Encarcelado y flagelado por sus propios hermanos de religión, el socio de Santa Teresa en la reforma del Carmelo dice que ahí comprendió el gran valor del sufrimiento.
Redacción (14/12/2021 07:36, Gaudium Press) La vida del pequeño-gran fraile Juan de la Cruz, en el siglo Juan de Yepes Álvarez, es una vida de aventura, sí marcada por el sufrimiento pero también por la protección divina, y también por las gracias místicas que una cierta visualización errada las dice exclusivas para algunos santos, siendo que la vida mística es para todos.
Este pequeño en estatura, tanto que Santa Teresa le gastaba algunas santas bromas en este sentido, nace hijo de un aristócrata, en 1542. Pero su padre muere poco después de su nacimiento, dejando a la familia en la miseria. Él, el menor de tres hermanos, tiene que ser entregado aún muy joven en el Colegio de la Doctrina, una especie de orfanato en Medina del Campo.
Hechos milagrosos de protección en su infancia
Estaba jugando Juan de Yepes con otros niños de su edad en una laguna – tenía seis años – cuando perdió el equilibrio y fue a parar al fondo. Sin embargo, instantes después flotó, y al salir a la superficie vio que la Virgen le extendía su blanca mano. Él rechazó la mano de Nuestra Señora pues le pareció purísima, y él no era digno de tocarla. Luego llegó un labrador vecino, y sacó al muchacho del agua.
Ya el demonio le tenía ganas, desde chiquillo, y Dios permitió ciertas manifestaciones preternaturales para irle mostrando su alta vocación.
Llegando el chico a Medina, salió de un charco un enorme monstruo, que amenazaba con devorarlo. Pero él, ya sabedor del poder de Cristo y sus sacramentales, le hizo la señal de la cruz y el monstruo desapareció, se deshizo en las sucias aguas.
Otro día, ya era Juan monaguillo en el convento de la Magdalena, un amigo le dio un golpe y lo hizo caer a un pozo, temiéndose lo peor. Pero para sorpresa de todos, el niño flotaba… él mismo pidió una cuerda que ató a su cintura y con la cual fue rescatado. Dijo después que era la Virgen la que lo sustentaba en el agua. Por segunda ocasión en su vida.
Estudios. Entra al Carmelo
Del convento de la Magdalena va al Hospital de la Concepción, donde sería ayudante del enfermero, recogería limosnas para el hospital, y en los ratos libres estudiaría en el Colegio de la Compañía de Jesús.
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Y aunque querían que se ordenase y quedase como capellán del Hospital, apenas Juan terminó el colegio pidió ingresar al convento carmelita de la ciudad, donde asumió hábitos con un nombre que ya sería famosos, el de Juan de San Matías. Fue enviado luego a Salamanca a terminar la teología.
Su primera misa la ofreció el Medina del Campo, a la que se preparó con mucho fervor, días de anticipación y ayuno, él era un fraile que ya se distinguía por la virtud. No obstante los asistentes sintieron que en el ya virtuoso fraile se operó en esos momentos algo especial.
Años después, el propio Dios quiso manifestar a una religiosa lo que había ocurrido en la primera misa de San Juan de la Cruz, para alegría de todos los que lo admiran, y para atestiguar el poder de la gracia.
Esa religiosa estaba esperando que Fray Juan Matías terminara de atender a otra persona, para luego seguir con ella, cuando, en oración, “le manifestó el Señor la gran santidad del santo padre Fray Juan; y le reveló que, cuando dijo la primera Misa, le había restituido la inocencia y puesto en el estado de un niño de dos años, sin duplicidad ni malicia, confirmándolo en gracia como los Apóstoles para que no pecase y jamás lo ofendiese gravemente”.
Encuentro con Santa Teresa
Poco después de su primera misa tiene el encuentro con su gran socia en la reforma del Carmelo, Santa Teresa de Jesús.
Acababa ella de fundar un convento en Medina, convento de carmelitas reformadas, cuando oyó hablar del fraile. En ese momento recibió una inspiración interior que le decía que él sería el fundamento de la reforma del ramo masculino de la obra carmelita.
Fray Juan de San Matías también ya estaba siendo movido por la gracia hacia una vida más austera y quería hacerse monje Cartujo. Pero la madre Teresa le habló de la restauración del Carmelo de acuerdo a la regla primitiva, el monje recibió ahí una gracia y se firmó el propósito de secundar a la Santa en esa tarea.
Fue entonces que Fray Juan de San Matías se transformó en Fray Juan de la Cruz, el primer fraile en recibir el hábito de la reforma carmelita.
Vida de sufrimiento, amor al sufrimiento
Cuando Santa Teresa es escogida como priora del antiguo monasterio de la Encarnación, se lleva a San Juan para ser el confesor de las monjas.
Pero justamente ahí se torna víctima del enfrentamiento entre carmelitas calzados y carmelitas descalzos. Los Calzados lo hacen prisionero, lo recluyen en una fría celda del convento de Toledo, sólo le dan pan y agua, lo flagelan con frecuencia varias veces por semana.
Durante 9 meses San Juan de la Cruz sufre ese martirio en vida.
Después declaraba: “No os espantéis si yo muestro tanto amor por el sufrimiento; Dios me dio una alta idea de su mérito y valor cuando yo estaba en la prisión de Toledo”.
Ahí, en prisión, compuso algunos de sus más notables poemas.
Un día, por inspiración divina, huye de prisión. Hace una cuerda de tejidos, que cuando está bajando comienza a rasgarse. Cae el fraile a una altura de la que necesariamente se derivaría la muerte, pero de forma milagrosa las piedras del suelo se transforman en almohadas, y puede recomenzar su labor.
Entonces empieza a formar novicios, dirige espiritualmente a los ya profesos, y a otros muchos. Pero siempre ocupaba puestos secundarios en la orden. Santa Teresa mucho lo quería, y le decía el “santico de Fray Juan”, cuyos “huesitos harán milagros”, pues era “celestial y divino”.
Fue al capítulo de los Descalzos de 1591, cuando fueron elegidos como superiores unos frailes que tenían una sospechosa animadversión hacia el fraile. Se destacaba como su peor opositor el P. Diego Evangelista, quien animado por el oscuro espíritu inició una campaña de calumnias contra el santo.
San Juan fue enviado a un convento aislado, cerca de Sierra Morena, pero después, ya enfermo, pidió que lo mandaran al convento de Ubeda, dirigido por uno de sus más enconados enemigos: quería sufrir totalmente. La santa locura de la Cruz.
En el convento fue aislado, prohibiéndole toda visita.
Su pierna se fue llenando de tumores, que tuvieron que ser extraídos por un médico que sacaba la sangre y la pus, las que, sorpresiva y maravillosamente, desprendían un suave olor. El médico recogía esa materia en gazas, las aplicaba a otros enfermos y los curaba.
Y a pesar de estas manifestaciones extraordinarias, con las cuales Dios expresaba su contento con el santo, el prior seguía persiguiendo al enfermo, y casi ni le daba de comer.
El santo fue apagándose, como bella y sutil llama, para finalmente brillar esplendoroso en la eternidad, el 14 de diciembre de 1591.
Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726. Pío XI lo hizo doctor de la Iglesia.
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