San Martín de Tours, militar, un día partió su capa y dio la mitad a un mendigo; que resultó ser el propio Jesús…
Redacción (11/11/2024, Gaudium Press) San Martín de Tours, el Santo de hoy, nace en noviembre del 317 en Panonia, entre Austria y Hungría, hijo de un militar que así le puso pues quería que continuara como él la carrera de las armas: Martín significa pequeño Marte, dios de la guerra.
Aunque de familia pagana, el chico se interesó desde muy joven por los cristianos.
A los 15 años debió entrar al servicio militar, algo que era de mucha duración en ese entonces. Hacía parte de la Guardia Imperial, lo que lo obligaba a permanecer en Amiens.
Fue allí, que en el rudo invierno del año 335, en una de las puertas de la ciudad, vio a un mendigo tiritando por el intenso frío. El mendigo le extiende la mano, pero el santo –que no portaba dinero– con su espada divide su propia capa y le entrega una mitad. Entre tanto, llega la noche, y entonces el joven ve en sueños al propio Cristo, revestido con la capa que él había donado, y una multitud de ángeles cantando: “Martín, que es apenas catecúmeno [es decir, que está estudiando el catecismo], me cubrió con este manto”.
Martín de Tours, ya cristiano
No se sabe la fecha exacta del bautismo de San Martín. Se cree que cuando partió de Amiens ya era cristiano, pues se dirigió a Tréveris, donde había una gran comunidad católica.
Luego fue a Poitiers, atraído por la fama de santidad de San Hilario, el obispo, que lo quiso hacer diácono, pero de quien solo quiso recibir la dignidad del exorcistado y su poder especial contra los demonios. San Hilario lo animó en el proyecto que tenía de ir a visitar a sus padres a Panonia para lograr su conversión, pudiendo solo obtener la de su madre. Perseguido allí por herejes arrianos, hubo de regresar a Poitiers, pero ahí no encontró a San Hilario, que había huido a Frisia perseguido, para solo regresar tres años después.
Instado por San Hilario, San Martín hizo una experiencia de vida eremítica en Ligugé, en las márgenes del río Clain. Quería la soledad y la contemplación; sin embargo, atraídos por su halo de virtud allá llegaron muchos cristianos y con ellos se formó el primer monasterio en Francia.
Al final San Hilario lo convenció de ser sacerdote.
En el 371, al morir el obispo de Tours, San Martín fue obligado por el pueblo a aceptar esa sede, con una bella y pía trampa. Se nota que primero se estudió la psicología del santo antes de hacerle la caza. Un día va hasta su lugar de oración un habitante a pedirle que fuera a su casa, diciéndole que su esposa estaba muy enferma y que solo él le traería alivio. La caridad de San Martín lo obliga a acompañarlo, solo que en el camino, de tres días, se va juntando la gente, que llega a ser multitud en las puertas de la ciudad. En un momento determinado comenzaron a gritar: “Martín es el más digno del episcopado”. No se pudo resistir.
Como obispo fue… santo. Eximio.
Pero no renunciaba a su ideal monacal, por lo que hizo construir, no lejos de la ciudad, una celda donde se recogía de tanto en tanto. Fue esa la semilla del famoso monasterio de Marmoutier.
Se afirma que cuando tenía 80 años su rostro resplandecía.
Habiendo ido a Candes, a conciliar a sacerdotes que peleaban entre ellos, un día su discípulo Sulpicio Severo –que se había quedado en Tours– soñó con él, vestido de blanco, resplandeciente. “Su rostro era como una llama, sus ojos brillantes como estrellas, y su cabellera luminosa”. Poco después le avisaban a Sulpicio que su mentor había descansado en el Señor.
Con información de Arautos.org
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