Era de Cafarnaún y detestado por los suyos pues sacaba su dinero para darlo a los romanos. Pero se dejó entusiasmar por Jesús.
Redacción (21/09/2023 07:26, Gaudium Press) Hoy la Iglesia celebra al apóstol Mateo, de quien heredamos el gran Evangelio que lleva su nombre, uno de los sinópticos.
Era él un recaudador de impuestos, con todo lo que ese cargo implicaba entonces (y aún hoy). A nadie le agrada la hora en que debe dar de su dinero al Estado, pero ocurría más desagrado con él, pues gente como Leví – que así lo llaman San Lucas y San Marcos – eran esbirros de una potencia extranjera, siendo Palestina provincia de Roma: era por su intermedio que el imperio subyugaba económicamente a su propio pueblo.
Un publicano, despreciado por la sociedad pero amado por Dios
Los romanos escogían a los colectores entre los propios subyugados, sabiendo que estos conocerían mejor las riquezas de sus paisanos de las que podrían por ello retirar más frutos. Además, también se presuponía entonces que los colectores de impuestos eran ladrones, que buscaban ese cargo para enriquecerse rápidamente. Tenían pues, todas las características apropiadas para ser detestados por todos.
Trabajaba Mateo en Cafarnaún, ciudad que era muy visitada por el Señor.
Seguramente Mateo ya había escuchado al Maestro, su palabra lo había conmovido, y la semilla inicial de la gracia comenzaba a dar su fruto.
Y este hombre, a diferencia del joven rico del Evangelio, fue perdiendo el apego a sus riquezas, de modo que cuando el Señor, viéndolo en la mesa de recaudación de impuestos, le dijo “Sígueme”, él simplemente “se levantó y lo siguió” según nos cuenta él mismo. (Mt 9, 9).
Apóstol con los partos, los persas, los egipcios
Tras la ascensión del Señor, San Mateo quedó unos años predicando en Judea y luego viaja hacia los Partos y los Persas, grandes imperios, y después a Etiopía. Pero antes de esta dispersión de los apóstoles, San Mateo compuso su evangelio como lo atestigua Eusebio en su Historia Eclesiástica.
Según relatan los escritos apócrifos, venció a dos magos que se hacían adorar como dioses; resucitó a la hija del rey Egipo (o Hegesipo).
Al final, fue martirizado como todos los apóstoles, en su caso por oponerse al matrimonio del rey Hirciaco con su sobrina Ifigenia, que se había convertido al cristianismo por obra del apóstol. Fue muerto por la espada, cuando se encontraba orando al pie del altar después de la eucaristía.
El evangelista San Mateo es representado por el rostro humano, según la visión de los “cuatro vivientes” de Ezequiel (1, 5 ss) retomada por el Apocalipsis (4, 6-11). A San Marcos lo representa el león, a San Lucas el buey y a San Juan el águila, por el alto vuelo teológico de su escrito. El Evangelio de San Mateo está dividido en 28 capítulos y consta de 50 páginas. Relata de forma extensa hermosas enseñanzas de Dios como el Sermón de la Montaña, el de las Parábolas, narra milagros de Cristo, todo con la intención de demostrar que Jesús sí es el Mesías.
La Liturgia aplica a San Mateo las siguientes palabras del Antiguo Testamento: “Este maestro, muy instruido en la Ley dada a Moisés por Yahveh, Dios de Israel (…) sobre él estaba la bondadosa mano de su Dios. (…) se había dedicado con todo su corazón a poner por obra la Ley de Yahveh y a enseñar a Israel sus mandamientos y preceptos.” (cfr. Esd. 7, 6-10).
Jesús el Mesías, quiso honrar la mesa de San Mateo y fue a comer a su casa (Mc 2, 15). Esto también se recuerda en la Liturgia, resaltando la misericordia infinita del Salvador, que quiso “elegir a san Mateo para convertirlo de recaudador de impuestos en un apóstol”.
Jesús pudo convertir en santo a un pecador como Mateo, no así a los fariseos que criticaron que Jesús se atreviese “a comer con publicanos y pecadores”. Queda claro que el peor pecado, ese que casi blinda al hombre de la conversión, es la soberbia.
Con información de Aciprensa
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