: asistía a sus sermones, seguía las procesiones, ofrecía piezas ornamentales para el culto y hacía otras demostraciones de consideración. Del emperador consiguió la promulgación de leyes favorables a la cristianización de todo el Imperio.
Es cierto, el demonio que no podía soportarlo, creó desavenencias contra él en la corte imperial.
Se estableció entonces entre la corte imperial y el palacio episcopal una actitud de distanciamiento que presagiaba una catástrofe. Pero la fama de santidad, el fervor apostólico, la prudencia y la sabiduría del varón de Dios le granjeaban la confianza de las regiones vecinas. Y fue invitado por varios obispos a presidir un sínodo regional en Éfeso, con el objetivo de indicar a un nuevo arzobispo y deponer a algunos obispos acusados de simonía.
Teófilo, que había quedado encargado de la sede de Constantinopla, compareció al sínodo acompañado por veintinueve obispos, sus sufragáneos y otros siete más. Iniciada la asamblea, presentó una larga lista de ridículas acusaciones contra San Juan, el cual, repentinamente pasaba de juez a reo. Obviamente, el santo rechazó reconocer la legalidad de esa maniobra y dejó de comparecer a las reuniones. A la vista de su ausencia tras tres convocaciones, fue declarado depuesto de la sede episcopal y condenado al exilio.
Como era de esperar, el pueblo se rebeló y exigió su regreso. Con supersticioso temor de un castigo divino, la emperatriz Eudoxia, que entre bastidores conducía los acontecimientos, ordenó que volvieran a investirlo. Retornó y Teófilo se vio obligado a huir de Constantinopla. Pero la derrota de Eudoxia tuvo como resultado aumentar aún más su profundo rencor.
La “Boca de oro” se silenció para los oídos humanos
Habiendo transcurrido tan sólo dos meses, un nuevo incidente vino a agravar la situación. Enfrente de la iglesia de Santa Sofía había sido erigida una estatua de plata de la emperatriz. Los juegos públicos promovidos en los festejos de su inauguración perjudicaron las funciones litúrgicas y arrastraron al pueblo a desórdenes y a extravagantes manifestaciones de superstición.
Con el celo y el valor que lo caracterizaban, el arzobispo alzó la voz desde el púlpito contra tales abusos, perpetrados bajo la dirección del inspector de los juegos, un maniqueo. Pero la emperatriz, en un acceso de vanidad, lo tomó como un ultraje a su persona. Enfurecida, convocó de nuevo a los enemigos de San Juan Crisóstomo para destituirlo. Basados en unos cánones de un sínodo arriano realizado en el 341, los obispos partidarios de la emperatriz obtuvieron del emperador un decreto de destierro para San Juan Crisóstomo. Así pues, en el 404 fue llevado a su segundo exilio.
Inicialmente las tropas lo condujeron a un lugar solitario y rudo, en la frontera oriental de Armenia, donde, no obstante, consiguió mantener correspondencia con discípulos y amigos. Desde aquí le escribió al Papa Inocencio I que, indignado por el procedimiento traicionero de aquellos obispos, depuso a varios de ellos y dirigió reconfortantes palabras de apoyo al que fue blanco de una injusticia.
Ante el temor de un posible regreso del molesto hombre de Dios, sus enemigos decidieron trasladarlo, en el 407, a Pythius, un lugar en el límite extremo del imperio, cerca del Cáucaso. Los crueles sufrimientos de la caminata bajo un fuerte sol y lluvias, agravados por los malos tratos de la soldadesca, lo llevaron al agotamiento total de su ya debilitado cuerpo. Así pues, el 14 de septiembre de aquel año la “Boca de oro” se silenció a los oídos humanos y se abrió para cantar glorias y alabanzas a su Creador y Redentor en el Cielo.
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